Cuento
finalista en el Premio COPE 2002
PEPEBOTAS
(Dante Castro Arrasco)
Quién le iba a decir a usted que ese hombre se buscaría
su propio mal. Le llamábamos Pepebotas, aunque su nombre verdadero
era José Peña. Ganadero que creció desde abajo y a punta
de esfuerzo, habría sido feliz si no se hubiera atosigado de tanto
orgullo. La vanidad pierde al hombre, eso es tan cierto como que me llamo
Juan Cortez.
Una noche libábamos cerveza en la bodega de Ostolaza.
Ese negocio sólo abría cuando le daba la gana al dueño
de averiguar la vida de los prójimos. Y clientes éramos campesinos
y ganaderos de cuesta abajo, porque cuesta arriba sólo verá
el monte tupido, la maleza que nadie transita sino los monos. Hombres aburridos
de la tranquilidad montubia, se reunían para recontarse las mismas
anécdotas, intercambiar consejos del agro o terminar yéndose
a los puños. No sirve sentarse ahí a tomar cuando el aguardiente
ha venido fiero.
Pepebotas llegaba de vender ganado luciendo su último
par de chuzos, tan nuevecitos que deslumbraban a la luz de la vela. Debajo
de las mangas del pantalón se alzaban las cañas de botas vaqueras,
iguales a las películas de pistoleros. Debía tener algo así
como una docena de pares de botas tejanas, hechas a mano en las talabarterías
de Lima o de Huancayo. Alguien dice por ahí que don Pepe fue un niño
descalzo, que aprendió a odiar la pobreza y por eso se hizo rico y
bien calzado.
Como el dinero vuelve soberbio al hombre, odiaba a quienes no
podían hacerlo. Esa noche, mientras tomábamos escuchando sus
consejos para el éxito, entró otro cliente. Será un
gusto presentárselo: don Marcos Obregón, único campesino
de cuesta arriba, quien alguna vez fue líder sindicalista de mineros
en Cerro de Pasco, y aquí trató de hacer lo mismo sin éxito.
Pepebotas odiaba a Obregón. Creía que los comunistas
eran ociosos y envidiosos, así lo decía. Primero lo invitó
a tomar, aunque se rehusara. Tanto insistió que el pasqueño
creyó en sus buenas intenciones. ¿Por qué no confraternizar?,
se habrá dicho a sí mismo, pensando ingenuamente en que los
seres humanos podemos cambiar. Al poco rato, las bromas de Pepebotas fueron
subiendo de tono.
-¿Sabes qué Obregón?... Ahora nada vales.
¿Dónde está tu izquierda de mentirosos y ladrones? Se
fueron todos al tacho, nadie les cree. Y tú has terminado pobre, sin
poderles dar a tus hijos lo que yo les doy a los míos.
-No hablemos de política, don Pepe. El alcohol es mal
consejero para eso.
-Claro pues, qué vas a querer politiquear ahora. Te has
pasado años prometiéndole a la gente lo mismo, diciendo que
todos seríamos iguales. Ahora que a los comunistas se les cagó
el pastel, no quieres hablar de política.
-La gente que mezcla trago y política, se apasiona fuerte.
Es como el chofercito carretero que se emborracha...
-Lo que pasa es que los comunistas como tú son unos cobardes.
-No todos, don Pepe -acoté-. Hay de los que guerrean
con armas.
-¿Los terrucos, dices?... Ya no hay tampoco. Por aquí
no vienen. Si Obregón fuera valiente, se haría terruco. Pero
aquí está con la peor chacra, el más pobre de la región.
Cobarde o fracasado, que es lo mismo.
-Me despido mejor -se levantó el aludido-. Ya empezamos
a faltarnos el respeto.
Al principio creímos que se alzaba llevándose
su sombra a otra parte. Pero Pepebotas se le fue encima a trompadas; luego
lo pateó viéndolo caído en el fangal de afuera. Intervinimos
para que no lo matara a golpes. Obregón tenía los pulmones
podridos del aire viciado de los socavones, las piernas debilitadas
por los años y la mala suerte. Era un abuso pegarle a ese hombre.
-Sírveme otra ronda, futuro subprefecto... Me gusta tomar
con la gente trabajadora, no con ociosos -estaba orgulloso de su hombría.
-Usted se sobrepasa, don Pepe... Ese varón a nadie le
ha hecho daño.
-¿Y quién lo va a defender, carajo?... Con estas
puntas de acero lo he pateado. ¿Alguien las quiere probar?
Señaló sus botas que habían perdido brillo
con el barro y la sangre ajena. Una pena, le digo. Luego se dedicó
a limpiarlas con un pañuelo tan bonito que no merecía ese oficio.
-A los terrucos los han abatido como a cuyes. Tengo amistades
militares, políticos también, que los tranquilizo con una ternera.
Ese es el verdadero orden, carajo. La ley de la vida está escrita
con plata.
Contoneaba el cuerpo como quien da un discurso de tribuna. Tremendo
hombre capaz de entropar a las reses más ariscas. Joven y bien cebado,
no había entre nosotros quién le hiciera frente.
Al poco rato pasaron dos paisanos noticiándonos que los
soldados andaban cerca. Ostolaza se puso de pie para cerrar el negocio.
-¿De qué te preocupas tú, futuro subprefecto?
-Con los milicos no me juego, don Pepe.
-Hágale caso -dije-. A veces los cachacos cometen abusos.
-¿Abusos dices?... Ya les dije que tengo amistades en
la capital de la provincia. Abusos cometen con los nadies o con los que tienen
culpas qué purgar.
-Con los que tienen culpas, es justicia.... Con los inocentes,
es abuso.
-¿Por qué eres tan indio, tan huevón?...
¿Acaso no has servido en el ejército?
-Por lo mismo.
-Abusar de un don nadies, pasa. Si llegan, yo les hablaré.
¿Sí o no, mi futura autoridad? Te voy a hacer subprefecto moviendo
influencias del gobierno.
Y llegaron en poco menos de rondas, ya cuando el alcohol estaba
entorpeciéndonos los sentidos y Peña seguía invitando
cigarros. Erizados costales de huesos salieron a ladrarles. Sentimos
pasos de botas en el ripio del camino, rozar de uniformes gruesos y rastrillar
de fusiles automáticos en la penumbra de la noche. Se me heló
el espinazo.
-¡Adelante, servidores de la patria! -gritó Peña
enardecido.
Un sargento asomó saludando respetuosamente. Era bajo
de estatura, serrano joven, con cara de haber servido poco tiempo. El fango
de sus borceguíes contrastaba con el recuperado brillo de las botas
vaqueras de Peña.
-¡Viva el ejército peruano!.... ¡Viva el
Perú!
-Gracias, caballero... Sólo queremos interrumpirlos para
pedirles un poquito de agua pa’ las cantimploras.
-¿Agua?.... Agua toman mis reses, muchacho. Sírveles
cerveza a estos héroes que patrullan los montes. ¡Yo pago!
Ostolaza intercambiaba miradas con los demás parroquianos.
No había oportunidad de irse por la insistencia de Peña y por
la cerrada presencia de los cachacos.
-¿Cuántos son, mi sargento? -pregunté
ofreciéndole el vaso y la botella. Gentilmente rechazó.
-¡Para invitarles, no se pregunta cuántos son,
sino que vayan entrando! ¿Una caja es suficiente?
-Estamos en servicio, caballero. En otra oportunidad será.
Peña exigió que Ostolaza le entregara la caja
y salió a encontrarlos. Afuera, una decena de sombras le dieron las
buenas noches. Los perros que habían dejado de ladrarles, se acercaban
desconfiados para oler sus pantalones.
-Dice su jefe que en servicio no pueden tomar... ¿Es
cierto?
-Bueno amigo, por esta vez ...consentiré el relajo.
-Así habla un oficial... Dime el nombre de tu superior
para que te asciendan... Yo soy José Peña.
Destaparon botellas usando la doble uña de una bayoneta,
como si estuvieran acostumbrados a eso. Los que habíamos servido,
reconocimos esa maña de cuarteles.
-Mira Ostolaza, estos jóvenes dan su vida para que tú
sigas haciendo plata. Ellos combaten al terrorismo. ¿No es un orgullo
brindarles cerveza?
-¿Hay todavía terroristas por aquí, mi
estimado? -preguntó el que llevaba insignias de cabo.
-Nunca he visto uno. Pero te puedo decir que hoy acabo de descojonar
a un comunista. Detesto a esa especie de lacra, carajo. ¡Son unas mierdas!
Al escuchar la palabra “comunista”, los soldados intercambiaron
miradas de sorpresa. Ostolaza y yo nos acercamos al eufórico Peña
para advertirle.
-Señor Peña, no es justo lo que está haciendo.
Va a perjudicarlo.
-¡Qué perjudicarlo!... ¿Te gustaría
que te quiten tu propiedad para repartirla entre unos huevones?... Es lo
que ha venido predicando ese cabrón desde que yo era mancebo.
-¿Y dónde se le puede encontrar a ese comunista,
amigo?
-No estoy de acuerdo con lo que está haciendo, Peña.
Por más que usted invite...
-Déjelo parir, oiga. No lo ataje -me advirtió
el cabo.
Las botellas seguían circulando entre la tropa. Pepe
Peña volvió a enfangar sus botas nuevas saliendo al medio del
camino para indicarles con detalle por qué sendero estaban los pagos
del pasqueño Obregón. Todavía había luz en su
cabaña. Tres soldados fueron comisionados para traerlo.
-Debe estarse curando la pateadura... -murmuré- ...Y
ahora le van a colocar otra, hasta quitarle la vida .
-¿Viste? Así es como se hace, Ostolaza. Si todos
colaborasen con el ejército, nunca prosperaría el terrorismo.
Y hay que vigilar para que estos gramputas no vuelvan a surgir. ¡Salud,
carajo!
Ya no hablábamos. Nos quedamos de testigos, para ver
si con nuestra presencia podíamos impedir lo que iba a suceder. Al
poco rato, traían mancornado al sufrido Obregón que parecía
resignado a su final.
-Ahora pues, comunista de mierda, habla tus cojudeces. ¡Rebuzna
carajo!
-Déjelo a nosotros, señor. No se haga mala sangre.
Los demás soldados se pusieron de pie. Eran de la misma
estatura que Obregón.
-Amiguito.... ¿Cierto que eres terrorista?
Los soldados rieron de la ocurrente pregunta del sargento.
-Señor soldado.... nadies puede decirme terruco.... Yo,
antes, sindicalista en Cerro de Pasco... sí señor... Jamás
terrorista. Ahora sólo envejezco en el olvido. Me matarás injustamente...
-¿Y por qué este caballero te ha dado de
trompadas?... ¿Ah?... ¿Por gusto?
-Por abuso nomás ha sido, señor... Nada le he
hecho para que me ponga la cara así. ¿Qué culpa tengo
yo?
-Y si me lo sueltan un ratito, vuelvo a sacarle la puta madre.
¡Basura humana!
-Tranquilo, amigo... Está aquí la fuerza armada
para eso. Más bien invítenos otra rueda, si no es mucha confianza.
-Plata tengo... Y pago por ver. Ostolaza, bájate
una docena más.
Temíamos resultados harto conocidos. El personal
de tropa se iba achispando mientras circulaba el único vaso de mano
en mano. Cuando el tendero asomó con nuevas cervezas, las preguntas
se dirigían a Pepe Peña.
-Y usted, ¿por qué le ha pegado a este hombre?
-Carajo, eso ni se pregunta. Él mismo lo ha confesado.
-Le pegó por sus ideas subversivas, ¿no? ¿O
es que acaso también agita a la gente?
-¿Este huevón? -rió a mandíbula
batiente-. Este ya no agita ni la cama de su mujer.
El sargento ordenó a sus subalternos que le llevaran
aparte al prisionero. Un gran árbol de matapalo se erguía solemne
al frente de la tienda, pasando la carretera. Hasta allí lo empujaron
dejándolo a solas con el superior. Creímos que lo torturarían
al pobre pasqueño. Mientras tanto, las botellas circulaban con rapidez,
vaciaban el vaso prontamente y estallaban rabiosas espumas contra las piedras.
-¿Qué estarán hablando?
-la curiosidad carcomía a Pepebotas.
-Lo que a hecho usted, don Pepe, no tiene nombre. ¡Tanto
rencor!
-¿Por qué no lo dejó dormir su pateadura
a Obregón? Es un buen vecino.
-¡Mierda! Si parece que estuvieran confabulados
con él. ¿No será que ustedes son también agitadores?
Callamos. De pronto nos pesaba hablar demás. El sargento
regresó en medio de la oscuridad trajinando al prisionero del brazo.
-He interrogado al detenido. Tomaremos medidas...
-Al menos ya le habrá dado un buen susto -dije- Déjelo
ir...
-Tómenle las medidas que quieran. Salud por la
fuerza armada. ¡Viva el Perú!
-Antes de retirarnos, quiero brindar con usted, amigo Peña.
Pero como acostumbramos a brindar nosotros. ¿Me permite?
-Por supuesto mis valientes. Brindemos al modo de los
militares.
Los soldados se pusieron de pie empuñando sus fusiles
mientras el sargento recibía la botella y el vaso recién vaciado
por su anfitrión. Algunos avivaron el fuego de la fogata que antes
prendieron al pie del camino.
-Quiero brindar con todos por nuestro padre fundador, José
Gabriel Condorcanqui, por el Ejército Popular Tupacamarista, por el
socialismo. ¡Viva el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru!
-¡Viva!
-¡Con Mariátegui!... ¡Y Guevara!
-¡El pueblo! ...¡Se prepara!
-¡Patria o muerte!
-¡Venceremos!
El rostro de Pepebotas empalideció. Quiso sonreír
para celebrar la broma, pero no era tal. Mientras sus captores lo inmovilizaban
de brazos y piernas, maldijo a la madre que tuvo la cortesía de parirlo.
-Cuelguen a este soplón en lo alto de ese árbol.
-¡Hijos de ...! ¿Acaso no son soldados?
-¿Lo dices por los uniformes?... Se los quitamos a unos
cadáveres que estarán mosqueándose allá lejos.
Y parecían acostumbrados a disponer de la vida ajena,
porque en pocos segundos Peña pataleaba de asfixia con la garganta
quebrada por una soga parecida a la que él usaba para domar reses.
Cuando estuvo con la lengua amoratada y los ojos en blanco, uno de ellos
pidió papel de despacho al tendero Ostolaza. Con corcho quemado, escribió
el epitafio de Pepebotas: “Muerte a los soplones y abusivos”/ MRTA/ Túpac
Amaru, vive vuelve, vencerá.
Le habían quitado diez mil soles, de los cuales nos obligaron
a aceptar mil para cada uno. Al pobre Obregón, le dieron el doble
que a nosotros en compensación de sus heridas. Y yo le puedo decir
que nunca antes había visto, fuera del cine, balancearse un ahorcado
con botas vaqueras: le faltaban las espuelas tintineando.
La noche se los tragó entre el aullido fúnebre
de los perros. Solo se quedó Obregón contemplando al muerto
a la luz de la luna amanecida. Un brillo cósmico le resplandecía
en los ojos, como las chispas de la fogata que se negaba a apagarse en la
orilla de la carretera.
27/02/2001
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