La víbora más ponzoñosa de la amazonía peruana, la Shushupe (Lachesis Muta), se convierte en objeto de este cuento. Los colonos andinos, en la zona amazónica, tratan de aprender diferentes recursos de supervivencia de quienes han poblado los bosques por centurias. Los colonos aprenden de los nativos a conjurar el miedo y otros peligros. Que el lector saque sus propias conclusiones, considerando que desde la comodidad de su hogar, es muy difícil que se imagine una Shushupe dispuesto a morderlo. Este cuento forma parte del libro "Tierra de Pishtacos", con el cual Dante Castro ganó el Premio Internacional Casa de las Américas 1992.
SHUSHUPE
Resbaló
sobre la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre la trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las
manos también resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente en medio de la
vegetación que cubría la acequia de aguas estancadas y uno de sus pies desnudos
tocó aquel cuerpo blando, de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un
alarido de pánico a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino.
El machete había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón natural
sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya se alzaba el cuerpo
oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.
Crisóstomo logró
cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que
obstaculizaban su fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo traía
acelerado, como su corazón, hacia el tambo donde acostumbraban descansar
los jornaleros esperando el refrigerio de las seis.
-Míralo al Crisóstomo, óe... -comentó
Manuel, arrugando el rostro enjuto en gesto burlón.
-Corriendo como endiablado viene ¿no?...
¿Qué habrá hecho con la herramienta? -habló Sebastián, chascando la lengua
contra su bola de coca.
Algunos del grupo creían adivinar de qué
se trataba. "Lo mismo de siempre", murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban la
cabeza, sonreían. El hombre que se veía pequeño a lo lejos se acercaba
sudoroso calmando el trote, tratando de aparentar serenidad frente al grupo.
-¿Otra vez, cho...?
-Otra vez, pues. Me ha vuelto a sorprender -se rindió al fin avergonzado por las risas de los compañeros de faena.
-¿On' tá tu machete? Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de nuevo. -dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada.
La lluvia había empezado a mojar las quebradas cubiertas de selva y los cafetales de los colonos. Los jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se dirigieron hacía la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y fuego retornar cada uno a sus pagos.
-¿Cómo así, pues, te dejas sorprender?
-le preguntó Pancha, la mujer de Manuel, mientras preparaba el refrigerio entre
el olor de la leña y la ceniza.
Los goterones implacables arrancaban a las calaminas un sonido estremecedor y parejo, comparable con la creciente súbita del río. Pancha sacó yucas humeantes de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de mano en mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos bajo la cocina de leña. Sirvió café en anchas tazas de plástico y volvió a reír.
-Maricones son los hombres -dijo sonriéndole a Crisóstomo- Pensar que el otro domingo maté una faninga con la escoba nomás.
-El michi la habrá matado -le respondió la voz de Sebastián con los carrillos llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo. Manuel tampoco quiso reír.
-La faninga no es culebra peligrosa, pues. A ver, quisiera verte con la que lo asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas no son pa' andarse burlando. Nadies tiene miedo porque quiere.
En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres iban retirándose con las plásticas recogidas y las herramientas al hombro. Crisóstomo se quedaba a dormir como siempre, junto a la cocina de la cabaña, mientras Manuel y Pancha subían al altillo para pasar la noche. El río bramaba furioso arrastrando rocas en medio de la crecida.
-Mañana vas a tomarte el día libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al altillo con su mujer- ...Sólo quiero que recuperes la herramienta y recojas del rocotal un saco de maduros. De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega. Llévale ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar.
Lo miró con lástima antes de subir. Crisóstomo, herido en su amor propio, quedaba allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la cocina y el perfume de las cenizas. Se revolvería toda la noche tratando de dormir, escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose con los ladridos de los perros que avisan el paso de alguna fiera o de la carachupa ladrona, rememorando en sueños de pesadilla la imagen de la shushupe dispuesta a morderlo.
El día despertó con amago de diluvio. Las cumbres selváticas se hallaban cubiertas por la densa neblina mañanera y el río había dejado de crecer, manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres. Crisóstomo cargaba un saco de rocotos suspendido mediante la vincha que rodeaba su frente. Había pasado por el puente de metal a la otra banda de río y cogió la subida que conducía a la cabaña de Alfredo Vega. El viento se llevaba los nubarrones negros hacia los cafetales de Tambo Real, donde seguramente iba a llover.
-Me traes rocoto como pa' un ejército -le dijo Vega viéndolo llegar, mientras desgranaba el maíz en posición de cuclillas.
Vivía solo, sin más compañía que sus perros chuscos, en esa choza que nunca conoció mujer. Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de argamasa y piedra que sostenían la vivienda.
-Buenas, don Alfredo... Este rocotito se lo mandan los Olorte.
-Ven pa' que me ayudes a desgranar.
Así la muerte no te agarra ocioso.
Crisóstomo tomó el tronco donde picaban la leña para usarlo como asiento. Con manos expertas empezó a desgranar las mazorcas sobre los sacos vacíos que don Alfredo Vega había tendido en el piso.
-Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando maíz. Mejor que el cura en su confesionario... Debería desgranar maíz y así termina confesándonos a toditos los de por acá.
-¿Qué cosas dice usted, don Alfredo?
-contestó Crisóstomo con la mirada en las manos que iban dejando desnudas
las corontas.
-¿Mejor por qué no me cuentas tu pena,
Crisos? Así en un ratito acabamos con todo este fruto de Dios y me entero
de tus tristezas. Vamos a ver quién gana... Sigue desgranando ese poco
con las manos, mientras que con la boca me vas contando de ese demonio que
azota tu alma.
-De repente ya le contaron... Es la shushupe, don Alfredo.
Confesó Crisóstomo sonrojado ante la
mirada inquisidora del dueño de casa. El rostro del viejo se arrugó en
una sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo observaron con lástima. Cuatro manos competían desgranando.
-¿No te digo que el maíz es mejor
para confesarse? Seguro que el animalito ese te persigue adonde vas.
No te deja trabajar porque te espantas al verlo. La sangre se te enfría y
el corazón quiere salirse de tu pecho... No sabes qué hacer, a pesar que tienes
el machete en la mano. Nada te libra de sus ojos. ¿No es así, Crisos?
-Parece usted adivino. Capaz ya le
han contado.
-Soy algo más que adivino, mi amigo.
No necesito del chisme para enterarme de cómo son estas cosas. Pero dejémonos
de hablar de uno. Terminas estito nomás pa' que luego me acompañes al
monte, aprovechando que todavía es temprano.
El hombre joven abría camino entre las
ramas y lianas que cicatrizaban una trocha olvidada en medio del bosque.
El hombre maduro pisaba sobre sus pasos con la escopeta calzada entre sus manos
venosas y ambos subían la quebrada surcada por manantiales cubiertos de
vegetación. Se agachaban, resbalaban, volvían a resbalar, pero nuevamente
se incorporaban para recuperar el camino. Crisóstomo golpeaba con fuerza
sobre los bejucos rebeldes y a pesar de que salieron con los cuatro perros del
viejo, a ninguno se le veía. Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos
en medio del follaje y el dueño identificaba al animal.
-Ese es mi Coronel. Por su ladrido
sé lo que ha visto... Está acosando al rucupe en su guarida. Pensará que
hemos salido a cazar el pobre. Ojalá no se deje hacer daño, como l'otra
vez.
-¿Y qué le hicieron al Coronel? -preguntó
Crisóstomo con la respiración agitada.
-El rucupe pendejo le clavó los dientes en el hocico y casi me lo mata al perro. Le iba a suceder lo mismo que a mi Chino. El pobrecito Chino murió cuando el sajino le clavó los colmillos en la panza. El perro quería cortarle la huida al sajino, pero, por mi vejez, llegué tarde. Blanquito era el pobre, mi pichicito lindo.
-No se acuerde de cosas tristes, don...
-dijo Crisóstomo sin dejar de machetear.
-Qué me haría sin mis perros. Ellos
conocen los senderos del animal. Por ahí mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás pa' dentro. Si es
venado o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo, mordiendo aquí y
allá, jalando y tirando hasta que yo me ocupo de darle su bala.
-¿Pa' ónde estamos subiendo, don Alfredo?
-preguntó por fin deteniéndose y tratando
de recobrar la respiración.
-Por curioso y flojo no debería
contestarte... Más arriba, donde la selva se junta con las nubes, hay una
meseta de piedras solamente. Una pampa de piedras con otra vegetación,
donde se refugia el oso y el tigrillo. A veces he encontrado boa por ahí
durmiendo. Seguro serás el segundo hombre que llega a ese lugar, después
de mí. El sol tampoco asoma en esos sitios, porque hay árboles gigantescos
cubiertos de lianas y de orquídeas como nunca habrás visto en tu vida. Pero
sigamos subiendo para aprovechar el día.
Tras una hora de machetear, vieron de
nuevo el sol en el claro de una cascada que descendía de altos roquedales.
El ruido del agua amortiguaba sus pasos sobre las piedras cubiertas de musgo.
Los hombres sudorosos se miraron con satisfacción.
-En esas peñas asoma el tigrillo por una
vez. Luego ya no lo verás jamás, porque sabe que el hombre mata de lejos.
Vega silbó fuerte en varias direcciones. Del follaje intrincado y sacudiendo las ramas más bajas de la vegetación, aparecieron sus desnutridos perros con los lomos cubiertos de humedad. Con las lenguas afuera y respirando agitadamente, contemplaban a su amo. Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los canes obedientes corrieran por la trocha recién abierta.
-Ahora sí mi amigo... Desde aquí
andaremos solos -sonrió mirando la cara de incertidumbre de Crisóstomo.
Vega se puso la escopeta a la bandolera y frotándose las manos miró hacia la
parte superior de la cordillera selvática: la parte más empinada y áspera del
camino que aún les faltaba recorrer.
Para subir las manos se prendían como garfios de toda rama o liana gruesa, así como los pies buscaban acomodarse en cualquier saliente de los roquedales. Los hombres resbalaban y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la ascensión. Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los obstáculos naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas oportunidades.
Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo supo
que lo que había detrás de aquella cadena de montañas donde los colonos sacaban
algunas cuadras al monte, no era ninguna pendiente inclinada como podía
suponerse desde abajo. Ante sus ojos se extendía una meseta de selva
tupida rodeada por otras crestas de cordillera, igualmente cubiertas de
espesura. Don Alfredo Vega miró regocijado la sorpresa que causaba el
descubrimiento al colono.
-¿Cuánto tiempo habremos hecho hasta acá?
-preguntó el viejo.
-Más de tres horas.
-Entonces vamos apurándonos... No vaya a
ser que la lluvia nos coja por confiados.
Descendieron agarrándose de lianas
secas los pocos metros que había de diferencia
para alcanzar la llanura selvática. El terreno era seco, pedregoso.
Las piedras se deshacían con sólo tocarlas y la vegetación, compuesta por
árboles diferentes a los que anteriormente conociera, no permitía ver el sol
sino por tenues haces de luz. El follaje no era tan intrincado como en
las tierras más húmedas y por eso el machete fue de escasa utilidad para
avanzar entre los claros. El novato caminaba por sendas naturales entre
troncos fabulosos rodeados de lianas y de neblina, absorto contemplando las
orquídeas que se cultivaban solas en los troncos podridos por la lluvia.
Con los brazos acribillados de picaduras separaba las lianas colgantes y seguía
avanzando sin percatarse que su acompañante se había rezagado. Vega,
desde un rincón del bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo
mientras encendía un cigarro de tabaco fuerte.
Entonces empezó a silbar
tenuemente, casi sin arrancarle sonidos a su dentadura incompleta, en
diferentes tonos acompasados. Absorbía el humo del tabaco y lo botaba
inmediatamente con energía. Siguió silbando, cambiando paulatinamente de ritmo,
acelerando el compás para luego disminuirlo y convertirlo en un susurro
monótono. De pronto oyó el grito desgarrador del compañero. Sonrió.
Separando raíces aéreas y bejucos, llegó
hasta el lugar desde donde había partido el grito. La selva se tornó
silenciosa y ni los pájaros más pequeños se movieron
de sus ramas. Allí vio la figura de Crisóstomo paralizada y con la
mandíbula trabada en un gesto grotesco de
pánico. El machete yacía a un costado. A su alrededor zigzagueaban cerca de una
docena de shushupes, con su piel oscura de hermosos dibujos de ochos. La
más grande se erguía en posición de ataque, con las fauces abiertas y enseñando
el juego de colmillos venenosos desde los cuales caía una baba gruesa hasta el
piso de piedra volcánica. El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a
su amigo paralizado frente a las víboras.
-No se mueva pa' nada, mi amigo...
Sereno, quietecito nomás... Ni pestañees.
Desde aquella distancia de diez
metros, sobre el claro natural de la meseta, Vega empezó de nuevo a susurrar
algo en lengua yanesha. Crisóstomo trataba de reprimir el temblor de sus
rodillas juntas, en posición de firmes. Vega silbaba y fumaba llenando la
selva de humo amargo. Subió de pronto el tono de los cánticos guerreros y
ante los ojos aterrorizados de Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de
una en una, menos la más grande que conservaba alerta su postura de ataque.
-Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina toda la operación. No se me vaya a escapar la más treja...
Desenfundó el cuchillo y cortó una rama
verde y larga que crecía con otras entre el manto de rocas pulverizadas.
Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a paso, se fue acercando al hombre
acechado por la serpiente. La vara flexible cayó certera sobre la cabeza
del reptil, como un látigo. El segundo golpe fue del todo inútil.
El viejo Alfredo Vega, sin pérdida de
tiempo, abrió de largo a la shushupe muerta y llamó al muchacho. No quiso
acercarse presa aún del miedo.
-¿No ves que ya está muerta, hom...?
¡Hasta muerta le tienes miedo a la culebra! ¡Ven de una vez pa' curarte!
Con cautela y luego con rapidez caminó
Crisóstomo hacia donde estaba el viejo acuclillado. La serpiente, abierta
de par en par, enseñaba sus entrañas. Dentro de ella yacía una ardilla
alargada y cubierta de babas espesas.
-La hemos agarrado antes que se echara a
dormir una siesta larga. Todavía la hubiéramos salvado a la ardilla, si
llegábamos antes.
Vega le extendió algo sanguinolento, de
forma alargada, al joven.
-Es su corazón todavía vivito... Trágatelo,
hom... Este es el fin de tus temores. Desde ahora la shushupe correrá de tu
presencia y te dejará pasar sin molestarte... -le extendió el corazón.
Algo asqueroso que todavía se movía,
crudo y sanguinolento, con una mucosa amarga a su alrededor, se deslizó
lentamente por el paladar de Crisóstomo. Difícil de tragar, quiso devolverlo o
vomitar en arcadas, sacudido por el escalofrío y las náuseas que se apoderaban
de su cuerpo. Pero hubo decisión de no seguir huyendo de la víbora, más
pudo la mirada del viejo Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último
esfuerzo para sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimosos, deglutió el
órgano del ponzoñoso animal.
-Eso es mi amigo. Eso es... Te
acordarás de este viejo para siempre, cada vez que la veas a la shushupe huir de tu presencia. Sácate la camisa
y déjala por ahí cerquita nomás, pa' que su pareja se revuelque un rato.
Si no puede perseguirnos buscando venganza.
El trueno les recordó que debían volver a
casa. Los páucares chismosos anunciaron desde sus nidos colgantes que dos
hombres regresaban por donde vinieron.
Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo volteó a mirar el sitio donde quedaba
abierto el cuerpo de la víbora. Pero ya no estaba allí el animal despanzurrado
por el cuchillo del cazador: en su lugar se hallaba tendido un cuerpo humano,
abierto por un tajo que bajaba desde la barbilla hasta el pubis, exhibiendo sus
entrañas bajo el haz de luz que se filtraba en el claro del bosque. Las
hormigas anayo comenzaban a dar buena cuenta de él. Era sólo un pobre
infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.
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