Alberto Ruy Sánchez

 

DEL AGUA

EL HORMIGUEO

 

Mi primer recuerdo erótico está ligado al agua. Yo tenía casi tres años y vivíamos en el desierto de Baja California, cuatrocientos kilómetros al norte de La Paz. En el caserío donde dormíamos todo era muy rudimentario. La letrina estaba cruzando la carretera. Y a los niños nos bañaban con cubetas atrás de las casas, en los lavaderos.

      Un día la vecina estaba bañando a su hija, que sería como de mi edad. Yo la observaba desde mi casa, semiescondido. Ella se resistía al baño. Y yo tenía tanto calor que se me antojaba estar en su lugar. Recuerdo nítidamente el instante en el que el agua cayó sobre su espalda transformando el brillo de su piel morena y cómo sus nalgas empapadas, perfectamente destacadas del resto de las cosas del mundo, se convirtieron en el imán de mi mirada. Fue como si de pronto me prendieran la luz de la vida, como si abriera los ojos por primera vez, como si mis sentidos descubrieran el mundo.

      Recuerdo el hormigueo súbito entre mis piernas y la necesidad de apretarme el sexo con las manos. Como si el agua que escurría de su cuerpo, y que desbocaba mi calor y mi sed multiplicándolos, corriera de pronto dentro de mí y se depositara en mi pene de niño, llenándolo más allá de lo que yo podría alguna vez haber sentido. Recuerdo esa intranquilidad que no entendía, esa respiración difícil que me atacaba, esa felicidad insatisfecha, esa sed y hambre de acariciar y abrazar a la niña mojada y hundirme en el agua que la cubría.

      El agua desde entonces se volvió para mí una especie de sustancia mágica que transforma lo que toca. Y sumergirme en el agua ha sido siempre una experiencia erótica.
      El primer día que hice el amor viví también con una emoción inmensa el baño compartido con mi amada que siguió a nuestro mutuo descubrimiento. El agua de la regadera sobre su piel transformándola y aumentando mi asombro. El chorro cayendo entre los dos mientras nos abrazábamos de frente y una alberca secreta y fugaz se formaba entre su pecho y el mío. Ella ponía tres paredes de esa alberca y yo solo una.

      Y cuando hacíamos el amor nos hundíamos en el agua del cuerpo amado. Yo en su lago y ella en el mío. Para descubrir lentamente que nuestros cuerpos eran más amplios que nuestros cuerpos. Cada uno profundidad y extensión inesperada para el otro. Cada uno, en un instante, el universo. Y el universo era líquido.

      Algunos años después, viviendo fuera de México, en una ciudad de penumbras, casi gótica, saqué mis tensiones y tristezas nadando a diario en una alberca bajo techo donde la luminosidad del tragaluz parecía hundirse en el agua y orientar mi recorrido. Nadaba durante mucho tiempo siguiendo esa luz movediza. Me olvidaba de todo y todo venía a mi mente bajo el agua. Ella era una especie de aislante del mundo y al mismo tiempo una mano amplia que me acariciaba, que instalaba en mi cuerpo miles de sensaciones que exorcisaban a la melancolía.

      Por eso tal vez, cuando llegué a los baños públicos de Marruecos me trastornaron. Quedé seducido y asombrado hasta por el edificio mismo como un templo de los sentidos donde cada recámara va aumentando poco a poco la temperatura, donde los vitrales visten al cuerpo desnudo. Ambito donde lo líquido se transforma en vapor como la persona que se baña se transforma en otra cosa por dentro y por fuera, el lugar donde el agua da sentido a la vida.

      Cuento con detalle esa experiencia en el capítulo central de mi novela Los nombres del aire. En ella el baño es una experiencia mística que al mismo tiempo es una tremenda experiencia erótica. Hay quien ha llegado a escribir que construí la ciudad imaginaria de Mogador para subordinarla a la lógica sensual y espiritual del hammam, del baño público.

      La geometría del agua, convertida en arquitectura de la vida en Los nombres del aire, me ayudaba a hacer una indagación sobre la naturaleza del deseo femenino. Y en el segundo libro de esa serie, dedicado a indagar sobre la naturaleza del deseo masculino, el agua se volvió imagen sustancial de los excesos del hombre y de la libertad fundamental de la mujer. Porque el agua es símbolo de lo posible y de la transformación. El agua cambia según las formas que puedan contenerla. Como el deseo se transforma en nuestras manos. Y también es símbolo de lo fugaz, de lo que se escapa entre los dedos cuando se aprieta el puño demasiado. El hombre posesivo verá que así se le escapa su amada.

      El agua también purifica, lava, borra: es entrada a la otra vida. Estar en los labios del agua es estar en el umbral de nuestra transformación, como en una puerta que no acaba de cruzarse, con el deseo siempre encendiendo el hervor de nuestra piel, incitándonos a avanzar hacia la luz anhelada, incitándonos con su mano total a alcanzar lo que deseamos.

      El recorrido cambiante del protagonista de En los labios del agua es como una estela de espuma, como un corredor de agua que paso a paso desaparece detrás de él. Pero se instala en la realidad profunda de sus sueños como una espiral, como una escalera de caracol por la que asciende o se precipita. De nuevo el agua como iniciación a la realidad profunda de nuestros deseos, de lo que nos transforma.

      El agua canta y es modulada como un instrumento musical en los jardines tradicionales árabes. El agua refleja el cielo: instala al cielo en medio del jardín. Lo vuelve un paraíso rodeado por el desierto.

      El agua se vuelve fertilidad suprema en la novela Los jardines secretos de Mogador: voces de tierra, indagación sobre la posibilidad de construir un paraíso día a día (un jardín secreto) con el flujo anudado de nuestros deseos. Ríos equívocos de sueños que, tal vez y por una combinación misteriosa de suerte y destreza, de pronto confluyen, se encuentran.

      Ese libro se volvió, necesariamente, una pequeña indagación poética sobre el erotismo de algunas mujeres embarazadas. Quien lo lea verá que si aprendemos a escuchar al agua y su canto, ella nos deja entrar al paraíso. Pero como se gana se pierde y hay que bañarse en el agua transformadora todos los días, a todas horas.

      En esta novela el agua fértil se convierte en paraíso, y el paraíso último es el centro vital del cuerpo de la persona amada: su sexo. Sin darme cuenta me he pasado la vida siendo fiel a esa visión primera del agua sobre unas deslumbrantes nalgas morenas, que despertó en mí el hormigueo del cuerpo. Y el deseo de transformarme. El mismo hormigueo que sin duda empuja mi mano a escribir. Escribir formas onduladas, como manos que acariciaran. Pero también escribir nada más, escribir. Y todo por el poder del agua.


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