Mi primer recuerdo erótico está ligado al
agua. Yo tenía casi tres años y vivíamos en el desierto de
Baja California, cuatrocientos kilómetros al norte de La Paz. En el
caserío donde dormíamos todo era muy rudimentario. La letrina estaba
cruzando la carretera. Y a los niños nos bañaban con cubetas atrás de las
casas, en los lavaderos.
Un
día la vecina estaba bañando a su hija, que sería como de
mi edad. Yo la observaba desde mi casa, semiescondido. Ella se resistía
al baño. Y yo tenía tanto calor que se me antojaba estar en su
lugar. Recuerdo nítidamente el instante en el que el agua cayó
sobre su espalda transformando el brillo de su piel morena y cómo sus
nalgas empapadas, perfectamente destacadas del resto de las cosas del mundo, se
convirtieron en el imán de mi mirada. Fue como si de pronto me
prendieran la luz de la vida, como si abriera los ojos por primera vez, como si
mis sentidos descubrieran el mundo.
Recuerdo
el hormigueo súbito entre mis piernas y la necesidad de apretarme el
sexo con las manos. Como si el agua que escurría de su cuerpo, y que
desbocaba mi calor y mi sed multiplicándolos, corriera de pronto dentro
de mí y se depositara en mi pene de niño, llenándolo más
allá de lo que yo podría alguna vez haber sentido. Recuerdo esa
intranquilidad que no entendía, esa respiración difícil
que me atacaba, esa felicidad insatisfecha, esa sed y hambre de acariciar y
abrazar a la niña mojada y hundirme en el agua que la cubría.
El
agua desde entonces se volvió para mí una especie de sustancia
mágica que transforma lo que toca. Y sumergirme en el agua ha sido
siempre una experiencia erótica.
El primer día que hice el amor
viví también con una emoción inmensa el baño
compartido con mi amada que siguió a nuestro mutuo descubrimiento. El
agua de la regadera sobre su piel transformándola y aumentando mi
asombro. El chorro cayendo entre los dos mientras nos abrazábamos de
frente y una alberca secreta y fugaz se formaba entre su pecho y el mío.
Ella ponía tres paredes de esa alberca y yo solo una.
Y cuando hacíamos el amor nos hundíamos en el agua del cuerpo amado. Yo en su lago y ella en el mío. Para descubrir lentamente que nuestros cuerpos eran más amplios que nuestros cuerpos. Cada uno profundidad y extensión inesperada para el otro. Cada uno, en un instante, el universo. Y el universo era líquido.
Algunos años después, viviendo fuera de
México, en una ciudad de penumbras, casi gótica, saqué mis
tensiones y tristezas nadando a diario en una alberca bajo techo donde la
luminosidad del tragaluz parecía hundirse en el agua y orientar mi
recorrido. Nadaba durante mucho tiempo siguiendo esa luz movediza. Me olvidaba
de todo y todo venía a mi mente bajo el agua. Ella era una especie de
aislante del mundo y al mismo tiempo una mano amplia que me acariciaba, que
instalaba en mi cuerpo miles de sensaciones que exorcisaban a la
melancolía. Por eso tal vez, cuando llegué
a los baños públicos de Marruecos me trastornaron. Quedé
seducido y asombrado hasta por el edificio mismo como un templo de los sentidos
donde cada recámara va aumentando poco a poco la temperatura, donde los
vitrales visten al cuerpo desnudo. Ambito donde lo líquido se transforma
en vapor como la persona que se baña se transforma en otra cosa por
dentro y por fuera, el lugar donde el agua da sentido a la vida. Cuento con detalle esa experiencia en
el capítulo central de mi novela Los nombres del aire. En ella el baño es una
experiencia mística que al mismo tiempo es una tremenda experiencia
erótica. Hay quien ha llegado a escribir que construí la ciudad
imaginaria de Mogador para subordinarla a la lógica sensual y espiritual
del hammam,
del baño público. La geometría del agua,
convertida en arquitectura de la vida en Los nombres del aire, me ayudaba a hacer una
indagación sobre la naturaleza del deseo femenino. Y en el segundo libro
de esa serie, dedicado a indagar sobre la naturaleza del deseo masculino, el
agua se volvió imagen sustancial de los excesos del hombre y de la
libertad fundamental de la mujer. Porque el agua es símbolo de lo
posible y de la transformación. El agua cambia según las formas
que puedan contenerla. Como el deseo se transforma en nuestras manos. Y
también es símbolo de lo fugaz, de lo que se escapa entre los
dedos cuando se aprieta el puño demasiado. El hombre posesivo
verá que así se le escapa su amada. El agua también purifica,
lava, borra: es entrada a la otra vida. Estar en los labios del agua es estar
en el umbral de nuestra transformación, como en una puerta que no acaba
de cruzarse, con el deseo siempre encendiendo el hervor de nuestra piel, incitándonos
a avanzar hacia la luz anhelada, incitándonos con su mano total a
alcanzar lo que deseamos. El recorrido cambiante del
protagonista de En los labios del agua es como una estela de espuma, como un corredor de
agua que paso a paso desaparece detrás de él. Pero se instala en
la realidad profunda de sus sueños como una espiral, como una escalera
de caracol por la que asciende o se precipita. De nuevo el agua como
iniciación a la realidad profunda de nuestros deseos, de lo que nos
transforma. El agua canta y es modulada como un
instrumento musical en los jardines tradicionales árabes. El agua
refleja el cielo: instala al cielo en medio del jardín. Lo vuelve un
paraíso rodeado por el desierto. El agua se vuelve fertilidad suprema
en la novela Los jardines secretos de Mogador: voces de tierra, indagación sobre la
posibilidad de construir un paraíso día a día (un
jardín secreto) con el flujo anudado de nuestros deseos. Ríos
equívocos de sueños que, tal vez y por una combinación misteriosa
de suerte y destreza, de pronto confluyen, se encuentran. Ese libro se volvió,
necesariamente, una pequeña indagación poética sobre el
erotismo de algunas mujeres embarazadas. Quien lo lea verá que si
aprendemos a escuchar al agua y su canto, ella nos deja entrar al paraíso.
Pero como se gana se pierde y hay que bañarse en el agua transformadora
todos los días, a todas horas. En esta novela el
agua fértil se convierte en paraíso, y el paraíso
último es el centro vital del cuerpo de la persona amada: su sexo. Sin
darme cuenta me he pasado la vida siendo fiel a esa visión primera del
agua sobre unas deslumbrantes nalgas morenas, que despertó en mí
el hormigueo del cuerpo. Y el deseo de transformarme. El mismo hormigueo que
sin duda empuja mi mano a escribir. Escribir formas onduladas, como manos que acariciaran. Pero también escribir nada más, escribir. Y todo por el poder del agua.
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