Alberto RUY SÁNCHEZ
A
LA
CAZA
(LITERARIA)
DEL ANIMAL
QUE LLEVAMOS
DENTRO
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Desde niño estuve poseído por la extraña certeza de que cada animal es un cuento que se mueve. Creía que los humanos tienen mascotas sobre todo para contárselas mutuamente, para hablar de ellas. Aunque muchas veces también para hablar con ellas.
Yo veía que los niños y los ancianos hablaban muchísimo con los animales. Creía que crecer consistía en olvidar totalmente cómo se habla con ellos, para recuperar muy al final de la vida ese lenguaje de historias que se mueven.
En vez de preguntar el nombre de un animal, nuevo para mí, pedía que me contaran su cuento. Y a nadie le parecía extraño. Las lenguas más tímidas se desataban con gusto hablando de sus pericos o de sus gatos. Para mí, un animal sin cuento era tan triste como las personas llenas de prisa que veía pasar por la calle, que parecían venir de ninguna parte y correr hacia ningún lado, todos los días, puntualmente. Un animal sin cuento se reducía en mi estima al nivel de un humano desconocido. Era como uno de esos extraños con los cuales los niños no deberíamos hablar. Aún no sabía descifrar en ellos el misterio, el cuento oculto que cada quien es.
Mis primeros vecinos, que me parecían terriblemente ostentosos, no paraban de hablar de sus dos perros brabucones y de las hazañas que cada uno había realizado. Pero sus mascotas eran tan antipáticas, ruidosas y llenas de gases como ellos. Me mostraban que cada animal tiene dos historias por lo menos, una simpática y otra menos, como dos lados de la misma moneda. Y que contando con insistencia una cara se desvela poco a poco la otra, muchas veces sin darse cuenta. Cada perro, pensaba, es un acopio de historias múltiples y simultáneas que se mueven esperando ser descubiertas, reconocidas. Una historia tal vez por cada pata. Y así comencé a interesarme en los cienpiés y otros interminables misterios vivos del agua, la tierra y el aire. Animales sorprendentes que nadan o vuelan o caminan.
Hasta que me llegó el momento de preguntar si había animales del fuego. Y ahí comenzó para mí la otra literatura de animales, la que ya estaba en los libros. Mis padres me contaron y leyeron descripciones de un deslumbrante trío de fuego: la Salamandra, el Dragón y el Ave Fenix. Después de eso, los primeros animales de la escuela me parecieron necesariamente planos, algo tediosos.
Nunca me interesaron especialmente los animales de las fábulas que me leían en clase, por cierto con un dedo levantado: un índice agitado como una regla al aire señalándonos. Había siempre en esos cuentos la necesidad de dar lección. Un animal con moraleja era para mí una profesora severa, una monja adusta disfrazada de animal pero siempre dejando ver abajo del disfraz la larga cola de reptil que arrastran los humanos aburridos y poco sutiles. Un animal didáctico es muy poco animal, es un ser degradado.
Y los animales protagonistas y héroes de las películas infantiles y de la televisión eran casi siempre arruinados al final por un afán de volverlos demostración: animales ejemplo de valores humanos. Pobres animales buenos y trabajadores, valientes y fieles a ultranza, estúpidamente admirables. Muchísimas veces también cursis: extrañamente repletos de un sentimentalismo que, según recuerdo, conmovía más a los adultos que a los niños. Tal vez por eso después, e incluso ahora, tampoco los grandes héroes de la Historia me han parecido nunca de verdad interesantes, del signo ideológico que sean. Los héroes carismáticos, los “grandes luchadores o mártires”, los líderes acicalados o su contrario: bajo la corbata recien comprada y brillante o bajo la barba agreste o bajo el pasamontañas remendado llevan la peligrosa monja didáctica dentro. Son otra triste manifestación unidimensional del conocido y tan escolar animal con moraleja.
Me gustaba del Quijote su poder para mirar los dos animales que hay en cada uno que ven los otros. Y tal vez por eso, en el afelpado Platero yo me obstinaba en descubrir el esqueleto de un asno más o menos rocinante, abultado por la magía del poeta quijotesco que nos lo contaba. Me interesaban los tres animales: el asno carismático, su esqueleto oculto huérfano de Sancho (es decir, el mismo asno sin carisma) y el poeta medio asno y medio brujo enamorado del asno.
Pero ninguna historia de amor pasional por los animales me parecía más interesante que aquella que descubrí en un libro ilustrado por mi padre. Lo vi dibujar durante días a un hombre que se podía convertir todo él en lluvía para mojar el cuerpo de una mujer que le gustaba. También se podía convertir en rayo, en ave, en viento. Y vi con sorpresa a una mujer que se enamoraba de un ganso.
Mi padre me explicó luego, ante mis preguntas insistentes, que no era ganso sino cisne, y que adentro del cisne no había un hombre sino un dios. Me fascinó el poder de ese dios antiguo para convertirse en animal y así seducir a la mujer que lo volvía loco y que obstinadamente lo rechazaba en su cuerpo perfecto, divino. Que un animal fuera mucho más atractivo que dios me parecía un buen principio.
La historia de Zeus transformado en cisne para seducir a Leda fue creciendo en mí con los años hasta adquirir cualidades cada vez más sensoriales que anecdóticas. Y la historia estalló en una bestial noche húmeda de mi adolescencia: fui cisne y al despertar mi boca olía a ella. Mis piernas estaban muy humedas, mojadas por la Leda adolescente que me hacía soñar así. Me gustaba imaginar también que ella, muy feliz en secreto, amanecía con un par de mis plumas blancas secándose en su mano y entre sus piernas.
Mucho antes, entre mis tres y cinco años de edad, fuimos a vivir al desierto del norte de México. Donde lo menos que esperaba era descubrir tantos animales que contaban cuentos simplemente con las huellas de su existencia y su relación peculiar con los humanos.
Mi asombro no tuvo medida cuando vi cómo jugaban ahí los niños: atrapaban unos escorpiones o alacranes grandes y casi transparentes atándolos por la cola con cuerdas delgadas. Los colgaban en el aire lejos de su cuerpo para evitar los temibles piquetes de la cola. Luego trazaban un círculo en la tierra y, sin desatarlos pero dejándolos moverse los ponían a pelear unos contra otros hasta que se mataban. La mezcla de miedo y fascinación que sentía me llenaba de un escalofrío que todavía recuerdo con detalle. Mi madre enfureció asustada al descubrir aquel juego y me contó la historia de una tía abuela que, siendo niña, murió picada por los escorpiones que durante semanas cuidó y alimentó a escondidas de sus padres abajo de su cama, en el pueblo oásis de Alamos, Sonora. Hace poco llegó a mis manos un cuaderno donde mi bisabuelo anotaba acontecimientos importantes de su vida. Ahí figura la muerte de esa niña, dice él, “devorada por su jardín de alacranes”.
A mi padre le gustaba la caza. Y un indio Yaqui, Pedro, era su compañero de caminatas y su guía. Había simplemente que cruzar la calle frente a nuestra casa para que la vista se perdiera 180 grados en un universo de cactus y arena hasta el lejanísimo horizonte. Muchas veces me llevaron con ellos y, con infinita paciencia, me mostraron cómo leían las huellas, el alfabeto de los habitantes del desierto.
Aprendí a distinguir los restos fecales de cada animal por su forma y tamaño. Por su olor y consistencia podíamos saber qué había comido y hacía cuánto tiempo. Por lo tanto deducíamos por dónde había pasado y, tal vez, a dónde se dirigía. Era posible saber si tenía la costumbre de beber en un ojo de agua o si había chupado el rocío depositado al amanecer sobre las espinas más largas de algún cacto. Pedro identificaba por sus costumbres y recorridos a los animales que ya había perseguido otras veces. Y podía esperarlos durante horas en algún sitio; parecía tener cita con ellos. Sabía en qué cañada cruzada de vientos las liebres, para enfriar su sangre, iban a extender sus largas y delgadísimas orejas, casi transparentes pero visiblemente cruzadas de venas.
Podíamos darnos cuenta algunas veces de que otro animal de presa, más grande, iba detrás del que nosotros seguíamos. El también lo observaba buscando el momento de atacarlo. Pero más de una vez, al regresar a un lugar recién visitado, por las huellas nuevas comprendíamos de golpe que el animal que creíamos seguír nos observaba muy sigilosamente sin que pudiéramos verle: nos estaba cazando.
Y si un animal perseguido demostraba una inteligencia especial había que dejarlo en paz. Porque para Pedro, con mucha certeza, algo sobrehumano habría en esa bestia aparente. Me decía que algunos animales también son dioses o espíritus poderosos que era necesario respetar. En una buena parte de la literatura de los antiguos mexicanos, en diferentes pueblos y culturas prehispánicas, pero incluso en leyendas actualmente vivas, los animales son seres de transición entre el mundo que vivimos y el inframundo o el supramundo: seres duales, puntos de contacto entre nosotros sobre la tierra y los dioses o los muertos. Los animales son también guías de excepción hacia los mundos invisibles y son almas gemelas. Son también, para algunas culturas, la medida del tiempo. El año conejo, se dice, por ejemplo, en el mundo nahuatl.
En toda mesoamérica, el extenso territorio que cubrió el imperio azteca, desde el norte de México hasta el sur de Centroamérica, se conserva la creencia en el nagual: ese animal casi siempre invisible y algunas veces aparecido que acompaña inseparablemente a cada persona desde que nace; y que la cuida o la pierde. Cada quien tiene su nagual, aunque no lo vea. Pedro decía que el suyo era un cierto gato montés que siempre merodeaba sus pasos en el desierto pero que nunca había logrado siquiera ver. Una vez lo oyó pisar ramas secas. Fue lo más cerca que estuvo de percibirlo.
Una noche muy fría que pasó a la intemperie dentro de un saco de dormir, una serpiente de cascabel se metió a su lado. Son temibles y muy venenosas. Despertó cuando la sintió enrollada en una pierna y sobre su estómago. Pero no podía moverse. Si estornudaba o suspiraba profundamente lo mordería. Contaba que fue la fuerza de su nagual, el gato montés, lo que le permitió estar tanto tiempo quieto como felino al acecho. Pasaron varias horas, hasta que el sol calentó lo suficiente como para incomodar a la serpiente y motivarla a deslizarse fuera del saco. Pedro, que entonces tenía veinte años, salió luego del mismo saco con el pelo completamente blanco. Como si cada hora se hubiera convertido en décadas al cruzar lentamente por su cuerpo.
Y como mi padre, por herencia familiar también tenía el pelo extrañamente blanco desde muy joven, Pedro lo veía con cierta hermandad que en su mente pasaba por lo animal. Como si hubiera querido confirmarlo, al día siguiente mi padre se cruzó con la serpiente a la entrada de la letrina de casa y la mató. Pedro decía que era la misma, con sus nueve cascabeles inconfundible en la cola. “Nunca podré olvidarla, todavía recuerdo en la piel de la pierna cada una de sus escamas”. Esa breve torre de cascabeles fue mi regalo y durante muchos años la tuve conmigo.. Señalaba que la serpiente había cambiado de piel nueve veces. Y yo pensaba que me protegería de nueve peligros, de nueve accidentes o enemigos. La llevé por años en mi bolsillo, envuelta en un pañuelo.
Pedro nos llevó a unas cuevas en la montaña donde hace miles de años unos habitantes, de los que no se sabe casi nada, grabaron en las piedras escenas aparentemente rituales donde hombres y mujeres rodean a una serpiente roja con cabeza de venado. Ser mixto, sobrenatural por excelencia, antecedente muy lejano de la Serpiente Emplumada que muchos siglos después obsesionaría a los aztecas, a los misioneros cristianos, a los arqueólogos, a los antropólogos y hasta los escritores que como D. H. Lawrence le han dedicado libros telúricos.
No menos misteriosos y apasionantes me parecían en el desierto los extraños animales fósiles que abundaban en esa zona, con su testimonio obsesivo de que toda aquella sequía fue alguna vez fondo del mar. No podía dejar de sentir que los ojos petrificados de esos seres excepcionales llamados Trilobites me miraban desde una antiguedad sin medida, como queriendo decirme algo, como pidiendo una respuesta que yo no alcanzaba a descifrar, contándome una historia que algún día tal vez escribiré para aprender así a escucharla. Desde entonces me obsesiona leer sobre esos animales de piedra que con un antropocentrismo inocente y pedante llamamos prehistóricos. Como si la vida, que es tan anterior a los humanos, no tuviera una historia que mereciera ser contada. Y hasta los animales convertidos lentamente en roca tienen un cuento que contar.
Ya para que llegue hasta nosotros cada uno de esos fósiles se requiere una peculiar cadena de acontecimientos y de azares: una historia que es para nosotros un tremendo misterio, tal vez no menos importante que batallas, golpes de estado, anexiones de territorios, etc. Algunos animales de épocas tan remotas sobrevivieron transformándose, otros lo hicieron por no haber cambiado nada. Los espectaculares Límulus o Cangrejos Herradura que una vez al año se reproducen masivamente en las playas de Nueva Inglaterra (y mucho menos pero también en las de Yucatán), son fósiles vivientes. Son bellos y horribles al mismo tiempo. Pero no son cangrejos, aunque su nombre común insista en ello. Son arácnidos de mar aislados de cualquier cadena evolutiva. Tienen diez ojos y una larga, muy dura cola inofensiva que parece una lanza. Y su extraña sangre azul, resistente a los enemigos como ninguna otra, es muy útil en la fabricacción de vacunas y en las investigaciones sobre inmunidad. Estos Límulus han apasionado sin medida al reconocido artista anglomexicano y catalán Brian Nissen marcando su obra y de paso dejando su huella en la historia del arte. Pero la historia de esa pasión tiene algo de enigma más profundo porque es como si estos seres milenarios, que por cierto tienen sexualidad externa, hubieran seducido estratégicamente al artista, quien con su obra ha llamado la atención de muchas personas y organizaciones encendiendo así una luz de alarma sobre el peligro de extinción de esta especie. La lógica de sobrevivencia de estos animales es transhistórica y nos rebasa. Si algunas flores tienen que seducir a otros animales para ser fertilizadas y reproducirse, ¿por qué no considerar que los fósiles vivientes ejercen una sexualidad externa pero profunda con los humanos para seguir existiendo?
Me interesa siempre, como una historia de amor excéntrico, la pasión de los artistas por ciertos animales que cruzan con frecuencia sus obras y se convierten en parte de ellos, de su autorretrato: los engolados minotauros de Picasso, las frágiles aves de Braque, para mencionar dos extremos. El mexicano Francisco Toledo ha poblado sus cerámicas, dibujos y cuadros con un universo fascinante de conejos con erecciones gigantes, cangrejos y cocodrilos. Observa a los animales desde dos perspectivas simultáneas, desde arriba y desde un lado, mezclando arte occidental con recursos de artes tradicionales como la de los aborígenes autralianos. De ahí que con frecuencia sus animales parezcan volar, como las vacas alucinadas de Marc Chagall sobre los techos de los poblados rusos. Toledo ilustró, con extrema fidelidad a su propio universo animal, el ya clásico Manual de zoología fantástica de Jorge Luis Borges. Avatar notable de ese género, el de los bestiarios: esos recuentos de la otredad y del asombro que cuando quisieron ser naturalistas al hablar de los nuevos continentes recien descubiertos en otros siglos fueron bestialmente fantasiosos. Porque la otredad de la naturaleza animal siempre nos parecerá fascinante e ilimitada en sus posibilidades. Cada animal es infinito, es emblema de lo posible.
Por eso no debe extrañarnos la afirmación del zoologo mayor de lo literario diminuto, Augusto Monterroso, cuando afirma en su sabio tratado sobre el Movimiento perpetuo: “Hay tres temas: el amor, la muerte y las moscas. Desde que el hombre existe ese sentimiento, ese temor, esas presencias lo han acompañado siempre. Traten otros los dos primeros. Yo me ocupo de las moscas que son mejores que los hombres, pero no que las mujeres.”
Imaginemos aquella escena fundadora, (según el psicoanalista clásico J. Lacan), en la cual el niño se ve por primera vez en el espejo y con esa percepción comienza a construir su identidad. Modifiquemos la escena y aceptemos que el niño, entre dos parpadeos, se ve a sí mismo a ratos como un animal. Ese espejo sincero nos habla todos los días, si nos damos cuenta. El animal en nosotros aguarda siempre para ser contado.
El animal: lo que somos abajo de la piel, o lo que radicalmente creemos que no somos cuando la mosca inquieta en el oído nos hace girar de golpe y se rompe el espejo.
Cuando estamos en alguna biblioteca muy grande, e incluso en algunas francamente pequeñas, si guardamos el debido silencio se escucha a lo lejos el ruido de los animales corriendo por dentro de los libros de un extremo a otro de los estantes que albergan cuanto se ha impreso. Los animales habitan las bibliotecas porque habitan la literatura y varios otros terrenos tipografiados y encuadernados. Pero invocando el placer absoluto de contar cuentos por encima de la erudición zooliteria, escuchemos también a los otros animales literarios, a los que no han sido impresos y dan sus pasos al ritmo de los nuestros, nos cuentan sus historias y dialogan, se perfilan por contraste o similitud, con los animales ya impresos. Porque, continuando con el giro bestial que nos guía, aceptemos que leer cuentos de animales se convierte en un aprendizaje vital: es un acceso a nuestro elemental y más profundo abecedario. Es aprender a ver el rincón obscuro de nuestro espejo.
Recordemos que todo animal es un cuento en movimiento que gira para morderse la cola. Si sorpresivamente sentimos el mordisco somos ese animal y debemos comenzar a contar, cantar, escribir o aullar nuestra historia, como le sucedió a un tal Gregorio Samsa al despertar aquella mañana…
•Prólogo al volumen: Parientes lejanos. Cuentos de animales. Antología. Editorial Páginas de Espuma. Madrid. 2003.