Alberto Ruy-Sánchez
ALCES EN BRAMA
o
MI LIBRO ERÓTICO FAVORITO
Cuando finalmente llegamos al Centro de las Artes, en lo más elevado de las Montañas Rocallosas canadienses, un arcoiris doble se apoderó del cielo por encima de las crestas nevadas de las montañas. Era un majestuoso gesto de bienvenida que nos daba esa naturaleza desmesurada.
Habíamos viajado durante dos horas en automovil desde las planicies, subiendo sin cesar hasta quedar completamente rodeados por esa inmensidad de piedra que parecía arañar el cielo. El Centro estaba en medio de un bosque protegido por la ley como una reserva biológica donde los animales de todo tipo circulaban entre nosotros. Especialmente venados y alces. En el camino vimos un inmenso oso negro escondiéndose entre los árboles. De otro tipo de oso, del Grizly, había oído las historias más temibles. Corren más rápido que un caballo y atacan con su garra enorme directo al corazón. “Justo como algunas personas que conozco”, dijo una de mis amigas.
Al entrar al cuarto que me asignaron lo primero que llamó mi atención fue una circular preventiva:
“Tenga cuidado de los alces porque ahora están en celo. Su periodo reproductivo los hace hipersensibles y agresivos. Nunca los mire a los ojos.” Pronto me daría cuenta de que la misma regla se aplica también a ciertas personas.
Para asistir a la primera sesión de nuestro Congreso tuve que cruzar un prado donde los alces comían despreocupadamente. Me costaba trabajo pensar que una mirada mía pudiera perturbarlos. Así que, escéptico, no tuve mucho cuidado de evitar sus ojos y casi los buscaba seguro de que nada podría producir yo en ellos.
Pero luego me contaron que los alces son tan obsesivos con sus deseos que la noche anterior violaron a unas vacas de plástico hechas con gran destreza por una artista, Maris Bustamante. Las había puesto a la intemperie, en un prado que tiene forma de escenario, justo al pie del ventanal enorme de los comedores.
¿Como podían dejarse engañar por el plástico? No fueron precisamente engañados. Su olfato es excelente. No cabe duda que los tentaba lo desconocido y estaban dispuestos a aparearse con cualquier cosa. Dispuestos a creer en cualquier cosa. Pensé que los humanos no somos muy diferentes. Y tal vez los alces tienen más imaginación de la que suponemos. Esos objetos de arte contaban una historia que los alces creyeron completamente.
Pensé que, si tenemos suerte, los libros producen en nosotros ilusiones similares, instintivas como esas que las vacas de Maris tal vez produjeron sobre los alces desbocados.
En todo caso, en esa ocasión recibí varias lecciones y conocí el más interesante de los libros eróticos que han caído en mis manos. Me lo dio una mujer. Tuvo en mí ese efecto extraño de borrar de golpe la impresión latente de todos los demás. Exactamente como sucede siempre que uno tiene la suerte de hacer el amor con tanto asombro y felicidad que se tiene la sensación de no haberlo hecho nunca antes.
Es tan fuerte el vértigo de sentirse iniciado por primera vez a una nueva dimensión de la vida que, cuando se repite incesantemente se convierte en un vicio, en un valor absoluto. Y uno comienza ya a no hacer nunca el amor buscando el orgasmo o cualquier otro placer imaginable sino insistiendo en el afán perverso de descubrir ese instante irrepetible e impredecible que de pronto nos hace ser los primeros amantes, incluso con la misma persona que se ha vivido esa sensación muchas veces antes.
Y uno va aprendiendo a buscar ritualmente detrás de los gestos conocidos, la entrada a lo radicalmente revelado, a lo inesperado cuya plenitud nos conmociona. La misma mano, los mismos labios, las mismas piernas se cubren y se llenan de una cosa extraña que está hecha del delirio amante (que siempre es distinto y caprichoso) y empiezan a moverse con músculos ocultos. Con los músculos del deseo que en el acto del amor imagina y actúa simultáneamente confundiendo esos dos pasos.
Estábamos en esas montañas tan altas que parecían colgar del cielo más que subir desde la tierra. Y arriba y abajo la nieve cubría todo. A todos nos fue invadiendo una sensación de vivir fuera del tiempo, en un espacio inusitado. El mundo se había pintado de blanco .
Era un Congreso sobre las distintas maneras que tiene el arte de contar historias. Y uno de los temas era “El libro erótico”. En una de las sesiones cada quien tenía que llevar un ejemplar para discutir entre varios sus formas y contenidos.
Nos separamos en pequeños grupos para mostrar nuestros ejemplos. En el nuestro, formado por seis personas, llegamos a un momento en el que nos parecía que todo lo discutible y lo admirable estaba ya sobre la mesa. Sólo faltaba la presentación de una artista joven, excepcionalmente bella, que nos miró sonriendo mientras dijo: “El único libro erótico que tengo es el de mi vida, el de mi cuerpo”. Y comenzó a desvestirse y a mostrarnos y pedirnos que tocáramos en su garganta la cicatriz de la traqueotomía que le hicieron al nacer. Poco a poco fue orientando nuestras manos por cerca de treinta cicatrices que aquí y allá se ocultaban en su cuerpo mientras nos contaba emocionada y con palabras casi contadas, como en un poema, cada historia que la había marcado, literalmente. “Y no soy la única que ha hecho de su piel un libro”. Nos mencionó una película famosa donde la artista Linda Steel contaba así su vida: desnuda frente a una cámara y enumerando cada accidente que la vida le había dejado en la piel.
“Ahora el capítulo final”, dijo con perturbador entusiasmo mientras hundía los dedos en su pubis muy tupido, extraño, inquietante.
Y como si abriera una cortinita de vellos, desplegando también sus labios anchos y suaves, nos mostró las casi imperceptibles huellas de la operación gracias a la cual cumplió desde muy joven su deseo de dejar de ser hombre y se convirtió en una mujer bellísima.
Sus labios vaginales eran esplendorosos, como una orquídea carnosa, su clítoris discreto se volvía abultado e hipersensible incluso a nuestros soplidos y al calor de la cercanía de nuestras manos. Su vagina, delicada y cambiante, profunda y fuerte, era capaz de estrangular nuestros dedos pero también de arroparlos suavemente como si los envolviera una lengua redonda.
Las tres cicatrices largas y muy delgadas que corrían de la boca de la vagina hacia adentro apenas y eran perceptibles por mis dedos. Orientado por ella las toqué y creció en mí la sensación de verlas claramente, de mirar la perspectiva que formaban perdiéndose en el fondo. Era como el llamado de un abismo para los suicidas extremos. Estaba mirando con las manos. Mirándola por dentro.
Y cuando mis ojos se cruzaron con los suyos comprendí de lleno a los alces. Me convertí por unos instantes en un cuadrúpedo enorme trotando sobre sus colinas y entre sus bosques, rascándome en sus árboles, perdido en la noche de su cuerpo. En el segundo de un parpadeo tuve otra vida. Una que se agotaba en su cuerpo.
Al vestirse de nuevo nos dijo como conclusión de sus ideas, que por cierto he ido confirmando todos estos años: “un buen libro erótico nunca se cierra, sigue vivo en las manos y en los ojos de quien bien gozó sus formas”.
Al regresar al auditorio con los otros grupos cada uno hizo un resumen de lo más notable que habíamos discutido. No hubo duda que ella debería relatar nuestra experiencia. Y para continuar asombrándonos tanto como antes, ella contó detalladamente en público cómo nos había hecho leer su cuerpo con las manos y creer una historia de transexualidad que no era cierta. Pero que su arte nos la hizo verosímil e inolvidable. Como un buen libro erótico. Ese es desde entonces mi libro favorito.
Al salir, ahora sí, tuve mucho cuidado de no mirar a los ojos de los alces.
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Ilustración: página del Laudibus Sanctae Crucis, del año 850