Alberto Ruy Sánchez

 

El amor sin sentido

y los sentidos

 del amor

 

Mi pésima memoria me hace perder tantos detalles y datos y palabras. Pero nunca he podido olvidar el olor o los olores de una mujer amada, la luz sobre su cuerpo, su voz en situaciones extremas, el sabor de su saliva y la sensación de su piel en mis dedos exploradores de sus más profundos secretos.

Algunas veces, de noche tal vez o en el espacio ambiguo y extraño del despertar, siempre en el momento menos esperado, me asalta una avalancha de sensaciones amorosas que se vuelven algo más que recuerdos: soplidos sobre el carbón medio dormido que alimenta a la flama de mi cuerpo. Soplido que la levanta en mí, vertical, autónoma casi en mi cuerpo tendido. Pierdo la respiración y abro los ojos sin abrirlos navegando en el mar de los sentidos del amor.

Y yo que olvido tantas cosas, nunca olvido otra impresión que en principio debería ser todavía más fugaz que las mencionadas antes: la sensación precisa que cada persona imprime en mis músculos durante la extraña geometría danzante que construyen los cuerpos enamorados al anudarse. Y hay en el amor algo todavía más fugaz que es distinto en cada persona y en cada relación; y que obsesivamente recuerdo: el camino invisible que un cuerpo le traza al otro para ir juntos en esa búsqueda. Una especie de canto mudo de los cuerpos que se hace a dos voces, que se siente como el entendimiento asombrado y asombroso de dos pulpos dándose indicaciones amorosas con los tentáculos. Si se escucha con atención y se participa con delicadeza en este canto extraño, nunca hacer el amor se vuelve algo repetitivo o rutinario. Nunca se apaga la llama del amor.

Ese canto combustible, renovador de todas las energías vitales, el canto profundo de los cuerpos amándose es el verdadero mapa del amor. Y se escucha, se toca, se huele, y hasta se piensa. Porque darse cuenta de que existe es también una forma de lucidez amorosa. La inteligencia que sabe descifrar los signos del cuerpo amado en su diálogo con nuestro cuerpo. Inteligencia que no puede operar sin los sentidos.

En el amor no hay sensaciones profundas sin ideas. Y no hay ideas profundas separadas de sensaciones. La separación entre lo racional y lo sensorial es cultural, histórica y tiene un antiguo y renovado fundamento religioso. No es natural.

Los sentidos y el amor tienen a la cabeza de su lado, no la pierden, ella es soberana en su entrega amorosa. Aunque para algunos el amor desquicia por darle primacía a los sentidos. Quienes piensen así no se dan cuenta de que la razón está entrelazada con ellos. En el amor los sentidos y la razón son alas del mismo pájaro cuando este vuela.

 Pero se trata de otra razón, una evolucionada, más sensible, menos frigorífica y engañada en la ilusión de su pureza, de su impermeabilidad imposible. Una razón atenta a las razones o sinrazones de la persona amada. Una razón para muchos desquiciada: enloquecida.

Pero algunos creemos que el amor es loco o no es amor. El apostol contemporáneo de esta creencia es André Breton, quien incluso utilizó la expresión para titular una novela que puede ser leída como un testimonio poético y desgarrador de la pérdida de la razón al caer bajo los poderes absolutos de una mujer. En ese libro inclasificable, El amor loco, Breton, o más bien el narrador enamorado, habla de estar bajo una tormenta: la mujer se convierte en el ser único que trastorna no sólo a la cabeza sino a todos los sentidos. El amor nos sitúa en el ojo del ciclón. Se vuelven inútiles todas las pruebas que nos ofrece la vida de que esa mujer no es el centro del universo. No importa si son pruebas sensoriales o racionales, ninguna cuenta.

La belleza de esa mujer se vuelve “convulsiva”, es decir, reboltosa, trastornadora: le da vuelta a todo. Y eso se refiere tanto a lo que vemos, olemos, oímos, tocamos, probamos, sentimos en general; y a lo que pensamos. Ni siquiera importa que la belleza de esa mujer sea objetivamente defectuosa y discutible. Para el enamorado, esa mujer que ve y ocupa su mente, que le fascina, es la encarnación de la belleza absoluta. Es una revelación.

El amor se apoya en los sentidos, se embriaga en ellos, levanta su torbellino girando sobre los sentidos. El amor así agitado piensa de acuerdo a esa agitación: su razón lo embriaga más que los sentidos porque no hay nada más enloquecedor que la lógica obstinada, que la razón dando argumentos para defender el sentido de su movimiento.

Entonces es cuando el amor se apoya en los sentidos y en la razón pero con el fin de ir más allá de ellos, de trascenderlos: la persona amada se convierte entonces en algo instantáneamente sagrado, fuera de lo común y terreno: cada enamorado sincero, radical, está fundando una especie de religión.

Y la herejía absoluta consiste en saber que se trata de una religión fugaz. Que hay que volver a fundarla cada día a cada momento.

La ciencia enfatiza el caracter biológico de la atracción humana y cada vez son más profundos los estudios sobre los sentidos y el amor. Que desde el punto de vista científico es amor reproductor. De ahí que el estudio de los “feromonas”, las sustancias olfativas que secretamente percibimos todos los animales y los humanos  al atraernos, ocupe tanto la atención.

Por su parte la filosofía enfatiza el sentido del amor negando con frecuencia, no siempre, la importancia de los sentidos. La poesía, en mejor posición para ocuparse del amor, hace acopio de los miedos y los aciertos de la ciencia y de la filosofía centrando su exploración del amor en el asombro, en el surgimiento de lo excepcional en la vida. Pero no hay asombro sin los sentidos y no hay verdadero y radical asombro de los sentidos que no se vuelva sentido de la vida.

El erotismo, que significa afirmación de la vida en contra de todas las afirmaciones de la muerte que nos rodean, es a la vez afirmación de los sentidos. Es mi sentido de ser como autor y como persona. O lo que casi es lo mismo, mi manera de ser con/sentido: amado. •