Vuelves a mí,
al
abismo de mis manos,
a la orilla
del sonido
de
la sangre
de mi cuerpo,
y me dejas escuchar los pasos
veloces
de
la tuya.
Pego el oído
a
tu piel
(la mía es la prisión
de tu presencia)
y escucho en ella
el murmullo
de un río en la noche,
los secretos en tumulto
de
un corazón
que ya no late
hacia
mí.
Pones tu sonrisa en las manos de mis ojos,
pones
tus manos en mis hombros,
tus pies
se enredan
en mis piernas,
se
anudan
como
serpientes en celo
y tu mente
en
el mar de aquel olvido
donde flotan
nuestras
frases
nuestros quejidos
nuestros
anhelos
de
eterna conmoción
nuestra certeza
de
ser indisolubles.
Te vas así
cuando
te acercas
y al irte
me
dejas
más
cerca de ti.
Mi piel es la prisión
de tu presencia
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