Los nombres del aire:
Un sensual paisaje exótico

JAVIER APARICIO MAYDEU

   

Satisfizo a Octavio Paz tanto como a Severo Sarduy, y le valió a su autor, el mexicano Alberto Ruy Sánchez (México DF, 1951) el valioso Premio Xavier Villaurrutia. Los nombres del aire (1987) se reedita con muy buen criterio, habida cuenta de que en estos enrarecidos tiempos de demonización del Islam una novela como ésta, concebida a modo de homenaje a la cultura y la civilización árabe, viene a resultar una suerte de bálsamo.

Para regocijo de quienes gustan de la fusión de culturas y la meécolanéa de géneros, Ruy Sánchez ofrece en su ópera prima un estimulante injerto de la lírica en la novela y del imaginario árabe en la sensibilidad latina. Su objetivo literario no es otro que la exploración del deseo, y se vale para cumplirlo de la invención de un espacio imaginario, la ciudad de Mogador -onírica metáfora de Al Andalus- y del despliegue de un estilo poético, trufado de recurrencias, de écfrasis y de sinestesias, que el propio autor ha denominado "prosa de intensidades", y que sustenta el caudal de voces y deseos entretejidos en el texto hasta formar una figura geométrica como la que observa la protagonista Fatma en la celosía que oculta su alma a los voluptuosos habitantes de Mogador.

No se busquen aquí, no obstante, abalorios verbales, gratuitos arabescos o escenarios de cartón-piedra como los que en ocasiones se le brindan al lector para disfrazar con ellos un puñado de tópicos acerca de una cultura exótica que a todas luces se simula pero se desconoce. Nada más lejos de una chinoiserie que Los nombres del aire, minuciosa narración de la que ni una sola línea ha sido escrita a humo de pajas. Ruy Sánchez sabe lo que se trae entre manos, conoce la mística sufí y sus símbolos (el pájaro solitario, por ejemplo, cuyas virtudes cantara Juan Goytisolo), construye sobre la base de una estructura especular y concéntrica arraigada en la tradición literaria árabe, se sirve de la narración oral que inventan los halaiquís o cuentistas de zoco, y describe con inusual plasticidad un sensual paisaje exótico que, leídos los primeros capítulos de su relato en forma de suite musical, consigue que no nos resulte ajeno. "Olemos el aroma yodado del mar del puerto de Mogador", advierte Luce López-Baralt, la prestigiosa arabista que avala hasta la última palabra de la novela, asomándonos a los baños públicos convertidos en voyeurs ("Àqué era el hammam por la mañana? Grito, pastilla de jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas, un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en labios gruesos, un duraéno mordido...", página 47), de tal modo que un halo de veracidad se adueña del relato. Con todo, es su excepcional talento para transmitir la tensión emocional, el silencio cómplice entre sus personajes, el misterio del deseo, lo que cautiva poderosamente. Ruy Sánchez transmite sobre todo aquello que ni se ve ni se escucha, transmite lo que se siente, y ahí reside su mejor condición de poeta, puesta de manifiesto también en En los labios del agua y Los jardines secretos de Mogador (2001), los otros dos relatos que componen la trilogía que inició Los nombres del aire, y en la que van y vienen a la memoria las correspondencias simbólicas de Baudelaire, poeta que Ruy Sánchez tiene muy presente, pero también, como dejó dicho Sarduy, las páginas costumbristas de Pierre Loti y la pintura arabista, luminosa y mítica, de Delacroix a Fortuny y Matisse. Su literatura nace en el objeto pero muere en el sentimiento, como la naturaleza muerta se vuelve metafísica en el barroco, al que pertenece la novela aunque sólo sea porque en sus páginas los demonios del amor, el deseo y la carne aspiran siempre a conocer la experiencia espiritual.

Publicado en Babelia, de El País. Junio 2004.



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