En las
calles de París, cruzando el Sena casi todos los días,
corrió una parte de mi vida. Tenía veintitrés años
y ahí se convirtieron en treinta.
No
puedo encontrar ahora la imagen que sintetice de golpe el pausado caudal de
emociones de ese tiempo. Pero recuerdo que una tarde de otoño, desde una
banca en la punta de l’île Saint-Louis, mirando a lo lejos las
quimeras de la Tour Saint-Jacques, me di cuenta de que si es cierto que la vida
de cada persona es como un río, el mío cruzaba París
tejiéndose para siempre con el Sena. Ese río de mi nueva ciudad,
gris y plata como su cielo, era tocado, tal vez a perpetuidad, por la mano
mágica de los sauces. La magia estaba en su belleza. Y el poder de sus
dedos vegetales me entraba suavemente en la piel. Adentro me crecería de
maneras inesperadas, caprichosas e intensas aunque no siempre felices.
El río fue testigo de mis
alegrías más profundas, de mis anhelos más elementales, de
mis temores y tristezas. Me hice al vicio de sus orillas. Y llegó de vez
en cuando el momento en el que todos mis afectos, para bien o para mal,
escaparon a la deriva cuando creció, devoradora, su corriente. Porque el
Sena es de ese tipo de ríos que, si no te ahogan cuando te llaman, te ayudan
definitivamente a vivir.
En París descubrí nuevas
dimensiones del amor pero también de la melancolía. Sus calles se
volvieron imagen cifrada de los laberintos del deseo: mapa cambiante de mis
afectos. Aprendí a nutrirme de los rostros inesperados de la belleza
multiforme a la vuelta de cada esquina, y a compartir mis días y mis
sueños y mi cuerpo con una mujer. Un amor y un deseo que dura, que
misteriosamente se renueva como un río delirante y que, dónde
quiera que vaya, prolonga el aspecto luminoso de ese intenso fuego de
París que corre bajo sus espejos.
Porque, aparentemente quieto, el Sena
alimenta a la ciudad de sí misma como un espejo. París se sabe
bella; se mira y se mira. Hasta que con una ligera mueca descubre que bajo la
superficie del agua se oculta la obscuridad veloz y ardiente de sus venas. Y
aprende, y nos enseña, que hasta lo terrible puede habitar al fondo de
la belleza extrema.
En París conocí el placer
de las ideas y el de las formas paradójicas y sutiles; en el arte y en
la vida. París fue mi iniciación y mi enseñanza,
lección de vida y promesa, idea y afecto convulsivo, sabor y saber y
anhelo en cada bocado, en cada paso, en cada imagen y en cada página.
París fue mi ensayo, mi novela y mi poema.
Su fuego corre para mí en sus calles
y plazas y jardines y pasajes y muelles y restaurantes y galerías y
cines y cafés y mil obras de arte y librerías. Corre intensamente
sobre todo entre la gente que quiero y vuelvo a ver de vez en cuando en un
ritual que es una fiesta. Y corre en cada sorpresa que la ciudad siempre me
ofrece.
Avanza incluso bajo tierra en una
corriente personal y secreta que ilumina mucho de lo que desafía a la
muerte: va de un cementerio en el norte a otro en el sur, latiendo desde la
tumba medieval de esos enamorados más allá del tiempo que se
llamaron Abelardo y Heloisa, aflora un instante en el 81 de la Rue du Temple,
donde vivimos años luminosos, y otro muy cerca, a lo largo de la Rue des
Rosiers: poblada para siempre por mis Demonios de la Lengua. Pasa por la esquina de la Rue des
Écoles, justo donde fue atropellado Roland Barthes cuando se
dirigía al College de France a preparar la lección que ya nunca
escucharíamos, y sigue corriendo bajo tierra hasta calentar como una
fuente de sorpresas la moderna tira de piedra que en Montparnasse nos recuerda
a Julio Cortazar, el mítico abuelo cada día más joven y
más alto, más cerca del cielo, que tantas veces vimos cruzar el
Sena sobre el Pont-Neuf, delante de nosotros, mucho antes de que el propio
río de su vida devorara apresurado sus pasos. Nunca sus palabras.
Ese rayo subterráneo recorre
veloz medio París, del Parc Montsouris, con sus colinas y su lago y su
observatorio morisco antes de que se incendiara, hasta la piedra grabada al pie
de la Tour Saint-Jacques que nos recuerda a Gerard de Nerval cantando los
primeros versos de “El desdichado”, muy cerca de la calle ahora
inexistente donde el autor de Les filles du feu se colgó para cruzar un
río obscuro que sólo el presentía. Esa llama hace remolino
en el umbral ojival del templo de Saint-Merri, donde reina el Baphometo
Templario. Y en el teatro del sótano del Centro Pompidou invoca a Samuel
Beckett mientras dirigía su última obra de teatro. Se detiene en
la Mairie du Troisième, para atender una boda donde la novia lleva un vestido
muy rojo, símbolo de su deseo, y camina trepando hasta Belleville, para
celebrar el calor de la amistad en la Rue Saint-Maur. En un descuido casi vuela
al bosque de Vincennes, busca inútilmente los ecos de las voces
desaparecidas con la Universidad que se fue al norte, y siguiéndola,
antes de llegar a Saint-Denis, se queda de nuevo entre Abelardo y Heloisa, que
lo reciben con los brazos abiertos, como el mito cuenta que el muerto enamorado
esperó al amante vivo en su tumba.
En París me hice escritor:
encontré mi propia voz y aprendí a valorar la dimensión
estética de la vida con todos sus claroscuros. París fue una
puerta abierta a descubrimientos que no cesan y sigo cultivando el asombro de
escuchar la música de su respiración. Su río de agua y sus
múltiples ríos de fuego alimentan mis corrientes evidentes y
secretas. Me hacen volver a París hasta sin ir a ella.
* Escrito para el libro de Daniel Mordzinski con sus retratos de escritores latinoamericanos en París. Son suyas las tres fotografías del autor en el cementerio de Montparnasee, 2001. Las dos últimas en la tumba de Julio Cortázar.
LIBROS | BIOGRAFÍA | ANTOLOGÍA | CRITICA SOBRE SU OBRA | ENTREVISTAS | CALENDARIO | MOGADOR