Alberto RUY-SÁNCHEZ

 

Mi ciudad

me ata

a sus corrientes

 

En las calles de París, cruzando el Sena casi todos los días, corrió una parte de mi vida. Tenía veintitrés años y ahí se convirtieron en treinta.

     No puedo encontrar ahora la imagen que sintetice de golpe el pausado caudal de emociones de ese tiempo. Pero recuerdo que una tarde de otoño, desde una banca en la punta de l’île Saint-Louis, mirando a lo lejos las quimeras de la Tour Saint-Jacques, me di cuenta de que si es cierto que la vida de cada persona es como un río, el mío cruzaba París tejiéndose para siempre con el Sena. Ese río de mi nueva ciudad, gris y plata como su cielo, era tocado, tal vez a perpetuidad, por la mano mágica de los sauces. La magia estaba en su belleza. Y el poder de sus dedos vegetales me entraba suavemente en la piel. Adentro me crecería de maneras inesperadas, caprichosas e intensas aunque no siempre felices.

El río fue testigo de mis alegrías más profundas, de mis anhelos más elementales, de mis temores y tristezas. Me hice al vicio de sus orillas. Y llegó de vez en cuando el momento en el que todos mis afectos, para bien o para mal, escaparon a la deriva cuando creció, devoradora, su corriente. Porque el Sena es de ese tipo de ríos que, si no te ahogan cuando te llaman, te ayudan definitivamente a vivir.

En París descubrí nuevas dimensiones del amor pero también de la melancolía. Sus calles se volvieron imagen cifrada de los laberintos del deseo: mapa cambiante de mis afectos. Aprendí a nutrirme de los rostros inesperados de la belleza multiforme a la vuelta de cada esquina, y a compartir mis días y mis sueños y mi cuerpo con una mujer. Un amor y un deseo que dura, que misteriosamente se renueva como un río delirante y que, dónde quiera que vaya, prolonga el aspecto luminoso de ese intenso fuego de París que corre bajo sus espejos.

Porque, aparentemente quieto, el Sena alimenta a la ciudad de sí misma como un espejo. París se sabe bella; se mira y se mira. Hasta que con una ligera mueca descubre que bajo la superficie del agua se oculta la obscuridad veloz y ardiente de sus venas. Y aprende, y nos enseña, que hasta lo terrible puede habitar al fondo de la belleza extrema.

En París conocí el placer de las ideas y el de las formas paradójicas y sutiles; en el arte y en la vida. París fue mi iniciación y mi enseñanza, lección de vida y promesa, idea y afecto convulsivo, sabor y saber y anhelo en cada bocado, en cada paso, en cada imagen y en cada página. París fue mi ensayo, mi novela y mi poema.

Su fuego corre para mí en sus calles y plazas y jardines y pasajes y muelles y restaurantes y galerías y cines y cafés y mil obras de arte y librerías. Corre intensamente sobre todo entre la gente que quiero y vuelvo a ver de vez en cuando en un ritual que es una fiesta. Y corre en cada sorpresa que la ciudad siempre me ofrece.

Avanza incluso bajo tierra en una corriente personal y secreta que ilumina mucho de lo que desafía a la muerte: va de un cementerio en el norte a otro en el sur, latiendo desde la tumba medieval de esos enamorados más allá del tiempo que se llamaron Abelardo y Heloisa, aflora un instante en el 81 de la Rue du Temple, donde vivimos años luminosos, y otro muy cerca, a lo largo de la Rue des Rosiers: poblada para siempre por mis Demonios de la Lengua. Pasa por la esquina de la Rue des Écoles, justo donde fue atropellado Roland Barthes cuando se dirigía al College de France a preparar la lección que ya nunca escucharíamos, y sigue corriendo bajo tierra hasta calentar como una fuente de sorpresas la moderna tira de piedra que en Montparnasse nos recuerda a Julio Cortazar, el mítico abuelo cada día más joven y más alto, más cerca del cielo, que tantas veces vimos cruzar el Sena sobre el Pont-Neuf, delante de nosotros, mucho antes de que el propio río de su vida devorara apresurado sus pasos. Nunca sus palabras.

Ese rayo subterráneo recorre veloz medio París, del Parc Montsouris, con sus colinas y su lago y su observatorio morisco antes de que se incendiara, hasta la piedra grabada al pie de la Tour Saint-Jacques que nos recuerda a Gerard de Nerval cantando los primeros versos de “El desdichado”, muy cerca de la calle ahora inexistente donde el autor de Les filles du feu se colgó para cruzar un río obscuro que sólo el presentía. Esa llama hace remolino en el umbral ojival del templo de Saint-Merri, donde reina el Baphometo Templario. Y en el teatro del sótano del Centro Pompidou invoca a Samuel Beckett mientras dirigía su última obra de teatro. Se detiene en la Mairie du Troisième, para atender una boda donde la novia lleva un vestido muy rojo, símbolo de su deseo, y camina trepando hasta Belleville, para celebrar el calor de la amistad en la Rue Saint-Maur. En un descuido casi vuela al bosque de Vincennes, busca inútilmente los ecos de las voces desaparecidas con la Universidad que se fue al norte, y siguiéndola, antes de llegar a Saint-Denis, se queda de nuevo entre Abelardo y Heloisa, que lo reciben con los brazos abiertos, como el mito cuenta que el muerto enamorado esperó al amante vivo en su tumba.

En París me hice escritor: encontré mi propia voz y aprendí a valorar la dimensión estética de la vida con todos sus claroscuros. París fue una puerta abierta a descubrimientos que no cesan y sigo cultivando el asombro de escuchar la música de su respiración. Su río de agua y sus múltiples ríos de fuego alimentan mis corrientes evidentes y secretas. Me hacen volver a París hasta sin ir a ella.

 

 

* Escrito para el libro de Daniel Mordzinski con sus retratos de escritores latinoamericanos en París. Son suyas las tres fotografías del autor en el cementerio de Montparnasee, 2001. Las dos últimas en la tumba de Julio Cortázar.

 

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