y repercusiones
bajo la piel
Entre todos los sentidos y afectos que damos al
corazón, entre todas sus metáforas yo me quedo con la de tambor.
No por nada el ritmo de nuestra sangre es “la música del
cuerpo”. Literalmente adjudico a ese instrumento que llevamos dentro una
buena parte de lo que me hace bailar más de prisa o más despacio
y tejer complicidades profundas con los tambores de quien baila conmigo.
Cuando tengo
una mujer en mis brazos yo no me preocupo en lo más mínimo por
seguir tal o cual paso sino por escuchar su tamborcito diciéndome cosas
más allá de las palabras. Sus percusiones están presentes
rn todo su cuerpo pero mientras bailamos yo las percibo en su mano derecha que
yo sostengo en mi izquierda, y en la espalda, muy cerca de la columna, donde la
cintura comienza a tomar su emocionante curva hacia afuera, porque una vena
ahí es muy expresiva.
Al bailar yo
trato de no repegarme porque la tensión entre los dos cuerpos un poquito
separados, dejando crecer el deseo en esa mínima distancia, puede ser
mucho más erótica. La firmeza de los brazos y las manos
combinados con cierta suavidad y atención al otro cuerpo aumentan esa
emocionante tensión del deseo. Pero eso sucede sobre todo, creo yo,
porque las manos escuchan, Porque los cuerpos, bailando se hablan de otras
maneras y eso despierta en nosotros la agudeza de los sentidos y la
imaginación posesiva y contenida. En todo eso el tambor bajo la piel es
nuestra guía. En algunos casos la vena más saltada del cuello
delata visualmente su música.
Si finalmente
bailando tengo todo el cuerpo de quien baila conmigo pegado al mío, su
corazón es lo primero que me toca, que me acaricia. Mucho antes de que
sus piernas rocen mi sexo o una de las mías explore sus humedades, y
antes de que su pecho se unte al mío mostrándome la dureza de sus
pezones, su corazón me toca por todas partes como si la parte más
vibrante de un tamborcito pegara su piel a mi propia piel de percusiones. Y si
el coro de tambores se alebresta aislándonos de cualquier otra
música las repercusiones pueden ser muchas y nos llevan a otra parte.
Haciendo el
amor yo trato de escuchar esa música del cuerpo que me dice con involuntaria
certeza el efecto que van teniendo mis besos o mis caricias. Todo lo que haga,
si es movimiento afortunado, acelera el corazón. Luego hay que tener la
paciencia de que el cuerpo amado se recupere y establezca su ritmo, y su
respiración, pero no retrocediendo sino estableciendo su paso en esa
alegría ganada. Para comenzar de nuevo a acelerar la música de la
amada.
El camino es
infinito, como puede serlo el goce. Pero quien no se de cuenta de que es un
camino donde son los tambores de la otra tribu los que nos guían puede
perderse en el camino aturdido por sus propias percusiones.
Cuando mi
cuerpo recorre el cuerpo desnudo de una mujer llenándola de besos y
caricias busco sobre todo que el ritmo de su corazón y el mío viajen
paralelos.
Toda la
mitología del orgasmo simultáneo me parece muy burda y aburrida.
Que los tambores de nuestros cuerpos puedan tocar juntos es mucho más
interesante. Puede llegar a ser más intenso y puede durar mucho
más tiempo. Como en esas improvisaciones extremas que en el Jazz llaman “descargas”.
Dos tambores acoplándose en sus despegues y sus lances: “descargas”,
hacen que cualquier experiencia musical de nuestros cuerpos, de nuestros
corazones, sea única, irrepetible y, siempre, una maravillosa aventura.
Uno de los
atractivos más fuertes de una vágina es su suave cualidad de caja
de resonancias donde el corazón se escucha grave. Siempre me ha parecido
interesante que los dedos, cuando entran suavemente en esa cámara
secreta, me dan la sensación de ver cómo es aquello por dentro.
Siempre busco y obtengo imágenes muy precisas de la caverna prodigiosa y
son las que me dan los ojos del tacto. Pero los dedos también escuchan y
sus oídos perciben sobre todo al corazón retumbando allá
adetro con más fuerza y profundidad sin duda.
El sexo
masculino está muy lleno de sangre inquieta para escuchar con calma pero puede
hacerlo. Tenemos que educarlo a la calma y a sentir mucho más que sus
propios latidos. Tiene tanta sangre alebrestada que es como otro
corazón, otro tambor de descargas musicales.
Cuando ese
otro falso corazón logra desplegar su música y doblegar su
terquedad rítmica hasta convertirse en un corazón que escucha
todo lo que sucede en ese ámbito de músicas sorpresivas y ecos
que es la caverna de los prodigios, el concierto de la vida de verdad merece
llamarse concierto.
•Ver: "Los nueve placeres del baile".•
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