Excelentísimo señor Embajador Bruno Delaye,
Señora Annie Delaye. Pareja ejemplar de amigos que generosamente nos
abren hoy de nuevo su casa. Señoras y señores, a todos
ustedes que son mi familia y mis amistades tengo que confesarles con
emoción que, en este momento, todas mis ideas y sensaciones
se han vuelto, obsesivamente, de agradecimiento.
Es para mí una gran distinción pertenecer desde ahora a la
Orden de Las Artes y de las Letras, a la que he visto ingresar, en esta misma
sala a tantos promotores de la cultura y escritores que admiro, Octavio Paz,
para mí, en el centro de ellos. Muchos están aquí.
Es el gesto amistoso de Bruno Delaye, de Alain Fohr, de Philippe Ollé
Laprune, que al haberme propuesto ante el Ministerio de Cultura de Francia para
esta condecoración hace que estemos aquí reunidos. Son los
primeros a quienes debo decir públicamente, gracias, gracias, gracias. Esta
ceremonia cierra y abre para mí un ciclo doble. Creo en los rituales y en los
círculos del tiempo. Creo en su sentido y en su estética.
Hace exactamente 25 años, mis padres organizaron una fiesta con
familiares y amigos, como en esta ocasión, para celebrar mi primer
diploma universitario, que había recibido el día anterior, y mi
partida hacia Francia, que haría al día siguiente. Iba a durar
ocho meses: duró ocho años. No me imaginaba aquella noche la
inmensa aventura vital que me esperaba. Pero la deseaba sin saber formularla.
Un deseo difuso de viajar, aprender, transformarme. Convertirme en escritor.
De lo único que no me cabe duda es que ese deseo tan difuso, que a veces
tenía demasiada prisa para ser cierto, tomaba cuerpo en la persona
que un par de años antes me había iniciado al
francés, me había hablado de la gran diferencia entre vivir en
Europa y vivir en los Estados Unidos, y había planeado conmigo un
viaje de estudios a París. Ese deseo de torbellino vital
tenía el rostro y el cuerpo de Margarita de Orellana. Por ella me
inscribí en el IFAL (el Instituto Francés de América
Latina), seguí intensamente todos los cursos de lengua y, sobre todo,
pude hacer de su biblioteca mi primera puerta a la cultura francesa. Esa
biblioteca, especialmente sus secciones de literatura y arte, y su
colección de revistas, fueron la primera inmersión en las
sutilezas de una lengua que descubría frase a frase como quien aprende a
respirar en otra atmósfera, a probar otros alimentos. Muchas nuevas
cosas para compartir con ella.
Pero el día de aquella fiesta de recepción y despedida mi deseo
arremolinado crecía tormentosamente porque Margarita había
decidido, un par de meses antes, irse por su cuenta, dejando abierta la
posibilidad de no vernos sino a su regreso, tal vez.
La beca que me había dado el Gobierno de Francia, con la recomendación
del director del IFAL, me había sido retirada unas semanas antes por un
veto de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México con el
argumento de que la Literatura no era prioritariapara el país y la beca
fue transferida bajo mi mirada a un ingeniero.
Sin embargo, modificando formalmente lo que serían mis estudios de
postgrado (en vez de estudiar Literatura de nuevo me inscribí en
Ciencias de la Comunicación), antes de dos meses logré alcanzar a
Margarita. Me recibió en la Gare du Nord (yo llegaba de Bruselas en tren
) y desde entonces nos hicimos cómplices de todo lo que
implicaría vivir en Francia los siguientes ocho años de nuestras
vidas. Así que, en el fondo, esta condecoración es en realidad
por haberla alcanzado. Por haberme convertido en un sonámbulo hacia ella
y depositar en su cuerpo todos mis deseos difusos de entrar en otra cultura. A
qué otro enamorado le han dado una medalla por perseguir sus obsesiones.
Me siento muy privilegiado. Así, esta condecoración es suya antes
que mía, por su poder imantado.
Paso a paso, día a día, juntos hicimos de París nuestra
ciudad. Todavía lo es. En París aprendimos lo que es vivir en un
lugar con una dimensión de belleza viva. Despertar cada mañana
hacia una sorpresa. Llevamos "una muy cosmopolita vida de barrio",
vida de estudiantes ávidos de conocerlo todo, de vivir plenamente, de
cruzar todos los puentes y navegar todos los ríos; al mismo tiempo, por
supuesto. Como no teníamos nada nos bastaba con abrir las manos para
tener la sensación de que el mundo era nuestro.
París, el dibujo de sus calles, plazas y parques, su red de cafés
y librerías, sus cines y restaurantes, fue muchas veces sinónimo
de erotismo en su sentido más amplio de encuentro emocionado con el
mundo. También aprendimos en París a reconocer nuestras
diferencias, tuvimos nuestras crisis, nuestros desvaríos, nuestros
inviernos del alma: aprendimos a pasear por la calle nuestra melancolía
y a curarla después poco a poco con el primer rayo de sol primaveral en
la cara. Aprendimos que la belleza de París también puede ser
terrible, devastadora. Y a la vuelta de la esquina todo lo contrario. En
París confirmamos nuestra voluntad de estar juntos.
La cultura francesa no era el contenido de ciertos libros sino la
atmósfera en la que transcurría nuestra vida cotidiana. Las
verduras, el queso, el vino. Lo que comíamos tanto como lo que
caminábamos, lo que veíamos en teatros y cines tanto como los
cursos y conferencias universitarias que devorávamos como
espectáculos. Tuvimos la suerte de vivir una época especialmente
rica en las universidades de París. Podíamos ir al seminario de
Michel Foucault por la mañana, al de Jacques Rancière un poco
más tarde. Al de Roland Barthes después de la comida. Ver la
última película de Jean Luc Godard por la noche y discutir con
él al terminar la función. Al día siguiente asistir a un
seminario ilustrado con diapositivas sobre el viaje de Durero a Italia
que dio André Chastel en el College de France, y entrar luego a un muy
interesante seminario sobre Kafka que daba un entonces desconocido
escritor que venía cada semana desde Rouen y que se llamaba Milan
Kundera. Por la noche, en el teatro de Peter Brook, su adaptación de La
conferencia de los pájaros, el libro clásico árabe del siglo XII nos dejaba
maravillados y llenos de insomnio. Pero,
gracias al sistema educativo francés que a diferencia del norteamericano
deja libertad completa al estudiante obligándolo en gran parte a ser
autodidacta, podíamos no ir a ningún lado en todo el día y
dedicarlo a leer y a escribir. El trabajo en las bibliotecas y en los
archivos era otra aventura. Mi libro sobre André Gide comenzó
curioseando en la biblioteca donde se guarda su correspondencia, mientras
descansaba de mi trabajo principal. Ese trabajo de escuela me tomó unas
semanas, la distracción casual sobre Gide me siguió obsesionando
por cuatro años. En París, todo lo casual podía
convertirse en médula de la vida. Todo era sorpresivo y apasionante.
Como a ninguna otra lengua en el mundo se traducen tantos libros de literaturas
distintas, la cultura francesa es también una puerta amplia y viva hacia
muchas otras culturas. Sus caminos son infinitos y se multiplican.
Los caminos de la amistad no son infinitos ni rápidos, pero cada uno de
los amigos franceses que hicimos en París sigue siéndolo hasta
ahora con la misma intensidad afectiva. Ellos también nos introdujeron
en la cultura francesa dándonos un espacio en sus vidas
cotidianas, muchas veces en sus familias. Como me gustaría compartir con
ellos hoy esta alegría. Sin embargo, aquí están algunos de
los amigos mexicanos que fueron nuestros complices cercanos de ese largo viaje,
Luisa Puig y VíctorGodínez, María José Rodilla y
Alvaro Ruiz Abreu; otros, como Maricarmen Castro siguen en París. Un
francés mexicanizado, Dominique Dufétel, está aquí.
Con él y sobre todo uno de nuestros amigos más cercanos, Alfonso
Alfaro, compartimos cotidianamente hoy la aventura de hacer Artes de
México.
El punto de vista que guía a Artes de México tiene como uno de sus
ingredientes fundamentales una concepción amplia de la cultura que
aprendimos en Francia: Margarita hizo su doctorado en Historia dentro de la
tendencia de la Nueva Historia y de la Historia de las Mentalidades. Alfonso
hizo su doctorado en Antropología en la misma orientación.
La cultura francesa nos ha dado una manera de ver a México y la hemos
ejercido en nuestra labor editorial por más de una década con
nuevos cómplices, nuevos socios y un equipo también maravilloso
de trabajo. Ya en México, un amigo francés ha sido
fundamental en la continuidad y en la estrategia financiera del proyecto,
Jacques Pontvianne. Entre franceses y afrancesados todos afirmamos cada
día nuestra curiosidad y pasión por México. En otro gran afrancesado,
pocos años antes ví día a día una forma de esa
pasión: Octavio Paz. Con él y con Marie José creció
una amistad que atesoro y de la cual nunca estuvo ausente nuestra común
francofilia.
Con todo lo anterior, a nadie le parecerá extraño que Margarita y
yo hayamos decidido hace quince años que nuestros hijos tuvieran una
educación francesa en el Liceo Franco Mexicano. Quisimos compartir
con Andrea y Santiago un universo que nos ha hecho felices, que ha sido
para nosotros sinónimo de rigor y de placer al mismo tiempo, de trabajo
arduo y de hedonismo intenso.
Muchos años antes, en París, yo había buscado convertirme
en escritor, formarme una voz narrativa propia, diferenciada y
auténtica. Para bien y para mal sucedió fuera de la comunidad de
los escritores de mi generación. Allá se constituyó esa
voz que es ahora la que da carácter a mis novelas y ensayos. A pesar de
ello he tenido la suerte de contar en México con editores que crean en
mis libros y lectores para los cuales signifiquen algo. No dejo de estar cada
día agradecido. Y veintitantos años después de haberlos
iniciado en París, mis libros comenzaron a ser traducidos al
francés y han tenido la suerte de encontrar entre los lectores franceses
una audiencia. Esa comunidad de anónimos amigos que siguen una obra como
se siguen las huellas que conducen hacia algo. Este ciclo de otros 25
años, que son los mismos, es también para mí el que se
cumple en esta ceremonia.•