ALBERTO RUY-SÁNCHEZ

 

DOS CIRCULOS

DEL TIEMPO

 

Excelentísimo señor Embajador Bruno Delaye, Señora Annie Delaye. Pareja ejemplar de amigos que  generosamente nos abren hoy de nuevo su casa. Señoras y señores,  a todos ustedes que son mi familia y mis amistades tengo que  confesarles con emoción que,  en este momento, todas mis  ideas y sensaciones se han vuelto, obsesivamente, de agradecimiento.

      Es para mí una gran distinción pertenecer desde ahora a  la Orden de Las Artes y de las Letras, a la que he visto ingresar, en esta misma sala a tantos promotores de la cultura y escritores que admiro, Octavio Paz, para mí, en el centro de ellos.  Muchos están aquí. Es el gesto amistoso de Bruno Delaye, de Alain Fohr, de Philippe Ollé Laprune, que al haberme propuesto ante el Ministerio de Cultura de Francia para esta condecoración hace que estemos aquí reunidos. Son los primeros a quienes debo decir públicamente, gracias, gracias, gracias. Esta ceremonia cierra y abre para  mí un ciclo doble. Creo en los rituales y en los círculos del tiempo. Creo en su sentido y en su estética. Hace exactamente 25 años, mis padres organizaron una fiesta con familiares y amigos, como en esta ocasión, para celebrar mi primer diploma universitario, que había recibido el día anterior, y mi partida hacia Francia, que haría al día siguiente. Iba a durar ocho meses: duró ocho años. No me imaginaba aquella noche la inmensa aventura vital que me esperaba. Pero la deseaba sin saber formularla. Un deseo difuso de viajar, aprender, transformarme. Convertirme en escritor.

       De lo único que no me cabe duda es que ese deseo tan difuso, que a veces tenía demasiada prisa para ser cierto, tomaba cuerpo en la persona que  un  par de años antes me había iniciado al francés, me había hablado de la gran diferencia entre vivir en Europa y vivir en los Estados Unidos, y había planeado conmigo un viaje  de estudios a París. Ese deseo de torbellino vital tenía el rostro y el cuerpo de Margarita de Orellana. Por ella me inscribí en el IFAL (el Instituto Francés de América Latina), seguí intensamente todos los cursos de lengua y, sobre todo, pude hacer de su biblioteca mi primera puerta a la cultura francesa. Esa biblioteca, especialmente sus secciones de literatura y arte, y su colección de revistas, fueron la primera inmersión en las sutilezas de una lengua que descubría frase a frase como quien aprende a respirar en otra atmósfera, a probar otros alimentos. Muchas nuevas cosas para compartir con ella.

       Pero el día de aquella fiesta de recepción y despedida mi deseo arremolinado crecía tormentosamente porque Margarita había decidido, un par de meses antes, irse por su cuenta, dejando abierta la posibilidad de no vernos sino a su regreso, tal vez.

       La beca que me había dado el Gobierno de Francia, con la recomendación del director del IFAL, me había sido retirada unas semanas antes por un veto de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México con el argumento de que la Literatura no era prioritariapara el país y la beca fue transferida bajo mi mirada a un ingeniero.

       Sin embargo, modificando formalmente lo que serían mis estudios de postgrado (en vez de estudiar Literatura de nuevo me inscribí en Ciencias de la Comunicación), antes de dos meses logré alcanzar a Margarita. Me recibió en la Gare du Nord (yo llegaba de Bruselas en tren ) y desde entonces nos hicimos cómplices de todo lo que implicaría vivir en Francia los siguientes ocho años de nuestras vidas. Así que, en el fondo, esta condecoración es en realidad por haberla alcanzado. Por haberme convertido en un sonámbulo hacia ella y depositar en su cuerpo todos mis deseos difusos de entrar en otra cultura. A qué otro enamorado le han dado una medalla por perseguir sus obsesiones. Me siento muy privilegiado. Así, esta condecoración es suya antes que mía, por su poder imantado.

       Paso a paso, día a día, juntos hicimos de París nuestra ciudad. Todavía lo es. En París aprendimos lo que es vivir en un lugar con una dimensión de belleza viva. Despertar cada mañana hacia una sorpresa. Llevamos "una muy cosmopolita vida de barrio", vida de estudiantes ávidos de conocerlo todo, de vivir plenamente, de cruzar todos los puentes y navegar todos los ríos; al mismo tiempo, por supuesto. Como no teníamos nada nos bastaba con abrir las manos para tener la sensación de que el mundo era nuestro.

       París, el dibujo de sus calles, plazas y parques, su red de cafés y librerías, sus cines y restaurantes, fue muchas veces sinónimo de erotismo en su sentido más amplio de encuentro emocionado con el mundo. También aprendimos en París a reconocer nuestras diferencias, tuvimos nuestras crisis, nuestros desvaríos, nuestros inviernos del alma: aprendimos a pasear por la calle nuestra melancolía y a curarla después poco a poco con el primer rayo de sol primaveral en la cara. Aprendimos que la belleza de París también puede ser terrible, devastadora. Y a la vuelta de la esquina todo lo contrario. En París confirmamos nuestra voluntad de estar juntos.

       La cultura francesa no era el contenido de ciertos libros sino la atmósfera en la que transcurría nuestra vida cotidiana. Las verduras, el queso, el vino.  Lo que comíamos tanto como lo que caminábamos, lo que veíamos en teatros y cines tanto como los cursos y conferencias universitarias que devorávamos como espectáculos. Tuvimos la suerte de vivir una época especialmente rica en las universidades de París. Podíamos ir al seminario de Michel Foucault por la mañana, al de Jacques Rancière un poco más tarde. Al de Roland Barthes después de la comida. Ver la última película de Jean Luc Godard por la noche y discutir con él al terminar la función. Al día siguiente asistir a un seminario ilustrado con diapositivas sobre el viaje de Durero a  Italia que dio André Chastel en el College de France, y entrar luego a un muy interesante seminario sobre Kafka que daba un entonces desconocido escritor  que venía cada semana desde Rouen y que se llamaba Milan Kundera. Por la noche, en el teatro de Peter Brook, su adaptación de La conferencia de los pájaros, el libro clásico árabe del siglo XII nos dejaba maravillados y llenos de insomnio.        Pero, gracias al sistema educativo francés que a diferencia del norteamericano deja libertad completa al estudiante obligándolo en gran parte a ser autodidacta, podíamos no ir a ningún lado en todo el día y dedicarlo a leer y  a escribir. El trabajo en las bibliotecas y en los archivos era otra aventura. Mi libro sobre André Gide comenzó curioseando en la biblioteca donde se guarda su correspondencia, mientras descansaba de mi trabajo principal. Ese trabajo de escuela me tomó unas semanas, la distracción casual sobre Gide me siguió obsesionando por cuatro años. En París, todo lo casual podía convertirse en médula de la vida. Todo era sorpresivo y apasionante.

       Como a ninguna otra lengua en el mundo se traducen tantos libros de literaturas distintas, la cultura francesa es también una puerta amplia y viva hacia muchas otras culturas. Sus caminos son infinitos y se multiplican.

       Los caminos de la amistad no son infinitos ni rápidos, pero cada uno de los amigos franceses que hicimos en París sigue siéndolo hasta ahora con la misma intensidad afectiva. Ellos también nos introdujeron en la cultura francesa dándonos un espacio en sus  vidas cotidianas, muchas veces en sus familias. Como me gustaría compartir con ellos hoy esta alegría. Sin embargo, aquí están algunos de los amigos mexicanos que fueron nuestros complices cercanos de ese largo viaje, Luisa Puig y VíctorGodínez, María José Rodilla y Alvaro Ruiz Abreu; otros, como Maricarmen Castro siguen en París. Un francés mexicanizado, Dominique Dufétel, está aquí. Con él y sobre todo uno de nuestros amigos más cercanos, Alfonso Alfaro, compartimos cotidianamente hoy la aventura de hacer Artes de México.

       El punto de vista que guía a Artes de México  tiene como uno de sus ingredientes fundamentales una concepción amplia de la cultura que aprendimos en Francia: Margarita hizo su doctorado en Historia dentro de la tendencia de la Nueva Historia y de la Historia de las Mentalidades. Alfonso hizo su doctorado en Antropología en la misma orientación.  La cultura francesa nos ha dado una manera de ver a México y la hemos ejercido en nuestra labor editorial por más de una década con nuevos cómplices, nuevos socios y un equipo también maravilloso de trabajo.  Ya en México, un amigo francés ha sido fundamental en la continuidad y en la estrategia financiera del proyecto, Jacques Pontvianne. Entre franceses y afrancesados todos afirmamos cada día nuestra curiosidad y pasión por México. En otro gran afrancesado, pocos años antes ví día a día una forma de esa pasión: Octavio Paz. Con él y con Marie José creció una amistad que atesoro y de la cual nunca estuvo ausente nuestra común francofilia. Con todo lo anterior, a nadie le parecerá extraño que Margarita y yo hayamos decidido hace quince años que nuestros hijos tuvieran una educación francesa en el Liceo Franco Mexicano. Quisimos compartir con  Andrea y Santiago un universo que nos ha hecho felices, que ha sido para nosotros sinónimo de rigor y de placer al mismo tiempo, de trabajo arduo y de hedonismo intenso. 

       Muchos años antes, en París, yo había buscado convertirme en escritor, formarme una voz narrativa propia, diferenciada y auténtica. Para bien y para mal sucedió fuera de la comunidad de los escritores de mi generación. Allá se constituyó esa voz que es ahora la que da carácter a mis novelas y ensayos. A pesar de ello he tenido la suerte de contar en México con editores que crean en mis libros y lectores para los cuales signifiquen algo. No dejo de estar cada día agradecido. Y veintitantos años después de haberlos iniciado en París, mis libros comenzaron a ser traducidos al francés y han tenido la suerte de encontrar  entre los lectores franceses una audiencia. Esa comunidad de anónimos amigos que siguen una obra como se siguen las huellas que conducen hacia algo. Este ciclo de otros 25 años, que son los mismos, es también para mí el que se cumple en esta ceremonia.•