Alberto  Ruy Sánchez

UN ENSAYO

SOBRE EL ENSAYO

 

Hace algunos años, en una universidad de París, un hombre que impartía un curso sumamente formal, sobre la literatura romántica alemana, se vio sorpresivamente sacudido por un amor implacable, radical, absoluto. Estaba de pronto viviendo a muy alta temperatura uno de esos trastornos románticos que fríamente analizaba en clase.

Ese hombre, que era entonces uno de los más prestigiosos teóricos del análisis semiológico universitario, movido por el sacudimiento amoroso que entonces gozaba y sufría, decidió hacer algo inusitado en el medio universitario. Un acto que equivalía a una negación pública de las certezas del gremio que era el suyo. A mitad del curso transformó completamente sus puntos de vista, sus instrumentos, sus referencias, e introdujo en todo lo que escribía para su curso una buena parte de lo que estaba viviendo. De pronto una escena real de celos, o una  súbita fascinación amorosa, vividas recientemente, se mezclaban con narraciones e ideas de Goethe o de Novalis. Una conversación de ayer era tan válida y citable como un libro erudito. Porque en vez de analizar exclusivamente la literatura romántica alemana lo que estaba analizando de hecho era el lenguaje del amor. De aquel curso surgió más tarde un libro que ese profesor, Roland Barthes, llamó Fragmentos de un discurso amoroso.

Su primera intención había sido escribir sobre la novela de Goethe, Los sufrimientos del joven Werther, un análisis semiológico similar al que había hecho antes sobre un cuento largo de Balzac, Sarrasine, en un libro que se llamó S/Z. Después de su transformación pasional, la novela de Goethe figura significativamente en los Fragmentos de un discurso amoroso   dentro de una lista peculiar al final del libro llamada Tabula gratulatoria que combina agradecimientos y bibliografía. Pero tan sólo como segundo apartado. El primero es una lista de amigos cuyas conversaciones son citadas con frecuencia en el libro. El tercer apartado es una bibliografía general y el cuarto una lista de obras musicales y una película. El libro se abre con una especie de epígrafe declaratorio:  "Entonces es un enamorado el que habla aquí y dice..."

Su gesto de flexibilidad antiescolástica, de creatividad sincera, de reconocimiento de sus impulsos vitales me pareció desde entonces ejemplar.

Y lo era para mí en el sentido literal de aquello que un alumno puede aprender de un maestro más allá de sus ideas. Aprender de su actitud, de sus actos en el oficio, aún mucho más que del contenido de su enseñanza. Tal y como sucede en un taller artesanal donde los aprendices ven al maestro trabajar y, como él hizo antes, tienen que hacer sus propios instrumentos a la medida de sus manos. Como lo hacen todavía los artesanos de la plata.

Aceptado ese principio ya no se trata de repetir lo mejor posible pero mecánicamente el trabajo del maestro; se trata de crear cada uno su método a partir de su propio cuerpo. Una buena dosis de procedimientos artesanales puede condimentar muy sanamente nuestras ideas de la crítica, del análisis literario y hasta de la creación literaria. Hacer obra crítica, en todo caso, no es aplicar fórmulas sino crear a partir de lo que uno tiene a la mano o en la mano, de lo que uno es.

Alrededor de Roland Barthes, en su seminario pequeño más aún obviamente que en sus multitudinarias clases públicas, no crecía la doctrina sino un intercambio de búsquedas personales. Había hecho un taller donde él era eje de un ambiente propicio a la creación y a la reflexión. En ese sentido era un director de estudios y de tesis muy poco directivo: era más una presencia inteligente y afectiva, una mirada disponible, que un difusor de supuestas verdades del saber.

Su actitud tenía varias implicaciones profundas: la primera es que, en literatura, cada quien tiene que buscar sus propios mares para navegar desplegando sus velas muy personales. No hay lugar para los epígonos: los imitadores, los mimos del pensamiento y la escritura. La segunda es que no se puede, o no tiene caso, por lo anterior, recurrir a la aprobación del maestro, a la concordancia con la teoría o con la supuesta verdad. La validez de la propia obra surge de sus propias virtudes y no de la sanción externa que goce o deje de gozar.

La tercera  implicación es la necesidad radical de aceptar el yo que somos, antes de formar parte de todos los nosotros en los que con el tiempo participemos. Un yo que es un cuerpo. Y de ahí aceptar que todo lo que uno sabe, aprende, olvida o crea,  pasa por nuestro cuerpo. No somos ideas sino cuerpos con ideas. Y por lo tanto no hay ideas que no vengan a nosotros cargadas de afectos. Ya en otro libro de ensayos, Al filo de las hojas, traté de mostrar la estrecha relación entre afectos e ideas sosteniendo la posibilidad, y la necesidad, de una crítica literaria y artística en primera persona.

La literatura y el arte entran por nuestros sentidos. Pasan por nuestros cuerpos y todo el rigor analítico o el conocimiento de los que seamos capaces entra en contacto con las obras analizadas a través de nuestro cuerpo. Gracias a la buena literatura, o más bien a la literatura que sea buena para nosotros, y reconociendo esa relación muy personal de cada uno con el arte, podemos vivir con la literatura en el cuerpo.

Por los puentes secretos de la melancolía, que pueden ser como venas en una obra literaria, este conjunto de ensayos, Con la literatura en el cuerpo, se vincula con mi relato Los demonios de la lengua y con mi novela Los nombres del aire. En esta última, la melancolía del personaje principal, Fatma, es el ánimo propicio para el desbordamiento de la sensualidad. En Los demonios de la lengua, el protagonista melancólico conoce el éxtasis y la duda. Por los caminos que minan a la certeza su reflexión se vuelve melancólica.

Un  día, leyendo ávidamente a Rilke comencé a  buscar en sus cartas y en las de otros cómo era el París que él vivió y en qué se parecía al que yo estaba viviendo en ese momento, más de cincuenta años después. Curiosamente Rilke trazaba en todo lo que escribió, tal vez sin quererlo, un mapa afectivo de la ciudad que coincidía con el mío. O, tal vez, mi mapa afectivo de la ciudad me permitía entender la experiencia de Rilke en París y la del  personaje y narrador de su novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge:  un libro que tiene la forma del diario de un  poeta danés que sucumbe en París. Un relato que puede ser visto como un poema extenso en prosa, es decir prosa de intensidades.

Así surgió el primer ensayo de este libro: un desciframiento muy personal de la melancolía de Rilke en la ciudad y de cómo esa tristeza profunda se convirtió en una obra peculiar y sorprendente.

La trayectoria melancólica de Rilke y la de Malte, los pasos que da su ánimo, los espacios afectivos que recorren, pueden ser vistos como una construcción gótica: hay una dramaturgia pasional en el relato que permite hacer un paralelo con la arquitectura.  Pero también con la configuración gótica de la ciudad. No en balde las novelas concebidas como prosa de intensidades hacen siempre construcciones de ámbitos.

Con la melancolía en la punta de los sentidos, con la literatura como escala ascendente, por mis propios caminos y maneras, por mi propio cuerpo, comenzó a definirse el carácter de este libro. Para quien lo lea será evidente que este autor habla tantas veces desde la melancolía que es innecesario decirlo. Claro, sin excluir la paradójica realidad que tan bien expresaba Víctor Hugo al escribir que la melancolía es muchas veces la alegría de estar triste. Porque la melancolía de la literatura es búsqueda, trayectoria anhelante, ascenso desde las entrañas.

Como ensayista de la melancolía, me paseo por el mundo ensayándome en diferentes materias, temas, libros, autores. Escribir un ensayo, ensayarse, es errar. Y la errancia natural del ensayista es en sí misma muchas veces melancólica. El mismo Robert Burton, en su clásica Anatomía de la melancolía , de 1621, es antes que nada ensayista, y decepcionaba a los doctores universitarios de su tiempo, errando por caminos propios en su libro. Lo que ellos esperaban de él era un rígido tratado de controversias teológicas, como se usaban entonces, no un ensayo sobre el corazón del hombre. Les demostraba que un libro puede ser muy personal sin dejar de ser certero en su saber, e incluso muy divertido sin dejar de ser reflexivo y hasta irónicamente melancólico.

Antes y después de Burton son muchísimos los libros que estudian la melancolía y entre ellos no faltan los libros apasionantes. La gracia y la vida del suyo son excepcionales. Más allá del tratado erudito, el ensayo está lleno de vida porque en él está la vida del ensayista, su cuerpo. Por eso, al comienzo de su  libro titulado precisamente Ensayos, Michel de Montaigne  advierte que ese texto, aunque habla de otras cosas, es sobre él antes que nada, y lo confiesa al lector con modestia teatral que en el fondo es coquetería: “Así, lector, soy yo mismo el tema de mi libro, no vale la pena que uses tu tiempo libre en algo tan frívolo y tan vano”.

El ensayo es así muchas veces una memoria cifrada, la bitácora afectiva de una errancia: un recuento reflexivo de aquello que la vida depara a quien no puede escribir sino combinando su sabor con su saber.

Sabor y saber: fórmula que le encantaba usar casi como emblema al ensayista Roland Barthes, porque para él esa combinación era la clave del ensayo verdaderamente literario. Pero también fórmula que usó Italo Calvino como título de un cuento de ambiente mexicano donde el canibalismo surge aunado al deseo. Curiosamente, la primera vez que  escuché  esa expresión,“Sabor y saber”, fue en la radio mexicana, como título de un programa diario sobre la historia de la rumba, la salsa, el cha cha chá, el merengue y otras errancias rítmicas. Un programa sensacional que nunca me perdía. Tal vez estos tres usos de la misma frase se deban a que escribir ensayos es también como bailar muy gozosamente con nuestros temas y autores y problemas; y por supuesto, también es devorarlos ritualmente. Es aceptar que la literatura nos entra por el cuerpo y muchas veces se queda en él.

El cuerpo es la materia del ensayo y el cuerpo melancólico, en muchas de sus transformaciones, es el tema de éste. No un cuerpo tradicional, clásico, como en la Anatomia  de la melancolía de Burton, que nos recuerda la imagen humana de Leonardo Da Vinci, y el cuerpo del ángel melancólico de Durero; sino un cuerpo fragmentario y plural que ya conoció la representación humana de Picasso, de Klee, de Savinio y de Beuys, y por supuesto también la línea sensual de los cuerpos de Matisse. El nuevo cuerpo melancólico tiene una piel profunda y en él entra la literatura con fuerza y sensualidad.

 

 

 

 

 

 

 

Quien busque aquí un análisis tradicional, universitario, de la historia de la melancolía, o de la idea de melancolía, no lo encontrará. Esta es la historia múltiple y fragmentaria de un cuerpo que se ensaya en otros y que ve en ellos una parte de su propia melancolía.

Como los encuentros con obras y autores tienden, a lo largo de los años, a agruparse en espacios distintos, este libro es el recuento de una itinerancia por tres ámbitos fundamentales.

Primero, el de las obras literarias que se vuelven para uno como catedrales góticas o como seductoras mezquitas, llenas de luces y de sombras, de profundidades y misterios, de belleza deslumbrante y muchas veces desgarradora. La catedral es sitio de recogimiento donde uno comienza a ver lo que uno es y lo que ampliamente lo rebasa.

Esa primera sección melancólica se abre con el ensayo mencionado sobre Rilke y su mapa afectivo de París. Aunque no es comentado ampliamente, el ejemplo de Auguste Rodin con su gran energía creativa fue fundamental para Rilke, como lo muestra el libro que el poeta escribió sobre el escultor. Y su propia guía de ascenso afectivo está en sus Cartas a un joven poeta. La melancolía de Rilke tiene la forma del reto que nos presenta el mundo. Pero tiene un remedio: "responder a la destrucción como hace la naturaleza, con un nuevo comienzo y una multiplicada fecundidad." La melancolía de Alberto Savinio es una añoranza por la armonía del mundo y encuentra en una nueva geometría, en un nuevo arte de las distancias, en una poderosa ironía, la manera de vivir y crear con su lucidez melancólica.

La melancolía de Pier Paolo Pasolini es a la vez poética y política. Parece tener la forma de una desilusión pero indaga profundamente en los rincones de la mentalidad de nuestro siglo. Pero mientras su melancolía es abiertamente escénica, la de Italo Calvino es paradójica, discreta. No parece pero es la tristeza de la última sonrisa. El destino como supremo artífice melancólico está en las obras de Yourcenar, Becket y Frisch.  En cada uno, de diferente manera, vemos la huella de lo implacable sobre el cuerpo y cómo esa huella se vuelve palabra. La  memoria cifrada de las catedrales  se cierra con un ensayo sobre la melancolía romántica en los dibujos de Víctor Hugo, donde el paisaje es espejo del alma y un viejo sol gótico muere en el horizonte.

Así, un primer ámbito melancólico crece bajo el signo de las catedrales góticas, como la de Notre Dame con su melodía de claroscuros, la de Siena, con sus franjas alternas de mármol negro y blanco en columnas, techos y pisos, o como la de Colonia, con su poderosa absorción de nuestra mirada y de nuestro cuerpo hacia la luz intensa que cae sobre el altar. 

     Un segundo ámbito melancólico crece bajo el signo de las prisiones dibujadas por Giovanni Battista Piranesi, donde la monumental arquitectura torturante nos habla con elocuencia de la implacable geometría de las prisiones mentales que el hombre es capaz de inventar para otros hombres y, en última instancia, para sí mismo. Es donde las  creaciones de los hombres los desbordan y los encierran en su lógica absoluta, cruel y triste, monumental y obscura. La prisión gótica es donde se ve lo más claro y lo más obscuro de la naturaleza humana. Y donde la rabia sigue viva en la sombra.

     Desde las prisiones mentales del stalinismo (y mentales no quiere decir que no existieron sino que tomaron realidad también en la mente de la gente, en sus cuerpos), muchos artistas como Shostakovich, Mandelstam, Zamiatin, Herling, Solzhenitsyn nos dan su testimonio del infierno.  Desde otro país, Orwell exploró como pocos los peligros carcelarios de pensar y creer en la utopía: en la construcción del cielo sobre la tierra cueste lo que cueste. Un visitante del supuesto paraíso soviético, Panait Istrati, muchos años antes de André Gide regresó contando lo que vio y vivió.  Al hacerlo desafiaba al conformismo de izquierda que insistía en ver a las mazmorras sociales como edén en maduración.

Esta memoria múltiple de las prisiones góticas se relaciona de manera muy evidente con otro libro mío, Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia, ensayo narrativo, como los de este libro, que cuenta una historia peculiar y explora las maneras en que crece y se manifiesta entre nosotros el conformismo que se autonombra progresista, y su complemento, la intolerancia.

Hay una política de la melancolía que en diferentes proporciones y formas está presente en la memoria de las prisiones góticas. La melancolía se vuelve subversiva y disonante,  disidente, cuando el conformismo generalizado exige participar en la euforia colectiva. Participar en una alegría masiva por la ilusión de construir un nuevo mundo o en la peregrinación para rendir homenaje a algún tirano, aunque el tirano esté en su fase inicial de rebelde revolucionario o de héroe independentista, como comenzaron la mayoría de los tiranos. Todos los testimonios de la disidencia hablan de este fenómeno eufórico que anula la reflexión, la duda y la diferencia.

De signo contrario, la melancolía como sistema opresivo se vuelve algo así como un "afecto de Estado". Algo todavía peor que una ideología o un mito. Así lo estudia Baruch Spinoza en su Etica cuando habla de cómo ciertos gobiernos opresivos quieren establecer en nuestra vida cotidiana la tristeza: " lo que disminuye las potencialidades de nuestro cuerpo, nuestras posibilidades de ser".  Entre afecto e ideología, los mitos del mexicano y de su nacionalidad única son productores de melancolía negativa, nostálgica de algo que nunca existió, tal y como los analiza lúdicamente Roger Bartra en su Jaula de la melancolía, de la cual, como Spinoza, nos invita a salir.

Y una de las salidas posibles tanto de la jaula charra como de la prisión gótica, para algunos  afortunados, puede estar en la literatura. No siempre y no de cualquier manera. Pero la literatura puede hacer inmunes a los cuerpos si los habita con una buena dosis de ironía, con sutileza, con duda e intensidad poética.

El tercer y último ámbito melancólico de Con la literatura en el cuerpo crece bajo el signo de las tumbas góticas como la de Abelardo y Heloisa, donde el primer muerto enamorado extiende, misteriosamente, durante años, los brazos esperando a su amante. Pero la tumba es también el lugar de la rabia, de la  sorpresiva impotencia ante las leyes de la vida y la muerte.

Todos los autores que surgen como protagonistas en cada capítulo de este libro me son vitalmente cercanos y extiendo las manos hacia ellos cada vez que necesito su presencia. Son una parte de mis muertos y yo soy muchas veces el suyo. El muerto enamorado que los busca y espera con los brazos extendidos en un tiempo fuera del tiempo. Este ensayo consiste tal vez en ir hacia ellos, paso a paso, como un sonámbulo aparente.

Las lecciones de aquel maestro parisino, Roland Barthes,  se vieron truncadas por su muerte. El no conoció sino dos de estos textos, el que está dedicado a Pasolini, porque estaba siendo una tesis dirigida por él ; y el de Rilke en París, porque es el primero en el que traté de unir, con hilos sutiles, literatura y vida. Este libro pausado sobre la literatura en el cuerpo melancólico, que comenzó a existir  bajo la sombra de aquel maestro, termina paradójicamente con un texto dedicado a su violenta ausencia. Su muerte fue el segundo comienzo de este libro. Y no se cuántas de las frases que lo forman surgieron en un diálogo imaginario con él, en uno de esos rituales que nos llevan a hablar con nuestros muertos.

De una manera similar, tal vez, a la que mi abuela materna, que era espiritista, decía que hablaba en la noche con los muertos. Durante años ellos le contaban historias, le revelaban secretos en sus diálogos nocturnos. Y todas las mañanas, durante más de una década, comencé el día escuchando lo que los muertos le decían.  En la cocina, cuando nadie más se había despertado en la casa, preparaba para ambos un desayuno sonorense mientras comenzaba siempre su relato diciéndome: "A que ni sabes quién vino a verme anoche".  

Cuando ella murió tuve el deseo ferviente de que, como sus propios muertos, ella viniera en la noche a contarme cómo le iba en su nueva vida. Pensé entonces, con algo de tristeza y enorme nostalgia, que muchas de sus historias surgieron probablemente tan sólo para contármelas en secreto por la mañana mientras desayunábamos juntos. Y que tal vez sólo se invoca a los muertos para contárselo a los vivos.

-**Introducción al libro Con la literatura en el cuerpo: ensayos sobre literatura y melancolía,