Hace algunos años, en una
universidad de París, un hombre que impartía un curso sumamente
formal, sobre la literatura romántica alemana, se vio sorpresivamente
sacudido por un amor implacable, radical, absoluto. Estaba de pronto viviendo a
muy alta temperatura uno de esos trastornos románticos que
fríamente analizaba en clase.
Ese hombre, que era entonces uno de los
más prestigiosos teóricos del análisis semiológico
universitario, movido por el sacudimiento amoroso que entonces gozaba y
sufría, decidió hacer algo inusitado en el medio universitario.
Un acto que equivalía a una negación pública de las
certezas del gremio que era el suyo. A mitad del curso transformó
completamente sus puntos de vista, sus instrumentos, sus referencias, e
introdujo en todo lo que escribía para su curso una buena parte de lo
que estaba viviendo. De pronto una escena real de celos, o una súbita fascinación amorosa,
vividas recientemente, se mezclaban con narraciones e ideas de Goethe o de
Novalis. Una conversación de ayer era tan válida y citable como
un libro erudito. Porque en vez de analizar exclusivamente la literatura
romántica alemana lo que estaba analizando de hecho era el lenguaje del
amor. De aquel curso surgió más tarde un libro que ese profesor,
Roland Barthes, llamó Fragmentos de un discurso amoroso.
Su primera intención había
sido escribir sobre la novela de Goethe, Los sufrimientos del joven Werther, un análisis semiológico
similar al que había hecho antes sobre un cuento largo de Balzac, Sarrasine, en un libro que se llamó S/Z. Después de su
transformación pasional, la novela de Goethe figura significativamente
en los Fragmentos de un discurso amoroso dentro de una lista peculiar al final del libro
llamada Tabula gratulatoria que combina agradecimientos y bibliografía. Pero tan
sólo como segundo apartado. El primero es una lista de amigos cuyas
conversaciones son citadas con frecuencia en el libro. El tercer apartado es
una bibliografía general y el cuarto una lista de obras musicales y una
película. El libro se abre con una especie de epígrafe
declaratorio: "Entonces es un
enamorado el que habla aquí y dice..."
Su gesto de flexibilidad
antiescolástica, de creatividad sincera, de reconocimiento de sus
impulsos vitales me pareció desde entonces ejemplar.
Y lo era para mí en el sentido
literal de aquello que un alumno puede aprender de un maestro más
allá de sus ideas. Aprender de su actitud, de sus actos en el oficio,
aún mucho más que del contenido de su enseñanza. Tal y
como sucede en un taller artesanal donde los aprendices ven al maestro trabajar
y, como él hizo antes, tienen que hacer sus propios instrumentos a la
medida de sus manos. Como lo hacen todavía los artesanos de la plata.
Aceptado ese principio ya no se trata de
repetir lo mejor posible pero mecánicamente el trabajo del maestro; se
trata de crear cada uno su método a partir de su propio cuerpo. Una
buena dosis de procedimientos artesanales puede condimentar muy sanamente
nuestras ideas de la crítica, del análisis literario y hasta de
la creación literaria. Hacer obra crítica, en todo caso, no es
aplicar fórmulas sino crear a partir de lo que uno tiene a la mano o en
la mano, de lo que uno es.
Alrededor de Roland Barthes, en su
seminario pequeño más aún obviamente que en sus
multitudinarias clases públicas, no crecía la doctrina sino un
intercambio de búsquedas personales. Había hecho un taller donde
él era eje de un ambiente propicio a la creación y a la
reflexión. En ese sentido era un director de estudios y de tesis muy
poco directivo: era más una presencia inteligente y afectiva, una mirada
disponible, que un difusor de supuestas verdades del saber.
Su actitud tenía varias
implicaciones profundas: la primera es que, en literatura, cada quien tiene que
buscar sus propios mares para navegar desplegando sus velas muy personales. No
hay lugar para los epígonos: los imitadores, los mimos del pensamiento y
la escritura. La segunda es que no se puede, o no tiene caso, por lo anterior,
recurrir a la aprobación del maestro, a la concordancia con la
teoría o con la supuesta verdad. La validez de la propia obra surge de
sus propias virtudes y no de la sanción externa que goce o deje de
gozar.
La tercera implicación es la necesidad radical de aceptar el yo que somos, antes de formar parte de
todos los nosotros en
los que con el tiempo participemos. Un yo que es un cuerpo. Y de ahí aceptar que todo lo que
uno sabe, aprende, olvida o crea,
pasa por nuestro cuerpo. No somos ideas sino cuerpos con ideas. Y por lo
tanto no hay ideas que no vengan a nosotros cargadas de afectos. Ya en otro
libro de ensayos, Al filo de las hojas, traté de mostrar la estrecha relación
entre afectos e ideas sosteniendo la posibilidad, y la necesidad, de una
crítica literaria y artística en primera persona.
La literatura y el arte entran por
nuestros sentidos. Pasan por nuestros cuerpos y todo el rigor analítico
o el conocimiento de los que seamos capaces entra en contacto con las obras
analizadas a través de nuestro cuerpo. Gracias a la buena literatura, o
más bien a la literatura que sea buena para nosotros, y reconociendo esa
relación muy personal de cada uno con el arte, podemos vivir con la
literatura en el cuerpo.
Por los puentes secretos de la
melancolía, que pueden ser como venas en una obra literaria, este
conjunto de ensayos, Con la literatura en el cuerpo, se vincula con mi relato Los
demonios de la lengua y
con mi novela Los nombres del aire. En esta última, la melancolía del personaje
principal, Fatma, es el ánimo propicio para el desbordamiento de la
sensualidad. En Los demonios de la lengua, el protagonista melancólico conoce el
éxtasis y la duda. Por los caminos que minan a la certeza su
reflexión se vuelve melancólica.
Un
día, leyendo ávidamente a Rilke comencé a buscar en sus cartas y en las de otros
cómo era el París que él vivió y en qué se
parecía al que yo estaba viviendo en ese momento, más de
cincuenta años después. Curiosamente Rilke trazaba en todo lo que
escribió, tal vez sin quererlo, un mapa afectivo de la ciudad que
coincidía con el mío. O, tal vez, mi mapa afectivo de la ciudad
me permitía entender la experiencia de Rilke en París y la
del personaje y narrador de su
novela Los cuadernos de Malte Laurids Brigge:
un libro que tiene la forma del diario de un poeta danés que sucumbe en París. Un relato
que puede ser visto como un poema extenso en prosa, es decir prosa de
intensidades.
Así surgió el primer ensayo
de este libro: un desciframiento muy personal de la melancolía de Rilke
en la ciudad y de cómo esa tristeza profunda se convirtió en una
obra peculiar y sorprendente.
La trayectoria melancólica de
Rilke y la de Malte, los pasos que da su ánimo, los espacios afectivos
que recorren, pueden ser vistos como una construcción gótica: hay
una dramaturgia pasional en el relato que permite hacer un paralelo con la
arquitectura. Pero también
con la configuración gótica de la ciudad. No en balde las novelas
concebidas como prosa de intensidades hacen siempre construcciones de
ámbitos.
Con la melancolía en la punta de
los sentidos, con la literatura como escala ascendente, por mis propios caminos
y maneras, por mi propio cuerpo, comenzó a definirse el carácter
de este libro. Para quien lo lea será evidente que este autor habla
tantas veces desde la melancolía que es innecesario decirlo. Claro, sin
excluir la paradójica realidad que tan bien expresaba Víctor Hugo
al escribir que la melancolía es muchas veces la alegría de estar
triste. Porque la melancolía de la literatura es búsqueda,
trayectoria anhelante, ascenso desde las entrañas.
Como ensayista de la melancolía,
me paseo por el mundo ensayándome en diferentes materias, temas, libros,
autores. Escribir un ensayo, ensayarse, es errar. Y la errancia natural del
ensayista es en sí misma muchas veces melancólica. El mismo
Robert Burton, en su clásica Anatomía de la melancolía , de 1621, es antes que nada ensayista,
y decepcionaba a los doctores universitarios de su tiempo, errando por caminos
propios en su libro. Lo que ellos esperaban de él era un rígido
tratado de controversias teológicas, como se usaban entonces, no un
ensayo sobre el corazón del hombre. Les demostraba que un libro puede
ser muy personal sin dejar de ser certero en su saber, e incluso muy divertido
sin dejar de ser reflexivo y hasta irónicamente melancólico.
Antes y después de Burton son
muchísimos los libros que estudian la melancolía y entre ellos no
faltan los libros apasionantes. La gracia y la vida del suyo son excepcionales.
Más allá del tratado erudito, el ensayo está lleno de vida
porque en él está la vida del ensayista, su cuerpo. Por eso, al
comienzo de su libro titulado
precisamente Ensayos,
Michel de Montaigne advierte que
ese texto, aunque habla de otras cosas, es sobre él antes que nada, y lo
confiesa al lector con modestia teatral que en el fondo es coquetería:
“Así, lector, soy yo mismo el tema de mi libro, no vale la pena
que uses tu tiempo libre en algo tan frívolo y tan vano”.
El ensayo es así muchas veces una
memoria cifrada, la bitácora afectiva de una errancia: un recuento
reflexivo de aquello que la vida depara a quien no puede escribir sino
combinando su sabor con su saber.
Sabor y saber: fórmula que le
encantaba usar casi como emblema al ensayista Roland Barthes, porque para
él esa combinación era la clave del ensayo verdaderamente
literario. Pero también fórmula que usó Italo Calvino como
título de un cuento de ambiente mexicano donde el canibalismo surge
aunado al deseo. Curiosamente, la primera vez que escuché
esa expresión,“Sabor y saber”, fue en la radio
mexicana, como título de un programa diario sobre la historia de la
rumba, la salsa, el cha cha chá, el merengue y otras errancias
rítmicas. Un programa sensacional que nunca me perdía. Tal vez
estos tres usos de la misma frase se deban a que escribir ensayos es también
como bailar muy gozosamente con nuestros temas y autores y problemas; y por
supuesto, también es devorarlos ritualmente. Es aceptar que la
literatura nos entra por el cuerpo y muchas veces se queda en él.
El cuerpo es la materia del ensayo y el
cuerpo melancólico, en muchas de sus transformaciones, es el tema de
éste. No un cuerpo tradicional, clásico, como en la Anatomia de la melancolía de Burton, que nos recuerda la imagen
humana de Leonardo Da Vinci, y el cuerpo del ángel melancólico de
Durero; sino un cuerpo fragmentario y plural que ya conoció la
representación humana de Picasso, de Klee, de Savinio y de Beuys, y por
supuesto también la línea sensual de los cuerpos de Matisse. El
nuevo cuerpo melancólico tiene una piel profunda y en él entra la
literatura con fuerza y sensualidad.
Quien busque aquí un
análisis tradicional, universitario, de la historia de la
melancolía, o de la idea de melancolía, no lo encontrará.
Esta es la historia múltiple y fragmentaria de un cuerpo que se ensaya en
otros y que ve en ellos una parte de su propia melancolía.
Como los encuentros con obras y autores
tienden, a lo largo de los años, a agruparse en espacios distintos, este
libro es el recuento de una itinerancia por tres ámbitos fundamentales.
Primero, el de las obras literarias que
se vuelven para uno como catedrales góticas o como seductoras mezquitas,
llenas de luces y de sombras, de profundidades y misterios, de belleza
deslumbrante y muchas veces desgarradora. La catedral es sitio de recogimiento
donde uno comienza a ver lo que uno es y lo que ampliamente lo rebasa.
Esa primera sección
melancólica se abre con el ensayo mencionado sobre Rilke y su mapa
afectivo de París. Aunque no es comentado ampliamente, el ejemplo de
Auguste Rodin con su gran energía creativa fue fundamental para Rilke,
como lo muestra el libro que el poeta escribió sobre el escultor. Y su
propia guía de ascenso afectivo está en sus Cartas a un joven
poeta. La
melancolía de Rilke tiene la forma del reto que nos presenta el mundo. Pero
tiene un remedio: "responder a la destrucción como hace la
naturaleza, con un nuevo comienzo y una multiplicada fecundidad." La
melancolía de Alberto Savinio es una añoranza por la
armonía del mundo y encuentra en una nueva geometría, en un nuevo
arte de las distancias, en una poderosa ironía, la manera de vivir y
crear con su lucidez melancólica.
La melancolía de Pier Paolo
Pasolini es a la vez poética y política. Parece tener la forma de
una desilusión pero indaga profundamente en los rincones de la mentalidad
de nuestro siglo. Pero mientras su melancolía es abiertamente
escénica, la de Italo Calvino es paradójica, discreta. No parece
pero es la tristeza de la última sonrisa. El destino como supremo
artífice melancólico está en las obras de Yourcenar,
Becket y Frisch. En cada uno, de
diferente manera, vemos la huella de lo implacable sobre el cuerpo y
cómo esa huella se vuelve palabra. La memoria cifrada de las catedrales se cierra con un ensayo sobre la melancolía
romántica en los dibujos de Víctor Hugo, donde el paisaje es
espejo del alma y un viejo sol gótico muere en el horizonte.
Así, un primer ámbito
melancólico crece bajo el signo de las catedrales góticas, como
la de Notre Dame con su melodía de claroscuros, la de Siena, con sus
franjas alternas de mármol negro y blanco en columnas, techos y pisos, o
como la de Colonia, con su poderosa absorción de nuestra mirada y de
nuestro cuerpo hacia la luz intensa que cae sobre el altar.
Un
segundo ámbito melancólico crece bajo el signo de las prisiones
dibujadas por Giovanni Battista Piranesi, donde la monumental arquitectura
torturante nos habla con elocuencia de la implacable geometría de las
prisiones mentales que el hombre es capaz de inventar para otros hombres y, en
última instancia, para sí mismo. Es donde las creaciones de los hombres los desbordan
y los encierran en su lógica absoluta, cruel y triste, monumental y
obscura. La prisión gótica es donde se ve lo más claro y
lo más obscuro de la naturaleza humana. Y donde la rabia sigue viva en la
sombra.
Desde
las prisiones mentales del stalinismo (y mentales no quiere decir que no
existieron sino que tomaron realidad también en la mente de la gente, en
sus cuerpos), muchos artistas como Shostakovich, Mandelstam, Zamiatin, Herling,
Solzhenitsyn nos dan su testimonio del infierno. Desde otro país, Orwell exploró como pocos los
peligros carcelarios de pensar y creer en la utopía: en la
construcción del cielo sobre la tierra cueste lo que cueste. Un
visitante del supuesto paraíso soviético, Panait Istrati, muchos
años antes de André Gide regresó contando lo que vio y
vivió. Al hacerlo desafiaba
al conformismo de izquierda que insistía en ver a las mazmorras sociales
como edén en maduración.
Esta memoria múltiple de las
prisiones góticas se relaciona de manera muy evidente con otro libro
mío, Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia, ensayo narrativo, como los de este
libro, que cuenta una historia peculiar y explora las maneras en que crece y se
manifiesta entre nosotros el conformismo que se autonombra progresista, y su
complemento, la intolerancia.
Hay una política de la
melancolía que en diferentes proporciones y formas está presente
en la memoria de las prisiones góticas. La melancolía se vuelve
subversiva y disonante, disidente,
cuando el conformismo generalizado exige participar en la euforia colectiva.
Participar en una alegría masiva por la ilusión de construir un
nuevo mundo o en la peregrinación para rendir homenaje a algún
tirano, aunque el tirano esté en su fase inicial de rebelde
revolucionario o de héroe independentista, como comenzaron la
mayoría de los tiranos. Todos los testimonios de la disidencia hablan de
este fenómeno eufórico que anula la reflexión, la duda y
la diferencia.
De signo contrario, la melancolía
como sistema opresivo se vuelve algo así como un "afecto de
Estado". Algo todavía peor que una ideología o un mito.
Así lo estudia Baruch Spinoza en su Etica cuando habla de cómo ciertos
gobiernos opresivos quieren establecer en nuestra vida cotidiana la tristeza:
" lo que disminuye las potencialidades de nuestro cuerpo, nuestras
posibilidades de ser". Entre
afecto e ideología, los mitos del mexicano y de su nacionalidad
única son productores de melancolía negativa, nostálgica
de algo que nunca existió, tal y como los analiza lúdicamente
Roger Bartra en su Jaula de la melancolía, de la cual, como Spinoza, nos invita a
salir.
Y una de las salidas posibles tanto de la
jaula charra como de la prisión gótica, para algunos afortunados, puede estar en la
literatura. No siempre y no de cualquier manera. Pero la literatura puede hacer
inmunes a los cuerpos si los habita con una buena dosis de ironía, con
sutileza, con duda e intensidad poética.
El tercer y último ámbito
melancólico de Con la literatura en el cuerpo crece bajo el signo de las tumbas
góticas como la de Abelardo y Heloisa, donde el primer muerto enamorado
extiende, misteriosamente, durante años, los brazos esperando a su
amante. Pero la tumba es también el lugar de la rabia, de la sorpresiva impotencia ante las leyes de
la vida y la muerte.
Todos los autores que surgen como
protagonistas en cada capítulo de este libro me son vitalmente cercanos
y extiendo las manos hacia ellos cada vez que necesito su presencia. Son una
parte de mis muertos y yo soy muchas veces el suyo. El muerto enamorado que los
busca y espera con los brazos extendidos en un tiempo fuera del tiempo. Este
ensayo consiste tal vez en ir hacia ellos, paso a paso, como un
sonámbulo aparente.
Las lecciones de aquel maestro parisino,
Roland Barthes, se vieron
truncadas por su muerte. El no conoció sino dos de estos textos, el que
está dedicado a Pasolini, porque estaba siendo una tesis dirigida por
él ; y el de Rilke en París, porque es el primero en el que
traté de unir, con hilos sutiles, literatura y vida. Este libro pausado
sobre la literatura en el cuerpo melancólico, que comenzó a
existir bajo la sombra de aquel
maestro, termina paradójicamente con un texto dedicado a su violenta
ausencia. Su muerte fue el segundo comienzo de este libro. Y no se
cuántas de las frases que lo forman surgieron en un diálogo
imaginario con él, en uno de esos rituales que nos llevan a hablar con
nuestros muertos.
De una manera similar, tal vez, a la que
mi abuela materna, que era espiritista, decía que hablaba en la noche
con los muertos. Durante años ellos le contaban historias, le revelaban
secretos en sus diálogos nocturnos. Y todas las mañanas, durante
más de una década, comencé el día escuchando lo que
los muertos le decían. En
la cocina, cuando nadie más se había despertado en la casa,
preparaba para ambos un desayuno sonorense mientras comenzaba siempre su relato
diciéndome: "A que ni sabes quién vino a verme anoche".
Cuando ella murió tuve el deseo
ferviente de que, como sus propios muertos, ella viniera en la noche a contarme
cómo le iba en su nueva vida. Pensé entonces, con algo de
tristeza y enorme nostalgia, que muchas de sus historias surgieron
probablemente tan sólo para contármelas en secreto por la
mañana mientras desayunábamos juntos. Y que tal vez sólo
se invoca a los muertos para contárselo a los vivos.
-**Introducción al libro Con la
literatura en el cuerpo: ensayos sobre literatura y melancolía,