EN LAS GARRAS DEL AGUA
“La diferencia entre prosa y
poesía consiste en que, mientras una no pide al lector sino que le preste sus
ojos, la otra necesita de toda necesidad que le entregue la voz”, dice José
Gorostiza. O tal vez, más bien, es la escritura estética que requiere no sólo
la voz y los ojos, sino todos los sentidos: apuesta a recrear un mundo
completo, a despertar asociaciones, ecos, sensaciones que transcienden la letra
en la página y las ideas en el intelecto. Quién sabe si entre prosa y poesía la
diferencia sea de grado, o de tiempo, o de economía, en fin –justamente en esa
conyuntura donde las dos se abrazan encontramos la obra de escritores como
Alberto Ruy Sánchez. Los nombres del aire,
En los labios del agua: novelas, poemas,
viajes a un Marruecos cuyos arabescos son, en su trama más fina, tejidos con
las formas y las sonoridades del idioma.
Fatma, la
melancólica protagonista de Los nombres del aire, mira por la ventana de su casa en Mogador, y “sus dedos
suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiendo a cada momento con
los otros dedos que la recorren por dentro. Ambos se reconocen a través de la
piel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren las dos superficies
de una tela y donde se encuentran queman.”
La mirada que lee
también se desliza por las espirales de estas dos frases, con sus palabras
recurrentes y sin asideros de puntuación, en correspondencia con la voz del
narrador que hace vibrar la letra impresa. El papel, como la tela, se vuelve
piel, susceptible de sentir agua y aire, puntas de alfileres y zarpazos –porque
los fantasmas de la ciudad de Mogador tienen garras. Hawa se desvanece dejando
en una página de En los labios del agua
la huella de las uñas del jaguar, cuatro jotas en el blanco a final de párrafo:
“mujer jaguar, mujer agua: mujer sueño”.
Entre agua
y felino están la garra de una jota, el eco de una erre, un desliz de acento:
Hawa es “esa mujer de nombre raspado en la garganta como voz de jaguar”. De
nuevo se traslapan los sentidos: raspa en la garganta, en los oídos, en la
piel.
Los contrastes, en la
escritura de Ruy Sánchez, no son adornos retóricos, sino contradicciones
desgarradoras que mueven toda la dinámica narrativa del deseo y la nostalgia.
Hawa es suave como agua y filosa como garra, fugaz como un sueño y eterna como
una obsesión -que finalmente no es otra cosa que un sueño recurrente. Hawa
recuerda Jalwa, “soledad”, la misteriosa esclava con quien el poeta Yusuf ibn
Harun cruzó palabra una sola vez junto a la Puerta de los Drogueros de Córdoba,
para luego quedarse toda la vida esperándola con corazón ardiente, según nos
cuenta Ibn Hazm, escritor andaluz del siglo XI.
La voz del narrador
comenta, al cierre de un capítulo de
En los labios del agua:
“Duele recordar/
de qué maneras extrañas/ los Sonámbulos se llenan/ de profundas ausencias.”
El ritmo de
la frase está marcado por la música de una serie de versos de arte menor: seis,
ocho, ocho y siete sílabas. El primero y el último, más cortos, enmarcan y subrayan la redondez de la idea; los
dos medianos adoptan el octosílabo, ritmo natural de respiración del español.
“Duele” y “ausencias” abren y cierran la oración: la redondez formal es también
semántica. El dolor de los Sonámbulos nace, otra vez, de un oximorón: se llenan
de ausencias, de vacíos. Ausencias que en realidad son imperiosas presencias,
recuerdos que duelen. En medio del quiasmo entre “maneras extrañas” y
“profundas ausencias”, entre medio y resultado, están los artífices del sueño,
“los Sonámbulos”: larga palabra esdrújula con sonido de piedras
despeñándose o pasos tambaleando, con ‘o’ profundas como pozos.
El narrador deplora, quizás con cierta
autoironía, las maneras raras en que los Sonámbulos se enredan, para acabar
rasguñados en las garras del agua: Amado en Mogador termina sin cartera y sin
pasaporte, como un pobre turista estafado. Y es que, nos confiesa el narrador:
“los Sonámbulos son por definición ridículos. Y no les basta darse cuenta de
ello para detenerse. Siempre sucumben a la fuerza de los deseos sin importarles
ofrecer el espectáculo de su fragilidad.”
Sonámbulos, ridículos,
espectáculo: tres esdrújulas asonantes. Los Sonámbulos son, en fin, personajes
y sus actos un poco teatrales, a
beneficio de los lectores.
Además, ni
los Sonámbulos se la pasan tan mal, ni tampoco queremos achacarle al maestro
Ruy Sánchez la etiqueta de escritor depresivo. “Más de una vez en la vida del
Sonámbulo, ésta le da peras en vez de manzanas. Pero el Sonámbulo descubre con
gran placer que ahora le gustan más las peras”, nos platica el narrador, ya
francamente bromista, y vuelve a insistir con las esdrújulas: “débiles de la
carne, férreos de la voluntad y la obsesión: pésima mezcla para llevar una vida
tranquila.”
Sin embargo, los
Sonámbulos no quieren vivir tranquilos. Prefieren jugársela en su eterna
búsqueda, entre deslices esdrújulos, ensueños y equivocaciones, con una pasión
que se alimenta de sí misma. Los Sonámbulos se mueven en las tinieblas
apasionadas de Xavier Villaurrutia, en “esta angustia de buscarte/ a ciegas,
con la escondida/ certidumbre de no hallarte”. O tal vez se parezcan más a los
amorosos de Jaime Sabines, solos, locos, insaciables, que “saben que nunca han
de encontrar”, pero “se ríen de las gentes que lo saben todo”, y “juegan a
coger el agua, a tatuar el humo, a no irse”.
La escritura de Ruy
Sánchez, prosa de intensidades como él mismo la define, logra conjurar a flor
de papel el universo de los sentidos e involucrarnos en una búsqueda narrativa
que nos deja, como a los personajes que en ella deambulan, sin respuestas –pero
con el tesoro del goce de las palabras, que es también infinita pasión por la
vida, sus caricias y sus rasguños.