Alberto Ruy Sánchez

EL HAMMAM

DE

MOGADOR

Segunda Parte

 

 

Si desde la entrada del Hammam hasta la habitación de la fuente grande sólo había un camino posible, en el que se avanzaba adquiriendo el hábito de las sutiles diferencias, a partir de la sala del gran desbordamiento las puertas simultáneas se multiplicaban, y era posible el acceso a jardines y manantiales asoleados. Dicen que son en total veinticinco las habitaciones de ese Hammam; que algunas son reservas de poderosos y otras son espacios de exclusión: de los enfermos de la piel, de los eunucos que aún sangran, de los obesos vergonzantes, de los incontenibles en la agresión, de los extranjeros, de los que se niegan a vender sus caricias, y de los que no soportan el agua y van al Hammam sólo para encontrarse con más gente.

        Cuatro jardines estaban cruzados a lo largo por espejos de agua y fuentes que cantaban su caída hasta en veinticinco tonos diferentes. Una de las habitaciones tenía un espejo de agua que era especialmente admirado, porque no estaba en el suelo sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de magos habían logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con más nitidez que sobre un estanque. En otra habitación habían sido pintadas sobre las paredes escenas que agitaban la imaginación deseosa de quien las viera; o de quien las tocara, porque habían sido hechas en relieve para que se demoraran contra las paredes los que adoran simulacros de la lumbre en la carne.

        En otra sala las pinturas no eran sólo llamarada, se pretendía iniciación al fuego. Ilustraban a los paseantes sobre las mil maneras de acariciar con los labios el glande, de contonear el clítoris con la lengua, de absorber y levantar y morder y acariciar sucesivamente o al mismo tiempo; de caer de la cama y levantarse sin tener que separarse; de sacudir las rigideces obsesivas y ahuyentar las blanduras prematuras; de volver a beber enlos pozos secos y de resecar los que escurren hasta las rodillas.

        Había salas dedicadas al masaje, en las que el más practicado no era especialmente excitante. Consistía en que un masajista fornido anudaba sus brazos y piernas con los de su víctima; espalda contra espalda y la cara del masajeado hacia el suelo. El masajista se iba poniendo en tensión como un arco, hasta que al otro le tronaran los huesos. Uno por uno, el masajista coleccionaba treinta y dos tronidos en cada paciente. Después de cada tronido, el corpulento hacía un ruido con la boca que se oía como hoja de papel rompiéndose o como beso seco, lanzaba al aire una frase que no se sabía bien si era oración o maldición, y modificaba levemente su postura para comenzar a buscar el próximo estallido. Durante las mañanas las masajistas eran apreciadas y buscadas no sólo por su hábil musculatura, sino por la absoluta redondez de sus cuerpos. Eran como grandes bolas de carne que rodando absorbían a los cuerpos delicados, y hacían que los huesos abandonaran las intimidaciones de la tensión acumulada. Ellas también buscaban que las articulaciones pronunciaran el sonido de una campana de cristal que cae y rueda sobre una alfombra.

        Había salas dedicadas al teñido del cabello y de la palma de la mano, con una tierra rojiza o amarillenta que sólo se encuentra en los alrededores de la ciudad de Fez, se llama rássul y se disuelve en agua de rosa o de flor de naranjo. También se teñían los ojos, con almendras amargas carbonizadas para ennegrecer las pestañas, y con el kójol para delinear el filo de los párpados. Fatma prefería usar el kójol del Hammam que el de los comerciantes del puerto, porque el del Hammam era preparado por las mujeres en sus casa siguiendo todas las precauciones que los comerciantes no tomaban en cuenta. Había que reunir corales, esencia de clavo, huesos de aceitunas negras, un grano de pimienta del Sudán y pequeñas piedras de kójol. Lo más importante es que todo sea molido por siete niñas impúberes, o por una mujer “cuya hora de líquidos hirvientes en el cuerpo ya haya pasado”, como indica el Libro de recetas y consejos de las mujeres de Mogador. El molido se debe cernir en una tela generosa, y el polvo fino que resulta se disuelve en orines de gato, para mayor brillo de los ojos, y se unta con una paja delgadísima en los dos filos de los párpados.

        En esa misma sala las mujeres Berberes lucían completos sus tatuajes y las novias sus depilaciones, teniendo cuidado de que las especias vertidas en el agua, las yerbas de olor y la leche de cabra no alteraran las marcas adoloridas de su piel. La belleza alcanzada con su sufrimiento, aunque sea pequeño —pero siempre exhibido—, es en Mogador belleza más completa. La exhibición de la carne vulnerada, del dolor intenso asomando entre el maquillaje, florece entre las mujeres de Mogador con complicaciones infinitas. Fatma conocía bien ese florecimiento, y como no lucía los tatuajes profundos de las otras, parecía serle ajeno. Pero la aérea melancolía que se iba a apoderar de ella, poco a poco, después de esa mañana, se convertiría en una forma espontánea de exhibir un dolor, de engalanarse con su tristeza, como un insecto que por las tardes despliega sus alas imitando hojas de banano o flores de ciruelo.

        Esa mañana aún era temprano para que Fatma luciera grandes alegrías o tristezas, y se dejaba delinear los párpados con kójol por una negra egipcia llamada Sofía. Esta conocía todos los secretos para callar de golpe a la fecundidad, la esterilidad, la impotencia y otras calamidades. Mientras se ocupaba de los ojos de Fatma, Sofía daba consejos a una mujer de cuarenta años, de piel cansada, blanda de la cintura y del ánimo.

        “Para que puedas retener a tu marido vas a hacer todo lo que yo te diga. Por la mañana muy temprano, mientras él todavía duerma y poco antes de que despierte, repite tres veces en su oído: que el cielo queme en tu cabeza este olvido, que el piso se mueva, te tire y te levante muy adentro de mí. Debes hacer eso ocho días sin que te escuche despierto, y debes darle como primer alimento de la mañana un trozo de dátil que haya pasado toda la noche dentro de ti. Pero él no debe sospechar nada. A la semana verás que su ardor crece. Para que no lo gaste con otras tienes que robar la sábana que una negra y un negro hayan mojado con su sudor mientras se amaban. La quemas al pie de tu cama. Mezclas la ceniza con agua de lluvia que nadie haya pisado y te untas cada día un poco en cada uno de tus orificios. Si no consigues la sábana humedecida por dos negros, puedes usar la de una prostituta. Pero en los dos casos la sábana tiene que ser robada para que sus cenizas sirvan. Los que la hayan humedecido en la noche no deben sospechar nada antes ni después. Si alguien más sabe cuándo y cómo hacer todo, el poder del conjuro se dispersa”.

        Fatma estaba impresionada por la figura dócil de la mujer que escuchaba asintiendo impulsivamente con la cabeza, apretando siempre una mano, y tocándose con la otra la garganta. Se la imaginaba emprendiendo la difícil y larga tarea que Sofía le impuso, pero la veía detenerse angustiada en algunos de los obstáculos. En su figura había la imagen de una derrota, como si ella misma tuviera la certeza de que una imposibilidad habitaba su futuro.

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