Fragmento de la novela
Los jardines secretos de Mogador
de Alberto Ruy-Sánchez
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4. El jardín
sin regreso
Aunque el arquitecto León
R. Zahar afirma que el famoso y enigmático Palacio Azul, Al Azrak, se
encontraba en algún lugar indeterminado entre Samarkanda y Bagdad, en
Mogador se conservan documentos que lo contradicen. Un disidente de la famosa
expedición del embajador español Ruy González de Clavijo a
Samarkanda y Bujara, efectuada entre 1403 y 1406, da por carta testimonio de
otra localización, no menos problemática.
Alonso Páez
se vio obligado a separarse de sus compañeros de viaje por haber tenido
opiniones radicalmente distintas a las de su comandante y excelentísimo
embajador sobre un tema fundamental. Páez insistía en que el agua
de un manantial cercano a su campamento era pura y podía beberse. Lo
cristalino del estanque y la naturaleza de sus reflejos dorados bajo el sol lo
convencían de ello. Razones superficiales para su comandante, educado en
la desconfianza sistemática de las apariencias resplandecientes en el
mundo diplomático.
Pero Páez,
ya antes había conocido ese resplandor y profundidad transparente ante
su sed. Con esa convicción en la punta de la lengua se rebeló
abiertamente contra su comandante, bebió abundantemente esa agua y
además incitó a sus compañeros para que se unieran con
él en ese placer deleitable de tener razón por la lengua.
En los diarios de
Ruy González de Clavijo ese asunto termina con la enfermedad y el
delirio de Alonso Páez y los cinco que se unieron a él en eso que
un cronista llama, no sin ironía: "La extinta rebelión de la
lengua seca, ahogada en la misma agua secretamente podrida que era el objeto de
su antojo y su razón de levantarse".
Pero en una carta
de Páez a una andaluza que en aquellos años lo perturbaba
más que la fiebre, cuenta su casual descubrimiento del Palacio Azul y de
sus jardines. En medio de la fiebre recuerda que lo llevaban en una camilla en
la retaguardia de la expedición, y que al acercarse a la ciudad de
Samarkanda acamparon en una colina donde recibieron la orden del Sultán
de acercarse por cierta puerta a la muralla y dejar atrás a los hombres
enfermos. Por lo que se decidió emprender con ellos, los rebeldes de la
lengua seca, un retorno lento a la última ciudad que habían
cruzado.
Esta
subexpedición de enfermos en retirada, más un par de guardias y
varias mujeres que acompañaban al cortejo, se perdió. El
guía fue contagiado, no se sabe cómo pero se sospecha de un
severo tráfico de besos.
Después de
algún tiempo, no se sabe cuántos días porque ya nadie en
el grupo era capaz de contar con certeza los soles que habían cruzado,
se acercaron a la región de dunas que, luego lo sabrían, rodea a
la ciudad amurallada de Mogador.
Antes de saberlo
vieron a lo lejos un resplandor azul que se fijó en sus pupilas. Y
pensaron que era cierta la leyenda (documentada por Alberto Manguel y Gianni
Guadalupi en su Breve guía de lugares imaginarios, Alianza Editorial) acerca de la
ciudad de Abatón y su Palacio Azul: una ciudad sin localización
fija, invocada por el deseo y viva para ser deseada. Quienes la buscan
abruptamente no la encuentran y son muchos los viajeros que la han visto
aparecer de pronto sobre el horizonte sin haberla invocado. Se aprende a necesitarla.
Se termina no pudiendo vivir sin ella.
"Como todo lo
que rodea a Mogador, este es el palacio del deseo, -describiría
después Páez-, y como tal obedece las leyes azarosas de lo
deseado: nos arrebata lo que anhelamos torpemente y nos entrega por sorpresa lo
que no sabíamos que necesitábamos tanto y que se ajusta tan
perfectamente a nuestros cuerpos."
Otro palacio
únicamente puede ser visto a lo lejos por los enamorados, como si ese
estado alertara especialmente a la mirada. Según me contó a las
puertas de Mogador Claire, esposa del poeta Jamal Eddine Bencheikh, editor y
traductor junto con André Miquel de la más bella versión
de Las mil y una noches.
Según Sir
Thomas Bulfinch, quien tres siglos después sería el gran cronista
occidental de Abatón, junto al resplandor azul del palacio, a lo lejos,
crece hacia el viajero una música de tamborines y cuerdas que ya nunca
se olvida. El olor llega en oleadas mezclando tufos demasiado dulces y flores
desconocidas, aromas que retan y poseen.
Páez
describe con detalle pero con algo de prisa su llegada al palacio y sólo
se detiene de verdad en los jardines. Complementa la descripción
minuciosa y evocativa a la vez de León R. Zahar quien, a la inversa,
pasa pronto por los jardines y se detiene en el palacio. Ambos tocan la esencia
cautivante de ese lugar que algunos todavía se empeñan en pensar
que no existe.
"Durante
varios días dudamos si estábamos vivos o si ese era ya el
paraíso. Porque una vez que entramos a los jardines del Palacio Azul
nada podría valer como argumento para alejarnos de ellos. Daban la
impresión de estar contenidos en un patio interno. En cuatro muros del
Palacio, un Ryad, nos decían. Pero se trataba tan sólo de una
ilusión porque desde ningún ángulo se podía tener
una perspectiva total de aquel supuesto encierro. Después de descender
varias terrazas se llegaba a uno de los centros posibles del jardín
azul, una fuente excavada en el piso donde confluían cuatro arroyos
recordándonos los cuatro ríos legendarios del Edén.
Algunos árboles estaban sembrados a un nivel más bajo que las
terrazas creando huertas enterradas en geometrías que
difícilmente se adivinaban. Después de cruzar varias terrazas uno
se daba cuenta de que había caminado más que la extensión
del Palacio y que el jardín, en vez de estar contenido en él lo
contenía.
La arquitectura
prodigiosa de sus azulejos era de pronto tan sólo una flor más
del paraíso. De día dominaban las flores azules. Un mar
parecía flotar sobre los árboles, rodeado de abejas. De noche
estas flores, que hacían espejo a los azulejos, se cerraban y bajo la
luna se abría una marejada de flores blancas como espuma.
Las fuentes
cantaban, como en todos los jardines árabes que hemos visitado en este
viaje, pero aquí su canto parecía repetir los nombres de los
enamorados que, según una tradición que me han contado, ya nunca
saldrán de estos senderos. Y si mi nombre, Alonso Páez no
estuviera grabado para siempre en la voz del agua de este jardín del
Palacio Azul, con gusto hubiera regresado a verte."
Quiero
extraviarme en sed y fiebres de ti, ver que surges en el horizonte
volviéndote indispensable para siempre. Entrar a eso en ti que los otros no pueden concebir que
exista porque no conocen la profundidad y los poderes de tus jardines internos.
Estos que de pronto me cubren y me abrazan cuando parece que diminutos los
devoro. Quiero que mi nombre quede grabado para siempre en tu fuente. Que nunca
pueda ya salir de tus dominios.
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