EN TUS OJOS
Una tarde de otoño, en el mercado viejo del
puerto de Essaouira, antes Mogador, en la costa Atlántica de Marruecos,
encontré a una mujer que vendía flores de la manera más
extraña posible. Mostraba sólo unos cuantos pétalos de
diferentes colores en sus manos impecablemente tatuadas. Por la frescura y el
olor de los pétalos sus clientes juzgaban la mercancía y
regateaban su compra.
Las flores permanecían por
lo pronto en su casa, en una zona bastante inaccesible, muy adentro del
mercado. Cuando ya había cerrado un trato daba cita a sus clientes en la
fuente de la Nueve Lunas, donde se cruzan o terminan nueve callejuelas curvas y
los azulejos frente al agua devuelven nueve reflejos diferentes de la luna
menguante. Ahí entregaba los ramos y recibía el dinero. Desde
ahí, desde ese rincón de agua, emprendía de nuevo su paseo
por el mercado con las manos extendidas tratando de provocar los ojos y el
olfato de quienes pasábamos por ahí.
Cuando me topé con ella por primera
vez yo llevaba un par de horas felizmente perdido en el tejido irregular de las
calles estrechas. Experimentaba esa forma de embriaguez que ofrecen los
laberintos al enfrentarnos a lo indeterminado, al hacer de cada paso la puerta
hacia una posible aventura.
Había osado meterme hasta en
los pasadizos tortuosos que se forman de manera diferente cada día de la
semana dependiendo de quiénes iban o no a poblar con sus puestos y
mercancías las plazas recónditas. Dicen que en esos rincones
hasta los mismos comerciantes se extravían los días de la semana
que no es su turno de levantar un puesto. Una trama distinta enreda y
desenvuelve sus pasos cada vez.
Siempre hay plazas dentro de las
plazas, calles dentro de otras y tiendas dentro de tiendas hasta llegar a la
caja de madera taraceada más pequeña que, en sus compartimentos
interiores de marquetería puede albergar, en miniatura, lo esencial de
un mercado : sus olores.
Poco a poco iba yo aprendiendo a
distinguir en cada pequeñísimo detalle de la ciudad de Mogador el
universo que concentra. Porque ahí cada cosa, cada gesto, cada sonido es
puerta y detonador de otros ámbitos. Y muy pronto iba a descubrir que,
así como los inmesos mercados de frutas y flores pueden estar en una
diminuta caja de madera perfumada, uno de los jardines más seductores de
Mogador se abriría para mí en los pétalos de colores
resplandecientes sobre las manos tatuadas de aquella vendedora de flores.
Antes de cruzarme con ella me
había elegido como un posible cliente. En cuanto me vio a lo lejos, en
las calles del mercado, vino directamente hacia mí. Su mirada
multiplicaba su fuerza expresiva en el rostro velado. Como si me gritara desde
lejos con los ojos. Caminó unos quince pasos atrapándome en sus
pupilas negras sin un pestañeo. Pero un par de metros antes de estar a
distancia de hablarme bajó la mirada hacia sus manos extendidas. Vi los
pétalos de colores. Sin tocarlos sentí su textura de piel suave y
perfumada. Esos pétalos frágiles contrastaban con la rigurosa geometría tatuada en sus
manos que las hacía parecer una elegante tela teñida de rombos y
caminos.
Rompió un par de
pétalos con dos dedos liberando una fragancia intensa. Cuando
levantó la mirada ya no se fijaba en mí. Parecía perseguir
algo a mis espaldas. Y pasó lentamente a mi lado casi rozándome
sin voltear un segundo a verme de nuevo. Lo hizo de tal manera que el olor de
sus flores, seguramente más intenso por el par de pétalos
estrujados, me golpeó con fuerza subrayando su repentina indiferencia y
obligándome, por supuesto, a seguirla.
Suavemente se fue metiendo de nuevo
en su laberinto. No me miraba pero sabía que yo estaba caminando sobre
sus pasos. De pronto creía haberla perdido y reaparecía ante mis
ojos. La tercera vez que eso sucedió había llegado a una calle
sin salida, ni puertas donde ella pudiera haberse metido. Al encontrarme de
pronto frente a un muro me volví para retomar mi camino y ahí
estaba ella, venía detrás de mí, hacia mí.
Su coquetería pasiva se
volvió desafío. Y después de nuevo coquetería. Discutimos
el precio de sus flores y me habló de algunas orquídeas y cactus
muy especiales que sólo existían en Mogador, así como de
la planta de la Jena, de donde sacaba los tintes para el pelo y las manos. Me
explicó la geometría de sus tatuajes. Después de venderme
un par de ramos y de una larga conversación que duró hasta la
caída de la tarde, me ofreció mostrarme al día siguiente su Ryad, palabra mágica que
significa Jardín Interno.
El reducto natural dentro de una casa.
Ryad es por supuesto uno de los nombres
del paraíso. Los místicos árabes dicen que el Ryad es donde uno puede unirse a Dios.
Los poetas la usan para hablar tanto del corazón de sus amadas como del
sexo atesorado y misterioso, promesa de placeres y reto para el jardinero que
pacientemente los siembra y los cultiva. La promesa de la vendedora de flores,
quien para entonces ya me había dicho que se llamaba Khadiya, me mantuvo
sin dormir casi toda la noche.
Me había dado cita en una
parte de la muralla que da al mar. Llegué antes y pude ver cómo
amanecía en Mogador. Cuando ella llegó su sombra era larga y
fresca. Las gotas del amanecer se reventaban bajo sus pasos. Desde ahí
caminamos un tiempo que me pareció largo y breve simultáneamente.
Fuimos por un camino tan complicado que nunca podría tomarlo de nuevo.
Era como un hueco oculto en ese punto donde el tiempo y el espacio se vuelven
como espejos y nadie sabe ya qué es verdad y qué es reflejo.
Mientras avanzábamos yo
observaba sus gestos lentos y sensuales adivinando extrañamente su cuerpo
debajo de una montaña de telas onduladas que se volvían
habladoras con sus movimientos. Porque esta vez llegó cubierta con un Haik, que es más que un velo: una
tela blanca muy grande por encima de su Kaftán que, para que no arraste, requiere
ser llevada con mil pliegues. Un arreglo aparentemente burdo pero ideado con un
riguroso plan de recato extremo y también de extrema coquetería:
sin duda logra mostrar con terrible fuerza sugerida lo que esconde: la
sensualidad deseable de una mujer obvia e intensamente deseante, viva.
Nos detuvimos en varias tiendas.
Conversamos con gente que se cruzaba en la calle. Me mostró rincones de
la ciudad de extraña belleza, insignificantes para quien no sea sensible
a las formas curiosas que toman las ciudades, sus piedras, su madera, cuando
son trabajadas por el tiempo. Lugares inaccesibles si ella no me lleva a
verlos. Cuando al fin llegamos a su casa, su sombra prácticamente ya
cabía abajo de sus sandalías y no había en ella gotas de
rocío que se rompieran.
Su Ryad resultó ser un fresco y breve
huerto de frutas y flores, inesperado entre pasillos estrechos de
geometría aparentemente caprichosa, dentro de una bellísima casa
cubierta de azulejos, también insospechada entre las callejuelas del
puerto.
No volví a salir de
ahí hasta que ella lo decidió. Durante poco más de dos
semanas fui, feliz y asombrado a cada instante, su prisionero. Todavía
me escribe de vez en cuando algún mensaje breve o una tarjeta postal que
siempre termina con la frase: "En mí tu Ryad te espera". Cada vez que la leo se desencadena
a lo largo de mi cuerpo una avalancha de felicidad por recordarla y de angustia
por no tenerla que me quita la respiración. Releo sus notas como se
tiene un vicio.
Pero de ella atesoro, además
de las huellas profundas que su cuerpo desnudo puso para siempre en el
mío, y además de los placeres de su inteligencia ágil y
voraz y velocísima, una fotografía. Una mañana, la novena,
creo, me despertó con palabras en vez de hacerlo con las manos o con la
boca como todos los días.
--¿Quieres saber cómo
soy sin tatuajes?
Le dije que no, que me gustaba con
ellos. Eran tatuajes de Jena, del tinte hecho de esa planta del desierto que
según el Corán se encontraba en el paraíso al lado de los
dátiles y las palmeras. Formaban una asombrosa geometría, como un
jardín perfecto en todo su cuerpo. Y me gustaba perderme minuciosamente
en su veredas. También era una forma de estar vestida con ropa de piel:
desnudez que no es pero parece. Un manto de líneas tan sólo, pero
líneas rituales sin duda que creaban alrededor de ese cuerpo un espacio
prácticamente sagrado; donde ella era mi diosa nueva y mi experimentada
sacerdotisa; un espacio único, trascendente.
Como si no me hubiera oído
continuó buscando lo que había planeado mostrarme. Sacó
del fondo de un arcón de taracea una tela bellísima, doblada
varias veces para proteger una fotografía. Parecía una imagen muy
vieja pero estaba impecablemente conservada en un marco antiguo y además
la mostraba a ella desnuda en una toma que parecía reciente. Sólo
su cabeza estaba semi cubierta por una tela muy blanca con flores bordadas que
yo había visto todos los días al lado de su cama e incluso
había tenido en mis manos. Ella me había acariciado con los
flecos de esa tela.
Su piel obscura y tersa contrastaba
con el muro cargado de texturas deslavadas a su espalda. Era evidente que quien
tomó la fotografía le pidió que levantara los brazos para
mostrar mejor las ondulaciones de su cuerpo. Ella los mantiene en alto pero de
lado y con las manos juntas. Su mirada, también de perfil, se mantiene
abajo, escondida. Entrega su cuerpo a nuestros ojos pero su mirada pudorosa en
el fondo la oculta, la preserva. Sólo su sonrisa revela un universo de
picardía. La misma sonrisa que le había visto regalarme con
frecuencia esos días. Pero la fotografía raptaba mi
atención dentro de mi feliz rapto. De nuevo quedaba yo atrapado con fascinación en ese mundo de
paradojas sensuales donde una mujer desnuda está vestida de tatuajes y
la más revestida queda desnuda en cuanto camina; la mujer velada grita
abiertamente por los ojos y la desnuda los esconde hasta el fondo de sí
misma. Donde los jardines son secretos y los secretos del placer extremo son
jardines: Ryad
del alma y del cuerpo.
Le pregunté cuándo se
la habían tomado. Me lanzó de nuevo esa sonrisa de tres
trasfondos y no respondió. Pregunté de nuevo tres veces y
sólo entonces aceptó decirme:
---No soy yo, es mi bisabuela. Se llamaba como yo,
Khadiya, pero su historia fue mucho más complicada. Dicen que esta
fotografía fue tomada por mi verdadero bisabuelo. Pero ella nunca
volvió a verlo y él nunca supo que tuvo una hija.
Me entró el deseo de
llevarme esa imagen y la convencí de ir juntos a casa del viejo
fotógrafo del puerto para pedirle que hiciera una copia para mí.
---Bueno,
así me vas a tener sin tenerme --me dijo sonriendo. Voy a ser para ti
como un sueño nuevo en una fotografía impresa antes de que los
dos naciéramos: como un Ryad nuestro muy escondido en un tiempo que no vivimos; un
jardín en tus ojos. Sólo tú me podrás ver donde no
estoy.
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