Fragmento de la novela

Los jardines secretos de Mogador

de Alberto Ruy-Sánchez

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2. Jassiba jardinera obsesiva

 

Aquella mañana tuve finalmente que aceptarlo. Se había apoderado de Jassiba una extraña obsesión por los jardines.

            Comenzó como cualquier otra manía: con una mirada extraña, indescifrable. ¿Qué veía Jassiba en todo con esa nueva fijeza? Al principio no le di mucha importancia.

Luego parecía dejarse hipnotizar por ciertas flores como si mirara al mar o al fuego. En todos los rincones de la ciudad y hasta en las calles quería sembrar árboles. No sólo quería entrar en el patio interior de todas las casas de Mogador donde hubiera el menor indicio de una planta sino que, además, comenzó a mirarnos a todos y a todo como si fuéramos parte de algún jardín en movimiento.

            Según ella, sus amistades se marchitaban o florecían, algunas se plagaban. Había también personas que eran  flores de un día. Injertos, abonos y podas eran algunas de sus palabras favoritas para describir todo lo que hacía y por qué lo hacía. Para ella el mundo entero se convirtió de pronto en la transcripción de un gran jardín, el jardín que contiene a todos los jardines.

Un día la sorprendí sentada cerca de su ventana, ofreciendo su piel al primer sol del día. Los pies primero, luego las piernas, y más tarde la madeja de su pubis que ella miraba como si fuera un arbusto, un bosque, un sembradío. “Mis plantas se alegran”, me dijo sonriente, sin retirar la vista del mechón de vellos alborotados sobre su vientre. Una nueva línea obscura parecía crecer delicadamente hacia su ombligo. Era feliz y estaba llena de paz, como alguien contemplando uno de esos paisajes que llenan el horizonte.

Pero comencé de verdad a preocuparme el día que ella despertó emocionada gritando: "Ya llegó el  gran jardinero", justo cuando iba saliendo el sol. Abrió la cortina hasta que se iluminó un filón de su cama y se desnudó para ofrecerse al primer rayo de calor de la mañana. Extendió sus piernas muy lentamente, luego fue separándolas con emoción y, sin tocarse, muy despacio, columpiando su respiración y su pubis al filo tenaz de la luz, hizo el amor con el sol.

            Yo la miraba en silencio, asustado y fascinado al mismo tiempo, lleno de escalofríos, celoso de los dedos afilados del sol. No me atreví a tocarla o siquiera a interrumpirla. Sentí que mis manos estaban, sin remedio, muy frías. Después de haber recuperado el aliento pero aún respirando profundamente, Jassiba se acercó despacio, me acarició la mejilla, me dio un beso y me dijo al oído, con voz lenta y grave, que su felicidad era enorme, que había estado en el paraíso, en el jardín de los dedos del sol. Me quedé mudo, atado a mi sorpresa.

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Esa misma noche y los días siguientes traté de meterme en la piel del fantasma solar que la había hecho tan feliz. Un reto mucho más difícil de lo que podría haberme imaginado y que me llevaría a enfrentar pruebas extrañas, casi increíbles.

A ratos me pareció  imposible meterme en la piel de alguien que no existía sino en sus deseos. Tardé en darme cuenta de que necesitaba transformar completamente mis movimientos, mi forma de escucharla, mi mirada; tenía que ser otra la música de mi sangre, la paciencia del tacto.

Poco a poco iba logrando aquí y allá una flor, luego un brote, pero sin hacer de verdad jardín en su cuerpo resplandeciente. El deseo de Jassiba sin duda había crecido como un mediodía y tomaba formas exigentes que para mí eran completamente inesperadas y desconocidas: francamente incomprensibles. 

Entonces, no pude contenerme, cometí una de mis más grandes torpezas. Comencé a hacer interminables bromas sobre su nueva obsesión jardinera. Lo que a Jassiba nunca terminó de hacerle gracia. Las bromas se le volvieron poco a poco hirientes sin que yo tuviera conciencia del daño que hacía. Fue germinando en su piel la sensación de no ser comprendida. Y de pronto me veía cada vez más lejano, incapaz de seguirla en sus inquietudes, sordo a su nueva voz.

             De cualquier modo, entre broma y broma, yo seguía haciendo esfuerzos, pocas veces atinados, por convertirme en el  paraíso particular de esta mujer obsesiva. Sólo a ratos lo lograba. Al menor indicio de incomprensión ella me expulsaba de su cuerpo, del ámbito de su cuerpo, que era sin duda para mí el verdadero paraíso.


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