Alberto Ruy Sánchez

ESSAOUIRA
Y LA

IMAGINACIÓN MATERIAL

 

Cuando visité por primera vez el pequeño puerto de Essaouira (antes llamado Mogador), en la costa atlántica de Marruecos, me vi envuelto en una extraña experiencia de los sentidos. Todo lo que veía y sentía, todas las imágenes increiblemente bellas de la ciudad, eran de pronto indisociables de la fuerza del viento que me tocaba por todas partes. La ciudad amurallada vive bajo los vientos Alíseos. Y en ese aire que se mueve con cierta fuerza hasta la orilla de la piel, como una mano metiéndose por la ropa, hay una densidad, una consistencia que se debe a la sal de mar que lo impregna. Es una mano invisible que te acaricia.

Y cuando se apodera de uno por la boca, el sentido del tacto se ve reforzado por el del gusto, y uno comprende que es una mano de sal la que te toca los labios, la que se insinúa en tu lengua.

     El mismo viento que abrazaba mi cuerpo una y otra vez había recorrido con sus manos de sal la superficie de las murallas, y había añadido a su textura accidentada miles de granos de sal cuyos cristales brillaban al sol, llegaban a cegarme momentáneamente con su picoteo sobre la mirada.

Las murallas protegen levemente a la ciudad del viento pero también reciben en su cuerpo de fortaleza al oleaje enfurecido. Que no sólo las toca sino que les grita, les ruge, les protesta. A ciertas horas parece que se retira porque la furia se convierte en ritmo ténue y pareciera que el mar se quedo ahí cantando.

En las calles de la ciudad las voces de vendedores y contadores de historias se suman a la voz del mar: a veces se montan en el ruido de las olas como sobre un camello de sonidos. Gritan cuando no hablan en secreto. En las mismas callejuelas del mercado todo lo oído se transforma en olores, en especias impregnando a todos los que por ahí pasamos. Y esos aromas intensos, con muchos otrosque eran imponentes, terminaron por unirse al abrazo salado del viento.

Cuando escribí las primeras imágenes de aquella visita, los primeros poemas de Mogador, todavía con los sentidos embriagados y envueltos en la materialidad de la ciudad, comprendí de golpe a qué se refería el filósofo francés Gastón Bachelard cuando cuando hablaba de la imaginación material. Había leido sus libros sobre la experiencia poética del aire, el agua, la tierra y el fuego, y había comprendido sus ideas tan sólo como ideas, no las había asimilado en carne propia. Su estudio de la imaginación material no se ocupaba principalmente de la forma, como hacían casi todos los estudiosos de la poesía entonces, sino de la materia que hay en ella y lo que la materia despierta en los poetas.

Poco a poco mis impresiones dispersas sobre la ciudad se fueron llenando de mis preocupaciones sobre la naturaleza del deseo femenino y masculino. Se convirtieron en imágenes del deseo y su poesía vinculada con la materia. Me fue obsesionado la idea de que en esa ciudad el aire te toca y te trae en secreto el nombre de la persona amada. Sólo el enamorado sabe leer ese nombre en el viento. Pronto esa imagen se convirtió en detonador de la historia que cuento en Los nombres del aire.

Todas mis historias e imágenes se fueron agrupando bajo el emblema de cada uno de los elementos. Así nació la historia sonámbula que habita En los labios del agua, y así nació la historia  que brota sobre la fértil piel terrestre en Los jardines secretos de Mogador: voces de tierra.

Así como el aire es para mí la primera imagen elemental del deseo y en él viajan los nombres de quienes anhelamos más íntimamente, el agua es símbolo de lo posible y de la transformación. Cambia según las formas que puedan contenerla: como el deseo que se transforma en nuestras manos. También es símbolo de lo fugaz, de lo que se escapa entre los dedos cuando se aprieta demasiado el puño. El agua también purifica, lava, borra: es entrada a otra vida. Estar En los labios del agua es estar en el umbral de nuestra transformación como en una puerta que no acaba de cruzarse. Estar con el deseo siempre volviendo a encender el hervor de nuestra piel, incitándonos a avanzar, a tratar de alcanzar a quien deseamos.

La tierra es símbolo de la fertilidad del deseo que germina en la intimidad. Es además continuidad entre la naturaleza y el deseo de los humanos. En la tierra revive, florece con voces intensas, nuestro deseo de paraíso. Y no hay paraiso más intenso de asombrso y belleza que el cuerpo de la amada en el instante que se nos revela. Los jardines secretos de Mogador son entradas al mundo de la amada, escalas hacia el jardín de los jardines que tal vez está en la revelación poética que ella nos brinda al separar sus piernas. Donde el fuego respira con aliento alterado y está cocinando, por lo pronto, sus próximas historias obsesivas, sus poemas, su nueva exploración del deseo en forma de novela.


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