Alberto Ruy Sánchez
LA CENIZA
DEL VOLCÁN URBANO
Antes
de ser ceniza fue mi padre. Y antes fue el niño asombrado que, una noche
sin luna, al cruzar en bicicleta el cementerio en ruinas de su pueblo, vio
flotar puntos brillantes entre las piedras rotas. No eran luciérnagas ni
estrellas sino el fósforo carcomido que el viento arrancaba de las
tumbas más viejas. Muertos antiguos que abandonaban hechos
polvo sus sepulturas. Y el niño sintió que entraba por error al
tunel obscuro, picado de luz, que une al cielo con la tierra. Donde los muertos
van y vienen con el viento.
Cuando éramos
niños mi padre nos contaba ese recuerdo y todavía temblaba al
describir los detalles. Pero siempre terminaba diciéndonos que la misma
sensación excesiva, bella y terrible tuvo la noche que llegó a vivir
a la ciudad de México y vió extendido en el horizonte un mar de
luces y se fue hundiendo en el ruido de las calles, en la cantidad de gente
indiferente y de prisa, como nunca había visto. Tenía dieciocho
años. Venía de un pueblo del norte de México, de Sonora,
donde el desierto y el mar unen sus vacíos. Y llegó cuando la
ciudad era diez veces menos grande. El caminaba de orilla a orilla para ver a
su novia por las tardes. Si ahora hiciera lo mismo la vería solamente
una vez a la semana.
Pero le gustaba la ciudad
y presumía de conocerla palmo a palmo. La disfrutaba hasta en sus mapas,
que siempre tenía con él y no dejaba de abrir al azar para
callejear con los ojos. Durante sus veinte años de taxista nadie le
había pedido que lo llevara a una calle que él no conociera. Y
decía que ningún otro taxista era capaz de lo mismo. Cuando le
decíamos que regresara a su pueblo de Sonora se enojaba y gritaba que
nunca la abandonaría. Que era su ciudad.
Casi todos los que
comenzaron a trabajar con él abandonaron ese oficio. Sobre todo en la
época que hubo una limpia en la policía de la ciudad y a uno de
los policías despedidos por corrupción se le ocurrió pedir
a sus amigos y socios que permanecieron dentro un permiso para ser propietario
de taxis. Hacía muchos años que la policía no daba esos
permisos y en un mes los setecientos despedidos de la corporación por
vínculos evidentes con el crimen se convirtieron en taxistas. Y
comenzó esa oleada de asaltos en los taxis que no ha hecho sino crecer
desde entonces sin que ningún gobernante se atreva a tocarla. Los
beneficios de ese negocio en movimiento se derraman hacia adentro de la policia.
Los taxistas como mi
padre huyen de los que llaman entre ellos submarinos: falsos taxistas que
emergen atacando a su pasaje. Y cuando alguno se atrevió a denunciarlos,
amaneció misteriosamente ahogado en los viejos canales de desague de la
ciudad. En una colonia muy popular los vecinos atraparon y lincharon a
unos taxistas asaltantes. Cada día es más frecuente que cuando la
policía no actúa los vecinos ejecutan su justicia. Dicen que hay
un promedio de cinco linchamientos diarios en la ciudad y sus alrededores.
En todo eso iba pensando
mientras mi avión volaba ya sobre la ciudad de México el otro
día, cuando regresé de urgencia al velorio de mi padre. Me
llamaron al restaurante donde trabajo en Palo Alto, y mis hermanos me contaron
que mi padre había muerto, que me viniera de volada, que ellos me
prestaban para el avión si no tenía.
Así me vi de pronto, en ese avión
que rodeaba los volcanes, viendo desde arriba las fumarolas del Popocatepetl, y
la nube de ceniza que iba extendiendo sobre la ciudad como un manto fino que
cada segundo se hacía más delgado ante mis ojos. Recordé
la primera mañana que el taxi de mi padre amaneció cubierto de
ceniza, hace unos años, cuando resucitó la montaña y mi
padre dijo, mientras limpiaba su auto verde claro: “ya nos vamos
acercando, cuando ves ceniza la muerte anda cerca”.
Como el aeropuerto
está en el corazón de la ciudad alcancé a ver la calle
donde vivimos, los pocos parques, y el caos de casas como si fuera lava, como
si fueran cubos desordenados que bajaron del volcán y llenaron todo el
valle, hasta la orilla de las otras montañas. En su movimiento
levantaron un polvo amarillo que se detenía plano en el cielo
conviertiéndose en la tapa opaca que cerraba por arriba al valle, a la
ciudad, como un frasco con luciérnagas amontonadas o más bien como un cofre de cristal sucio
por dentro.
En el avión,
busqué el periódico donde mis hermanos me habían dicho que
se contaba el asesinato de mi padre. Era una nota breve en la tercera plana de
una sección llamada Ciudad. El reportero había reconstruido la
escena con los testimonios de toda la gente que presenció aquello. Mi
padre había levantado a un cliente unos veinte minutos antes. Al pasar
frente a uno de esos mercados ambulantes que se ponen en la calle un día
a la semana le dijo al pasajero que tenía urgencia de ir al baño,
que por favor lo esperara. Mi padre preguntó en varios puestos donde
había un baño y le dijeron que desde hace meses el nuevo gobierno
de la ciudad ya no les ponía las letrinas portátiles que antes
siempre acompañaban a los mercados ambulantes, a los tianguis. El buscó ocultarse
detrás de un puesto de lonas altas y, sobre el muro de una casa,
comenzó a orinar abundantemente. No había terminado cuando un
habitante de la casa salió furioso gritándole: “¿Quién
te envía? ¿Quién te está pagando para que vengas a
mear mi casa?”
Entró corriendo y salió de
nuevo con un cuchillo de cocina en la mano. Mi padre no terminaba
todavía cuando se lo hundió en el estómago y lo
volvió a hacer tres veces.
La policía llegó después y
tocó en la puerta del asesino, estaba lavando su cuchillo en la cocina.
Pero abrió gritanto: “yo no fui, fue culpa de quienes lo mandaron
a perjudicarme. Sólo él sabe quien fue.” Después se supo que el asesino
era miembro de una de las doscientas treinta bandas de secuestradores que
operan en la ciudad de México. Estaba escondiéndose de sus
antiguos socios que siempre lo hostigaban y ahora lo buscaban para matarlo. Era
la quinta vez que se mudaba de casa dentro de la ciudad. Según el
reportero, el asesino había desarrollado una paranoia, en gran parte
justificada, y mi padre se había metido en su delirio justo en el
momento menos oportuno. Y yo no entendía como mi padre adoraba esta
ciudad que conocía hasta la médula. La conoció y
amó tanto que, como un insecto atraído por su luz tocó el
fuego de su violencia hasta consumirse en ella.
Unas horas después
estaba en la agencia funeraria con toda mi familia y los amigos y los vecinos.
Todos estuvieron ahí un día y medio antes de que yo llegara.
Apenas alcancé a verlo unos minutos. Y mirándolo tan ausente,
sólo pude pensar en el sentido del humor que siempre tenía y en
cómo no hubiera desprovechado esa oportunidad para hacer alguna broma
sobre sí mismo. Lo comenté con mis hermanos y nos dio un ataque
de risa recordando sus historias, sus carcajadas. Casi lo oímos reir mientras
lo mirábamos muerto. Se lo llevaron muy pronto. El viento cerró
de golpe las ventanas del salón donde aguardábamos mientras lo
incineraban, y tanto yo como mis hermanos tuvimos la sensación de que
él venía en esa corriente de aire a decirnos adiós.
Me entregaron una caja de
madera clara con sus cenizas. Una parte de ellas, como polvo indiscreto, se
había quedado encima y tuve la tentación de soplarla. Pero la
conciencia de que eso era mi padre me detuvo. Cuando me pusieron esa caja en
las manos sentí un golpe en el cuello y un jalón en el
estómago. Cerré un instante los ojos y miré resplandores
en medio de mi mareo. Conservé los ojos cerrados y recordé al
niño del cementerio que creía haberse metido por error al tunel
obscuro, picado de luz, que une a los vivos con los muertos, el niño
asombrado que era mi padre antes de ser ceniza de la ciudad en mis manos.
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