Alberto Ruy Sánchez
Nunca he sabido exactamente en qué consiste la fuerza extraña que vuelve
cálido un texto. Aunque ya sería tiempo de que lo averiguara. Quince años
siendo editor de la revista erótica El Jardín Perfumado, especie de Playboy más cosmopolita (menos rubias y más costumbres
eróticas de otros pueblos), llevan a la gente, equívocamente a pensar que soy
un especialista en esos temas. Pero si soy sincero, entre más pasa el tiempo y
más cosas me pasan menos sé del asunto. Más ridículo me siento y menos
idílicamente erótico. Tal vez el erotismo y la pasión siempre son ridículos. Y
por un instante magnífico nos engañamos pensando que son sublimes.
Y conste que hablé de un texto cálido y no erótico. El
término mismo de “literatura erótica” me parece molesto y falto de interés. Es
como una de esas declaraciones de principios de los políticos, casi siempre
vacías. No hay nada menos erótico que un libro o una revista que llevan esa intención
en la portada. Se vuelven un saco roto donde se echan cosas que no vienen al
caso: torpezas disfrazadas de osadía, frustraciones algo estúpidas,
vociferaciones visuales y escritas, eyaculaciones del temperamento y muy poca
sensualidad verdadera.
Sin
embargo, la temperatura que un texto produce en el cuerpo de algunos lectores
es un hecho innegable. Hay historias que nos trastornan, que se nos suben a la
cabeza, o a otras partes del cuerpo. Porque es bien conocido que los hombres
con mucha frecuencia pensamos con el sexo. Y claro, las mujeres también.
Eso que cuando se menciona es visto como un defecto de
las personas a mí siempre me ha parecido una cualidad. Poder pensar con el sexo
es un privilegio. Nada más vital e inquietante que una idea firme que se acerca
lentamente hecha cuerpo y nos envuelve. Nos hace renacer.
Detesto
por eso a las iglesias, a las causas políticas o sociales, e incluso a las
pasiones que nos invitan a sacrificar la vida en su nombre. Por fidelidad a sus
principios matan las muchas maneras de afirmar la vida. Entre ellas, el
erotismo.
En mi columna semanal “Tocar tus sueños piel
adentro”, que desde hace once años escribo en la última página de El
jardín Perfumado, me he puesto a
explorar palmo a palmo un tema que para muchos de los lectores de la revista
resulta demasiado sutil y alejado de sus intereses inmediatos. Aunque a otros
les interesa tanto como a mí: he querido saber cómo es la vida de ese animalito
peligroso, muy traicionero, que algunas veces llevamos dentro y al que, como si
fuera un perfume azucarado damos el nombre pomposo y un poco cursi de Deseo. Me gusta observar cómo se manifiesta y se oculta.
Gozo enterándome con detalle de sus caprichos. Y compruebo día a día que no
tiene nada de cómoda mascota, que es más bien indomable, con frecuencia es
incluso impredecible.
Cuando veo, escucho o siento que el deseo relampaguea
en mí o a mi alrededor, me pongo a escribir. Soy su cronista amaestrado.
En esa columna, donde lo mismo publico crónicas que
relatos y poemas, he tratado de estar atento al deseo. Sobre todo al deseo de
las mujeres. He querido observarlo y contarlo a mi manera, con mis limitaciones. Y en cuanto creo avanzar un
poco se me viene encima la evidencia de que es muy poco lo que logro
comprender; de que tengo que tratar de ser más sutil y delicado y nunca suponer
que el tema es completamente dominable. Más de una vez una mujer desnuda a mi
lado me ha dicho: “Sebastián, no entiendes nada del deseo”. Lo he aceptado como
un regalo radical: el de la sinceridad que nos permite ver de verdad dónde
estamos y con qué limitaciones. Y cada vez he comenzado de nuevo mi búsqueda.
Para ello siempre tengo que regresar al cuerpo de una
mujer. Fuente de todo el
conocimiento que me importa.
Lo primero sin duda, al tratar de conocer el deseo de
una mujer es averiguar dónde comienza de verdad su piel y qué forma tiene. Y
eso sólo se puede hacer tocando. Claro que se toca también con los ojos, con la
voz, con todas las extensiones y transformaciones del tacto. Y el problema que
parece simple es en realidad uno de los más complejos porque la piel de una
mujer se extiende y se contrae de manera invisible a la mayoría de los hombres.
Aunque algunos no lo quieran aceptar, las mujeres
crean con la piel, alrededor de ellas, algunos ámbitos impresionantes. Espacios
amplios o estrechos, muchas veces laberínticos. Espacios invisibles a la
mayoría pero muy presentes. Espacios que nos seducen o nos alejan. Y si tenemos
mucha suerte nos acogen. Hay ámbitos devoradores y otros más bien rasposos.
Algunos prometen, atrapan, tuercen el rumbo y repelen. Otros son como
verdaderas montañas rusas: roban el aliento a cada curva, y nunca te abandona
la sensación de que se va a salir disparado en cualquier instante, se tiene una
necesidad de aferrase hasta con las uñas y un vértigo que dura varios días.
Tocar la piel de una mujer es algo que comienza cuando
menos se espera. Y lo triste a veces es no haberse dado cuenta. Con mucha
frecuencia pisamos inadvertidamente esa piel que delicadamente se nos acerca. Y
el otro día, en un restaurante de mariscos, casi di un golpe con mis torpes
caderas al rostro bellísimo de una mujer morena sentada en una mesa vecina a la
de unas amigas cuando de golpe me recliné para saludarlas con un beso.
Nunca lo repetiré lo suficiente: reconocer la piel de
una mujer es un reto enorme para la percepción más bien limitada de los
hombres. Yo no sé si tantos años aplicando y pensando el maquillaje hace a las
mujeres más conscientes de esa pluralidad formal de su piel. El caso es que los
hombres somos bastante ciegos a este fenómeno de irradiación cutánea. No vemos
muchas veces esta arquitectura móvil del cuerpo femenino y sus afectos. Por lo
que me he pasado la vida tratando de ser sensible a esa manifestación de su
piel.
En eso estaba pensando el otro día que me tocó leer
uno de mis cuentos en un festival literario y sentí una especie de oleaje venir del público hacia mi
conforme iba avanzando en la lectura.
Nunca supe exactamente cómo comenzó pero de pronto me
di cuenta, después del tercer o cuarto párrafo, que un par de mujeres en la
tercera fila me estaban tocando el cuello y los labios con la mirada. Sus ojos
recorrían mi cuerpo lentamente, como dedos firmes y ávidos. Vi sus manos
moverse tan sólo un poco, como sonrisas amenazantes. Pero con la extensión de
la piel de sus brazos habían saltado hasta mí, hasta mi boca, por el puente de
mis palabras. Como un camino muy fácil de recorrer. Muy pronto otros brazos y
otras manos iban por el mismo puente colgante.
Me iba sintiendo emocionado pero también presentí el
peligro de ahogarme en ese oleaje que no conocía.
Disminuí la velocidad de mi lectura para ir avanzando
con más tiento pero eso pareció empeorar las cosas. Al detenerme brevemente, al
introducir uno o dos segundos de silencio, aquellos brazos desde lejos me
estrechaban de golpe y casi me asfixiaban. Sus ojos me mordían. Una mujer en la
quinta fila, con un pecho muy prominente y escotado, lo extendió hacia mí
pellizcándome los labios con la línea comprimida entre sus senos. Me costó aún
más trabajo respirar y seguir leyendo.
Lo hice con la conciencia de que mi voz salía de ahí,
desde la profundidad de esos senos. Se me corta de nuevo la respiración al
recordarlo. Pero fue justamente la
respiración de otra mujer en la primera línea lo que llamó mi atención y me
hizo continuar y luego sentirme responsable de su aliento. Como si al hablar yo
fuera dándole aire, ritmo a su aire. Y en su boca entreabierta fui depositando
una a una cada sílaba. Recuerdo la textura de sus labios, línea a línea, de
afuera hacia adentro de su boca. Y mi emoción al ver de pronto la punta de su
lengua.
Ya para entonces, sin darme cuenta totalmente, iba
poniendo sílabas en todas las bocas, y comencé a notar como algunas mujeres
apretaban las piernas y otras las aflojaban. Sentí sobre mis mejillas, como
abanicos diminutos y mal acompasados, el aire que con todos sus cuerpos esas
ciento quince mujeres y uno que otro hombre en la sala movían hacía mí.
Fue entonces cuando me alcanzó, como una segunda ola
descomunal, el aroma de mar que con frecuencia acompaña al deseo en las
mujeres, emergiendo como un perfume indomable entre sus labios vaginales,
impulsado en el aire por aquel leve pero continuo aprieta y afloja que sólo yo
parecía notar.
En la parte final de mi lectura tenía la impresión de
estar flotando. No tenía los pies, ni nada en tierra y todo mi cuerpo pasaba de
mano en mano, de boca en boca.
No podía imaginar qué sucedería en cuanto terminara de
leer. Entraron de golpe los organizadores anunciando que nos habíamos tomado
casi media hora de la lectura siguiente y no daba tiempo de preguntas y
respuestas. Mientras se escuchaban protestas, y uno que otro suspiro, me
sacaron por una puerta trasera. Yo estaba agotado pero muy feliz. Una sensación
muy cercana a haber hecho el amor con varias mujeres me invadía: no como cuando
se hace con una sola persona y se le conoce a fondo sino como cuando uno es
objeto del deseo de manos y bocas y piernas y sexos múltiples y todo se vuelve
más un juego loco que una experiencia de conocimiento gozoso y exploración
minuciosa de la amada con los lenguajes del cuerpo. Terminé así exhausto y
estúpidamente sonriente.
No recuerdo en detalle lo que leí aquella vez pero
creo que no fue un cuento sino un fragmento de novela. Debe haber sido esa
larga y detallada escena en que Jassiba, la protagonista de mi último libro,
una mañana al despertarse a mi lado en la cama, mientras yo estaba entre
dormido hizo el amor con el sol. En los días siguientes varias mujeres me dijeron
que la pequeña sala del teatro berlinés donde fue la lectura se quedó como una
olla de presión durante un tiempo y que seguramente muchas, desde ese día
despiertan más atentas a los dedos madrugadores del sol sobre sus camas.
La mañana siguiente, uno de los escritores
participantes, un venezolano que llevaba ocho meses viviendo en Berlín sin
familia ni novia y que el día anterior me había contado que se sentía ya muy
solo y friolento, se me acercó para decirme que ahora estaba muy feliz y en
deuda conmigo.
El no había asistido a mi lectura pero en la esquina
se encontró a una alemana guapa que había estado ahí. La abordó inmediatamente
y ella le habló con entusiasmo de lo que acababa de escuchar. Le relató
detalladamente las sensaciones que había tenido, especialmente en la boca y
entre las piernas a lo largo de aquella hora y media de lectura.
En menos de diez minutos estaban haciendo el amor en
un hotel frente al café donde se habían conocido.
Pero al tercer día mi nuevo amigo venezolano llegó muy
triste a contarme que ella no quería ya ni detenerse a tomar un café con él y
mucho menos regresar al hotel.
Destrozado, dijo que me odiaba, que ella le había dicho sonriendo:
“Entiéndelo, no se trataba de ti ni de mí. Fue algo más fuerte que nosotros. No
tiene nada que ver con que me haya gustado o no hacerlo contigo. Porque ni
siquiera estaba haciéndolo contigo.”
Si me lo hubieran contado o si hubiera leído eso en un
cuento no lo habría creído. Pero ahí, en el Mitte: el barrio central del Berlín
antiguo y recién unificado, esa semana de septiembre todo comenzó a parecerme
posible. Sobre todo desde el punto de vista erótico. Algo tienen las ciudades
bombardeadas y reconstruidas que se vuelven metáfora de lo que sucede con los
cuerpos después de que ha pasado sobre ellos el deseo: un ansia de vivir se
apodera de todo y las ruinas comienzan a comportarse como bosques nuevos, son
yerbas recién plantadas que se sueñan jungla.
De aquella lectura me llevaron por la puerta trasera
con mucha prisa a una comida oficial del Festival. Entre los patrocinadores
había algunos de los mejores restaurantes de Berlín que ofrecían cada día a una
docena de personas, la mayoría escritores participantes en las lecturas, una
comida muy especial.
Ésta se nos ofreció en una de los hoteles más antiguos
de la ciudad y tenía un tema. La conversación debería girar en torno a la
pasión. Al lado de un jardín de rosas, en el patio central de un viejo
edificio, bajo el sonido de una fuente, una docena de personas comíamos
delicias breves cuyo recuerdo sin nombre se me ha quedado en la lengua.
Poco antes del plato principal, una moderadora de la
mesa nos invitó a mencionar y comentar nuestra mayor pasión. Fue elegida por
los organizadores porque acababa de publicar, con seudónimo, un libro sobre todo
lo que es posible hacer, desde la cocina hasta la cama, con la Fruta de la
Pasión. Aunque en ese momento tuve la certeza de que también fue elegida porque
sabía poner sobre la mesa, ayudada por un amplio escote en forma de V muy
abierta, los dos enormes frutos de la pasión que movía con mucha gracia y que
nos tenían especialmente distraídos a todos los latinoamericanos.
Su invitación resultó de cualquier modo algo abrupta.
Para muchos no era fácil hablar de sus pasiones mientras comían y menos ante
esa reunión de desconocidos masticando, como lo éramos casi todos alrededor de
aquella mesa.
Varios escritores declararon que escribir era su
pasión. Y lo hicieron con mucha compostura, sin los detalles ni las pequeñas o
grandes perversiones específicas que todos tenemos en nuestro oficio. Sonó tan
correcto y poco apasionado que la moderadora pidió justamente lo contrario,
algo de inmoderación, y que cada quien confesara algo más que su obvia pasión
por la escritura.
Alessandro Baricco habló, ahora sí con enorme
entusiasmo y casi salivando, de eso que desde los pies hasta los sueños lo
enloquece: el fútbol. Me di cuenta hasta qué punto podemos ser indiferentes
ante las pasiones de los demás. Y no sólo porque el fútbol me deja frío sino
porque cuando él hablaba hacía gestos de pegarle a la pelota con la cabeza y
sin duda pateaba a sus vecinos por debajo de la mesa. Recordé aquellos juegos
dominicales a los que tuve que asistir cuando mi hijo pequeñito jugaba y mi
asombro de entonces ante una fauna de padres enrarecidos gritando insultos muy
violentos a sus hijos de nueve años de edad para que le pegaran a la bola como
sus padres les habían enseñado. Hombres que a la menor diferencia con el
árbitro o entre ellos solucionaban todo a golpes. Y me imaginé a Alessandro
entre esos otros padres apasionados, uno de aquellos domingos que parecían tan
sanos vistos desde afuera, corriendo como tigre enjaulado a lo largo de la
cancha con las manos siempre metidas en los rombos de la ruidosa barda de
alambre. Pensé que tal vez así se ven todas las pasiones desde afuera, muy poco
apasionantes.
Verónica Murguía, que era la escritora estrella del
festival junto con Alessandro Baricco, confesó que su única pasión absoluta era
su marido, el poeta David Huerta. Quien no estaba ahí pero que más de un
escritor alemán en ese momento estaba envidiando. Sobre todo después de esa
confesión inesperada. Como si no resultara lógico en la reunión hablar de una
pasión por otra persona. La moderadora pidió la descripción de algo más como
nuestra pasión: ni nuestros oficios ni nuestras parejas. Lo que dio a un
escritor colombiano la oportunidad de confesar la pasión que estaba creciendo
en él por la moderadora. Y mientras lo decía no quitaba los ojos de su escote.
Ella, en un gesto que podría pasar por timidez aunque no lo fuera, reía
nerviosa temblando un poco. Lo que en su pecho se convertía en un temblor
desmesurado: una llamada de atención grande como un grito. El colombiano al ver
eso perdió el aliento mientras aspiraba una doble AhAh. La mayoría de la mesa
también. Hubo luego un notorio silencio que la moderadora rompió con el lugar
común de que pasó un ángel. A lo que el colombiano respondió afirmando “pasaron
dos y no se han ido”. Y siguió masticando un bocado de carne, aunque más
lentamente y sin despegar los ojos de los pezones cada vez más notorios de
nuestra anfitriona. Uno de ellos, al ponerse duro daba la impresión equívoca de
casi salirse del escote. Todos se daban cuenta sin decir nada y yo
especialmente que estaba al lado de la moderadora y podía mirar a la vez su
escote casi desde arriba y los ojos de todos atrapados en aquel doble
movimiento incierto.
El director del festival, Uli Schreiber, se sintió
obligado a romper el silencio incómodo declarando que su pasión consistía en
hacer que la gente se conociera y por eso se había lanzado a organizar un
festival como ese. Miriam, una rubia muy bella, también de la organización del
Festival, contó una historia de su infancia y la pasión ciega que sentía por su
primera maestra. Pasión que le ocasionó profundos sufrimientos de rechazo y
hasta regaños. Terminó contándonos que hasta hace muy poco se enteró de que su
primera pasión era correspondida. La pasión, pensé, nos vuelve como niños
obsesivos que no pueden pensar en nada más. Ni siquiera permite darnos cuenta
de la pasión que despertamos en otros con la nuestra.
Llegó mi
turno y, muy brevemente, como queriendo salir del paso, seguro de que a nadie
le interesaban mis obsesiones, confesé mi pasión por el baile. Así, tal cual.
Hubo un silencio sorpresivo en vez de pasar a otra
cosa. Bajé la vista a mi plato buscando algo que meterme en la boca pero
desgraciadamente estaba vacío. Solo la moderadora tenía todavía algo que comer
enfrente. Claro que no me atreví a meter la mano en su plato, aunque estaba
justo a mi lado y era una gran tentación acercarse todavía más a ella. Invadir
las cercanías de su cuerpo, de su piel visible e invisible.
Entonces, dándose muy bien cuenta de mi deseo
instintivo, tomó su plato con la mano izquierda y lo extendió hacia mi
ofreciéndome sus papas fritas. Cuando levanté la mano hacia ella lo retiró de
golpe sonriendo provocativa y colocándolo, casi sin querer, a la altura de su
escote. Sin que ella se diera cuenta, ese brusco movimiento dejó asomar una
parte de la aureola de su pezón izquierdo. La boca se me hizo agua en un
instante imaginando, presintiendo, la textura granulada de esa aureola entre
mis labios y lo duro de la prominente cabeza del pezón.
Hubo
por un instante una perfecta continuidad entre el plato, las papas, la línea de
su escote, sus dos frutos de la pasión con su pezón asomando y mi apetito. A
todo eso vino a alinearse mi creciente sed de su saliva. Es tuyo --me dijo
refiriéndose al plato aunque yo pensara en otra cosa— todo tuyo si nos cuentas
algo más de tu pasión por el baile. Porque no nos quedó claro si lo que te
gusta es admirar el arte de la danza profesional o cualquier baile de salón.
Explícate.”
Desarmado completamente, atrapado en su equívoca
oferta, comprado ampliamente desde antes por el movimiento de su brazo hacia
mí, tuve entonces que olvidar mi intención original de decir casi nada y
confesar una de mis más agudas debilidades:
“Me encanta ir a los salones de baile. No sólo a ver
sino a bailar. Y trato de hacerlo dos o tres veces por semana. Pero mi pasión
es cotidiana: no puedo salir de mi cama por la mañana, le dije mirándola a los
ojos, si no hago algunos pasos de baile. Antes incluso de ir al baño o lavarme
los dientes tengo que bailar un poco. Es una necesidad absoluta. Me despierto
siempre con algo de música en la cabeza. La estiro y estiro al aire mis brazos,
mis caderas. Soy muy feliz en ese instante. Si dormí solo pongo un disco al
saltar de la cama. Generalmente uno de percusiones que comienza muy suave y
sensual avanzando enloquecido por la cuesta de los tambores hasta que mi
corazón toca con las tumbadoras y mis caderas se quiebran y requiebran en
círculos veloces. Y es tan bueno eso para mi espalda y para mi ánimo que si no
lo hago no estoy bien en todo el día, como si algo me faltara. Mi primera
erección, con la que despierto, ya para entonces está muy meneada y ha vibrado
tanto en el aire que cuando llegó a la ducha el agua caliente es un alivio y me
masturbo lentamente cuidando de no lastimarme. Dicen que es muy bueno hacerlo
todos los días para evitar futuros problemas de próstata.”
“Si duermo con alguien, normalmente me despierto antes
y, sin despertarla trato de comunicar la música que llevo dentro a la piel
extendida de esa mujer. No tiene que oír mi música sino sentirla y el reto
interesante es que la sienta incluso sin que yo la toque. Porque esa música
para bailar está antes que nada en mi sangre, en la sangre de mis venas y es la
que llena tercamente mi primera erección. Siempre he creído que las mujeres son
mucho más sensibles de lo que los hombres solemos creer y que algunas de ellas
escuchan la música de la sangre en una erección como algunos de nosotros somos
capaces de oler la felicidad marina de su sexo. Y hasta ahora no me he
equivocado identificando esa cualidad en mis parejas. Es tan emocionante darse
cuenta de que el ritmo de la sangre de mi sexo empuja de pronto sus primeros
movimientos de la mañana, sus leves estiramientos semidormidos, acompasados por
el sueño, y un requiebre de su pubis y de su sexo dirigiendo hacia mi su hambre
vaginal incluso antes de despertar.”
“En ese paso de baile de cama entro por atrás a la
vagina, no sin antes comprobar en ella una humedad exagerada. Hay que bailar
antes con caricias muy sutiles por su nuca y otras partes de su cuerpo que sean
sensibles sin ser capaces de despertarla. Lo importante es que ella pida lo que
quiere entre sueños y despierte de lleno solamente cuando ya me lleve muy
adentro y aún así no sea un despertar completo el que guíe sus movimientos. No
hay mejor baile que ése para comenzar el día y sus pasos nos hacen ver el mundo
de otra manera. Ella me parece más bonita después de que hacemos el amor
bailando entre sueños. El mundo es distinto, todo se ve diferente que cuando no
bailo. Y cuando bailo por la noche…”
Me di cuenta de
pronto de que estaba explicando mucho más de lo que me pedían y me callé
de golpe, un poco apenado de imponer
a todos mi obsesivo interés por el baile. Pero ella, a mi lado, me
suplicó que continuara. Noté que las mujeres querían seguir oyéndome pero
algunos hombres estaban algo molestos y desinteresados, como yo con el fútbol.
Ella insistió de nuevo y para terminar, dando sin dar, le dije:
“También el baile de salón me encanta: dialogar tan
sólo con el lenguaje del cuerpo, conocer a una persona por las reacciones
instintivas de sus movimientos mientras la llevas en brazos es una experiencia
irremplazable”. Y no expliqué más.
Nuevo silencio. Su pezón seguía asomando, saltándome a
los ojos. Ella extendió el plato hacia mí de nuevo con la mano izquierda
mientras que con la derecha tomó mi brazo. Y al hacerlo escondió sin querer el
pezón en el escote. Y todo eso fue para mí como una puesta de sol en el
horizonte. Quedé hipnotizado buscando al ausente, contemplando lo que quedaba.
Y ella, lentamente, parecía ofrecer a mi vista más ampliamente su pecho.
El colombiano, algo enojado me dijo violento. “Eso no
es bailar.” Y luego, dirigiéndose a ella, como tratando de disuadirla de la
atención que me daba: “Será pasión pero no es baile. Los mexicanos no saben de
baile, los colombianos sí que sabemos.
Otro autor, molesto también conmigo, se unió al
colombiano: “Tiene razón Felipe, eso no es baile pero no es pasión tampoco. No
es nada. Una pasión es algo más profundo y terrible. Una pasión no es un
pasatiempo, un hobby, como el
fútbol o el baile. Una pasión es algo por lo que uno está dispuesto a morir.”
Con
ese dramatismo y una buena parte de razón me liquidó sin ninguna duda. Era un
escritor griego muy interesante, Eugene Trivizas, profesor de criminología en
la universidad de Oxford. Autor de libros para niños donde la crueldad estaba
muy presente, como en la gran tradición de los clásicos infantiles. Era un
bestseller para niños. Su libro más conocido El cochinito muy malo y los
tres lobitos buenos, lo ha vueltomuy
famoso y probablemente millonario. Eugene insistió: “hay un lado oscuro siempre
en la pasión. Como cuando se habla de crímenes pasionales. Una pasión es algo
por lo que se está dispuesto a morir o a matar. Lo demás son tonterías, pequeños
goces no sufrimientos. Bailar es una tontería, nadie ha muerto bailando.”
Fue
contundente. Eliot Weinberger, que no había confesado por cierto su pasión y no
la confesaría, tomó la palabra para darle la razón al griego invocando a la
mitología clásica y a la raíz de la palabra: passio significa sufrimiento. Y reiteró que sin duda Eugene
estaba en lo correcto pero que justamente eso impedía hablar ahí, en público,
de nuestras pasiones verdaderas. De lo que padecemos o estamos dispuestos a
padecer.
Verónica,
profunda y muy amable conmigo, algo compadecida, intervino diciendo que si bien
es cierto que hay una dimensión oscura de la pasión, porque por algo una parte
de la pasión de Cristo consistió en su encuentro con el demonio, sí podría
llamarse pasión una debilidad por el baile y sus goces. Que sí hay pasiones
placenteras y que en el amor se sufre y se goza. No todo en la pasión es
sufrimiento. Citó a Víctor Hugo hablaba de “la alegría de la tristeza”.
Eliot
dijo entonces, irónico, con la agudeza que lo caracteriza: “Sí, puede ser. Pero
por algo Cristo no vio al demonio para sacarlo a bailar. La historia de la
humanidad y una de sus religiones sería distinta.”
A
Eugene se le puso la cara muy roja. Los ojos se le saltaron de las órbitas,
como si más de la mitad de su circunferencia estuviera fuera, apenas contenida
por el vidrio de sus lentes. Daba algo de miedo ser increpado por él en ese
instante. Me miró fijamente y me dijo: “Y no creo que ningún interés por bailar
con alguien vaya tan lejos como para ser asesinado o matar por ello. Y si no es así es tan solo un
pasatiempo banal, no una pasión verdadera”
Entonces,
no tuve más remedio, y comencé a contar el día en el que casi me matan por
bailar o casi asesino a alguien con un cuchillo de cocina mientras bailábamos.
“Era
uno de esos bailes organizados cada ocho de marzo por la Fundación Semillas,
para reunir fondos de apoyo a clínicas de mujeres en lugares inhóspitos o para
pagar abogados de mujeres golpeadas. En esos bailes generalmente algunos escritores
y muchos actores, sobre todo de telenovelas, nos ofrecemos para bailar con
quien sea que nos pague “una ficha” por hacerlo. El dinero que se recauda viene
de la venta de las fichas y la venta de entradas.”
“A
mí me gusta bailar sin parar toda la noche haciendo cada vez, en cada pareja,
un descubrimiento. Pero me gusta también ser objeto de las fantasías más
disímbolas. Casi ninguna ha leído mis libros ni sabe quien soy. Algunos de los
actores sólo bailan con las mujeres que les gustan. Yo bailo con todas, de
todas las edades y apariencias. Siento que doy un servicio: que ayudo a liberar
deseos ocultos. Es un día en el que muchas vienen y me dicen, sin conocerme
antes, cosas atrevidas que nunca osaron antes poner en su boca. También sacan
sus fantasías por las manos, por los ojos. Y nadie baila más de una pieza con
la misma persona. La circulación de fantasías es muy intensa, generalmente muy
divertida.”
“Yo
casi siempre salgo de ahí entusiasmado, lleno de la vitalidad que varias
decenas de mujeres han puesto en mi cuerpo. Porque me convierto, en el tiempo
que dura cada pieza, en lo que cada una de ellas quiere.”
“Pero
la otra noche, cerca de la una de la mañana, cuando había más gente en el salón
y la pista estaba repleta de parejas, recibí una ficha de una mujer que nunca
había visto y que de entrada me dijo: ‘Vine a este baile sólo para estar
contigo. Llevo un año planeándolo, deseando estar así, en tus brazos. He
pensado mil veces en donde pondrías cada uno de tus dedos. En donde pones ahora
tus ojos. He imaginado cientos de veces el calor de tu aliento que ahora siento
y gozo mientras me hablas. Y también he pensado en los músculos de tus piernas.
Sobre todo la derecha que voy ahora a apretar entre mis piernas. Y me encanta
darme cuenta de que la tienes más musculosa de lo que yo pensaba.’
“La
verdad es que me asustó un poco. Y me dejó sin palabras. Le pregunté su nombre
y me dijo: ‘No te interesa, no quieres saberlo. Y además no te conviene
saberlo. Te puede costar la vida si me buscas mañana. Y yo creo que vas a salir
de aquí con ganas de verme mañana pero va a ser imposible. No importa mi
nombre. Yo leí un cuento tuyo que se llama “Los nueve placeres del baile” y
creo que te quedaste corto. Yo te voy a enseñar otros nueve.’
“Apretó
mi pierna entre las suyas como me lo había prometido y mientras bailábamos fue
descendiendo como si se deslizara milímetro a milímetro y luego fue escalándome
de una manera que yo nunca había vivido. Como si sólo se sostuviera sobre mi
pierna vertical con la fuerza del sexo oculta tras los labios vaginales. Sentí
de pronto que su sexo me empapaba los músculos muy cerca de las rodillas. Y fue
subiendo hasta empaparme toda la pierna y luego empapó mi erección, que ella
misma extendió hacia abajo con todo el peso de su cuerpo doblegándola.”
“Estaba
a punto de llenarme de semen cuando ella gritó a mi oído, escondiendo su grito
detrás del de Celia Cruz enloquecida frente a la orquesta. “Eso también lo
calculé, Celia me encanta y cada vez que la oigo pienso en ti, en bailar
contigo. Me sé de memoria sus canciones como me sé tus novelas. Pienso en algunas frases como si me las
dijeras al oído. Pongo tus libros en la cama cuando me masturbo. Y decirte todo
esto es como venirme de nuevo. Mil veces me he venido teniéndote dentro de mí,
en mi vagina porque habitas mis dedos embriagados de ti y mi cabeza testaruda.
Y hasta de vez en cuando se me sale tu nombre cuando hago el amor con mi
marido. Sólo si pienso en ti, Sebastián, lo gozo. El ya no me interesa nada y
lo sabe. Detesta dormir entre tus libros y cuando me descuido me los tira a la
basura o los quema. Sus hijos se burlan de que tenga eso que ellos llaman
“celos virtuales”. Él no quería que viniera hoy a verte pero le dije que
si me lo impedía por la fuerza, yo
lo mataba. Y hasta lo amenacé con un cuchillo de la cocina.’
“La
verdad es que ya en ese momento más que halagarme me asustaba. Es normal
convertirse en lo que una mujer quiere porque esa es la regla del deseo: uno
deja de ser uno mismo para habitar la piel que tejen para nosotros las mujeres
con sus sueños, con su propia piel, y hasta con los vellos del pubis que
algunas veces se depilan o razuran para nuestros ojos. Terminó la música y
sentí cierto alivio. Fui consciente en ese instante de que mi cuerpo sentía otra
cosa que mi cabeza, de que toda la imaginación de mi sexo se dirigía hacia ella
como un imán dislocado. Me dolía el pene, me dolían los testículos, me dolía no
estar sintonizado en la frecuencia de su locura. Me dolía tener ese miedo
instintivo que me congelaba y me hizo oponer una mínima resistencia al deseo de
tomarla de la mano con fuerza e irme de ahí corriendo a buscar un rincón
sombrío para hacer el amor, aunque fuera en ese lugar tan público.”
“Entonces ella se inclinó como si quisiera recoger
algo del suelo. Dobló un poco las rodillas como si fuera a sentarse y metió la
mano en su falda corta, justo entre las piernas. De un tirón se quitó una tanga
roja y me la mostró orgullosa. La puso a la altura de mis ojos añadiendo a mi
desconcierto la embriaguez de su intenso olor. La retorció con las dos manos
exprimiendo un chorrito de líquido transparente que escurrió entre los dos. No
acababa de caer la última gota cuando un tipo con cara de accidentado en la
carretera, algo borracho, me tiró un golpe que logré esquivar por suerte.
Inmensa suerte porque con su puño venía un ancho cuchillo de cocina que siguió
tratando de encajarme un par de veces más. Lo tomé finalmente de la muñeca
armada y con la otra mano tomó la
mía para arrancármela. Y así, mano contra mano, atado uno al otro tomándonos
las muñecas parecía que estábamos bailando. Sus gritos se ahogaron en la música
y sus golpes en la multitud. Nadie parecía darse cuenta de que un tipo armado
estaba a punto de matarme. Tardé un poco en darme cuenta de que era el marido
celoso. Ella se quedó primero como congelada terminando de exprimir su tanga.
Luego trató de dármela pero si la recibía el cuchillo llegaría rápidamente a su
destino, a mi estómago o mi espalda.
“Ella finalmente se colgó de él y comenzó a untarle la
tanga en la nariz, en los ojos. Eso lo ablandó un poco mientras endurecía
visiblemente su sexo. Se ve que seguía profundamente enamorado de su esposa.
Por suerte para mí, la deseaba más que matarme. Logré quitarle el cuchillo y
ella se vino contra mí a golpes gritando que quería matar a su esposo para
quedarme con ella. La música se detuvo en ese momento, la escucharon los
fortachones encargados de la seguridad en el salón de baile y me doblaron los
brazos. Como instintivamente opuse resistencia porque era inocente, dos tipos
bailaron conmigo una nueva danza cuyos pasos finales aprendí en ese momento: mi
cara en el piso, dos costillas rotas y una larga e inverosímil declaración en
la delegación de policía.”
“Ella me escribe todos los días pero no le respondo,
no puedo hacerlo. Mi instinto de conservación me detiene. Cada vez que doy una
conferencia la veo a lo lejos. Me gusta verla. Y si ella no está siento que
nadie fue a escucharme. Nunca cruzamos palabra. Le tengo miedo y sin embargo quiero
volver a bailar con ella. Estoy seguro de que ella sí entiende mi pasión por el
baile.”
Eugene sonrió por
primera vez cuando terminé mi historia: seguro estaba feliz de imaginarme en
peligro de muerte. Y con la mirada desorbitada aprobaba y aprobaba con la
cabeza. Lo mismo hicieron el colombiano y algunos otros. Sentí debajo de la
mesa la mano de la moderadora, consolándome. Todos se burlaron un poco de mí
concluyendo eso que yo ya sabía, que uno de los elementos esenciales de la
pasión es que siempre, desde afuera, quienes la padecemos somos ridículos.
La moderadora en cambio me invitó a bailar esa noche.
Pero nunca quiso decirme su verdadero nombre. Decía, sonriendo y citando a mi
otra amiga sin nombre, que su marido era muy celoso y que me convenía no
saberlo. Lo que de verdad sucedió al amanecer en el salón de baile berlinés al
que ella me llevó, llamado La casa de los sentidos, como la novela que escribí regresando de ese viaje,
es completamente otra historia. Pero no estoy seguro de que deba contarla o de
que alguien quiera oírla.