Alberto Ruy-Sánchez
Desde
que comencé a ser editor de la revista erótica El Jardín Perfumado, una especie de Playboy con menos rubias y más costumbres eróticas de pueblos
bellos o lejanos, sin que yo lo sospechara o lo quisiera, los zapatos de mujer
entraron en mi vida arrasando mi tranquilidad.
Por primera vez, la causa principal de ese
alboroto no fue tanto el erotismo ostentoso de la revista, que siempre se ha
entrometido en mi relación con las personas porque agita su imaginación sobre
lo que soy y lo que hago, sino por el largo y oscuro pasillo de piedra que era
necesario recorrer para llegar a mi oficina.
Todo comenzó suavemente y con cierta
melancolía, como un goteo de inquietudes dispersas ante los pasos de alguien
recordándome a una mujer: la que se fue de mi vida taconeando con tranquilidad
su abandono en ese largo pasillo de mármol.
Ya pasaron muchos años y todavía la oigo
alejarse cuando el silencio se vuelve denso y anuncia el fin de la tarde. He
olvidado su teléfono, el día de su cumpleaños, muchas de sus palabras y hasta
el tono exacto de sus ojos; pero nunca sus zapatos, la voz de sus zapatos.
Porque, cuando menos lo espero, esa voz
picoteada sale por cualquier otro tacón y casi menciona mi nombre en su
golpeteo. Una especie de monótona frase morse de despedida perdiéndose escalera
abajo. Me costó mucho tiempo dejar de llenarme de tristeza ante la música de
cualquier par de zapatos altos alejándose. Pero como tantas cosas en la vida,
el tiempo del duelo se cumplió y los zapatos dejaron de ser huellas de mi
abandono amoroso. Entonces mis problemas con ellos aumentaron y aquel goteo
tristón se convirtió en una perturbadora estampida de suelas metiéndose hasta
en mis sueños.
Yo no sé quién decidió en aquel entonces que
rentáramos una oficina en uno de esos viejos y muy altos edificios del centro
de la ciudad, al fondo de ese pasillo donde se oía llegar a la gente desde que
salía del elevador. Me preguntaba cuántas personas se daban cuenta de que
estaban entrando en una caja de resonancias. Tal vez ninguna, aparte de quienes
trabajábamos ahí bajo esa esporádica música caminante.
Cuando yo salía del elevador y me atacaba de
golpe la conciencia amplificada de mis pasos, me daban ganas de quitarme los
zapatos y caminar de puntitas. O, si nadie venía conmigo, de hacer lo contrario
y recorrer el largo andador bailando tap, tal vez en una burda imitación que yo
hacía de Gene Kelly en Singing in the Rain. La primera vez que lo hice llevaba zapatos nuevos que en
la calle se me habían mojado un poco.
Cuando tomé unas incipientes pero
obstinadas lecciones de tango, la solitaria penumbra del pasillo fue ideal para
ensayar los pasos largos, los giros encadenados, y escuchar el arrastre
continuo de mis zapatos seseando contra el suelo, como decía mi maestra que
debería oírse al fondo un tango bien bailado.
Mi maestra Paulita, que era psicoanalista en Buenos Aires
además de bailarina, afirmaba que, gracias al tango, ella había aprendido a
leer en los zapatos la historia familiar de una persona y sus enredos. Ella
decía sobre sus clientes: “Yo los acuesto en el diván, no tanto para que se
relajen y hablen sin verme, sino para examinarles detenidamente los zapatos por
arriba y por abajo. Cuando de verdad llega el momento de ayudarlos con sus problemas,
los pongo a bailar tango hasta que el baile comience a modificar sus zapatos.
Porque en los zapatos está todo lo que uno es y lo que quiere: drama familiar,
tensión, entrega”. ¡Cómo extraño a mi maestra de tango! Y a sus zapatos, tan
altos y tan libres al mismo tiempo, que golpeaban el aire de pronto entre mis
piernas y luego la inclinaban perfectamente hacia mí cuando dábamos ciertos
pasos en los que su equilibrio dependía de mis hombros, de mis manos.
Con tantas horas solitarias en mi oficina, separado
del pasillo tan sólo por una puerta de madera y vidrio opaco, gracias a las
obsesiones de Paulita aprendí a reconocer a cada persona por su paso, su
agilidad o su arrastre, su brusquedad o ligereza. Cobradores con prisa o con
pereza, visitantes ociosos o angustiados me mostraban los gestos esenciales de
su cara anunciándola con su calzado. Cada uno aportaba al edificio el palpitar
de sus zapatos.
Las modelos de la revista eran más fáciles de
identificar que otras personas. Llegué a conocer las medidas del cuerpo de una
mujer por su manera de avanzar hacia mí sin saber que yo la escuchaba. El
balanceo tiene su música. Y cada paso delata los excesos de un cuerpo hacia
adelante o hacia atrás. El equilibrio es raro. La armonía de quien vive bien su
cuerpo es una composición de pasos tan excepcional que se vuelve notoria. Hasta
las huellas más profundas y contradictorias de una personalidad se muestran
caminando. Casi podría saber por sus pasos, mucho antes de verla, si una modelo
desnuda iba a resultar interesante ya fotografiada. El ángel o el monstruo
interno de una persona se apodera antes que nada de sus zapatos.
Y finalmente sucedió lo que temía. Con tanta y
tan concentrada atención en el mundo del zapato femenino, llegó el día en que
me enamoré perdidamente de una mujer por un crujido inesperado de sus suelas.
Desde que salió del elevador ejecutó tan
extraña perfección armónica en sus primeros tres pasos que, muy violentamente,
me distrajo de las pruebas de imprenta que yo estaba corrigiendo. Cuando
escuché que se cerraron las puertas del elevador detrás de ella, me invadió una
perturbadora sensación de intimidad. Estaba lejos y sin embargo muy cerca,
demasiado cerca. La voz de sus zapatos me estaba hablando al oído.
No había llegado a la mitad del corredor
cuando un paso se fue haciendo un poco más largo, produciendo algo así como un
apretado mugido. Y de golpe vino esa especie de quejido amoroso. Un crujido del
zapato que inmediatamente me entregó una sensación total de su cuerpo. Sentí
cómo se llenaban de sangre palpitante por dentro los dedos de mis pies, mis
manos y, claro, mi sexo. Hay gente que en esas situaciones se sonroja, a mí me
palpitan torpemente los extremos del cuerpo. Y por una extraña asociación de
imágenes sensibles e ideas intuí, sin equivocarme como lo comprobé luego, que
los zapatos amorosos que se me iban acercando tenían la forma alta e inclinada
de aquellos que llevaba Marilyn Monroe en la escena donde el respiradero del
metro le levanta el vestido. Y vi también que estos eran muy rojos, de un tono
profundo de sangre alborotada.
Como es evidente, esa visión clara,
contundente, certera, me quitó la tranquilidad por varios años. Pero lo que
siguió fue aún más terrible y aún camina ruidosamente en mi vida.
La segunda mitad del pasillo se me hizo
eterna. Pensé en levantarme y correr hacia esa mujer que nunca había visto y
que sin embargo sentía conocer profundamente. Que conocía ya de golpe en ese
aspecto que se muestra exclusivamente por los zapatos. Se equivoca quien cree
que sólo hablando largas horas la gente puede llegar a saber quién es ese que
tiene enfrente. Hay parejas que se conocen muy a fondo bailando sin haber
cruzado una palabra. Y quienes haciendo el amor saben más de alguien que si
hubieran leído sus memorias o escuchado la grabación de su psicoanálisis. De la
misma manera hay una dimensión de la persona que aflora, y si tiene suerte
incluso florece, a través de sus zapatos. Pienso de inmediato en esa especie de
girasol crispado, pleno y grande y agresivo, que suele llevar en sus sandalias
Catherine Zeta-Jones, y que siempre me ha parecido la otra cara de sus labios y
su belleza tan dócil y tersa.
Pero no fui a su encuentro. Me controlé para
no asustarla con mi respiración impaciente o la mirada obsesiva que debo haber tenido
entonces, y seguí esperando su llegada. Cada tres o cuatro pasos, un nuevo
quejido. Padecí y anhelé cada uno.
Yo sabía exactamente cuántos pasos se
necesitaban para llegar hasta mi puerta. Pero lo sabía de una manera casi
musical, como una escala de ritmo más que como un número abstracto. De la misma
manera en que uno puede conocer un número de teléfono por la tonadita de diez
notas que se produce en el teclado al marcarlo más que por las cifras que lo
componen. Y me iba llenando de urgencias al sentir incompleta la cancioncita de
sus pasos hasta mi puerta. De pronto incluso tuve miedo. ¿Y si está aquí por
error y antes de llegar se da cuenta de que se equivocó de piso? De nuevo sentí
el impulso de abrir la puerta antes de que ella la tocara pero de nuevo me
contuve. Siempre es un error abalanzarse sobre una mujer, sea quien sea. Aunque
era irremediable sentirme, soñarme su avalancha.
Cuando sus pies se detuvieron juntos rozando
la piel de sus talones y sus nudillos golpearon el vidrio de mi puerta, me dio
otro indicio claro de la música interna que forma su alma. Cuando vi su
sonrisa, ya era su prisionero.
Traté de que mis ojos no fueran demasiado
insistentes examinando sus zapatos. Algunas veces eso puede ser tan indiscreto
y burdo como asomarse al escote de alguien admirando un filo de lencería que se
insinúa como un puente estirado entre dos tentadoras colinas. Y más vale
contenerse, aunque la vista instintivamente lleve a buscar detrás y por los
huecos del encaje el fondo de ese breve abismo que, claro, se adivina más que
de lo que se ve. Lo mismo pasa con los zapatos. Verlos detenidamente puede ser
resentido por algunas mujeres como una invasión a su intimidad. Y claro que
quieren y no quieren que nos asomemos. Eso que inventó Madonna al llevar su
ropa interior por fuera y encima de otras prendas es algo que casi siempre
hacen los zapatos de mujer: son prendas íntimas que se presumen muchas veces
con falsa inocencia. En realidad se exhiben con orgullo teatral. Tratándose de
zapatos, todo recato, timidez o modestia son actuados. Un zapato de mujer es
siempre intimidad que da la cara al público.
Sucede igual con la boca que, como he tratado
de explicar en otras ocasiones, es el órgano sexual más maleable y sensible que
tenemos. Y lo llevamos fuera, untándolo con felicidad o rutinaria indiferencia
en la cara de muchas de las personas que encontramos cada día. Los zapatos de
mujer son la lencería más atrevida, más indiscreta y cara, más artesanal y
socialmente compartida que los humanos tenemos. Un zapato llamativo o discreto
no esconde la obscenidad del pie sino que más bien revela en clave la capacidad
de una mujer para sonreír con profunda alegría perversa. Basta contemplar esa
escena maravillosa que la vida nos ofrece sin cesar, una mujer que se prueba
unos zapatos frente a un espejo: se levanta y los examina desde arriba
poniéndolos juntos; luego contorsiona el cuello tratando de ver cómo lucen
desde atrás; levanta un pie y examina de nuevo; se sienta y cruza las piernas
para columpiar suavemente una punta. Y entonces surge, sin siquiera mirar al
espejo, una sonrisa plena que ilumina su rostro. No una carcajada compartida
con quienes estén por ahí sino una sonrisa: la muestra de que su interioridad
se agita. Lo más íntimo de ella que se alegra con un deseo que nunca
conoceremos con precisión ni certeza.
Por eso tenía que ser precisamente Madonna
quien nos mostrara un día en la pantalla ―a mediados de los noventa―, unos
zapatos Ferragamo de tacón en punta, hechos completamente de encaje negro por
arriba, con el talón descubierto en sus alturas, el empeine agitando su bombeo
detrás de la lencería mientras ella caminaba, y los dedos entre escondiendo y
mostrando su llamarada de uñas rojas detrás de la celosía oscura que ya en ese
momento resulta tan inadecuado llamar simplemente zapato. Es muy probable, por
cierto, que Madonna se inspirara en unos muy similares del mismo diseñador, que
Anna Magnani había usado cuarenta años antes. Y la película donde Madonna los
muestra pretende situarse en esa época lejana del siglo xx: Evita. La he
visto más de veinte veces tan sólo por admirar en movimiento la extensa gama de
zapatos que ella usa. Sé de memoria cuando viene una toma de cuerpo entero que
me permitirá ese instante de felicidad, ese breve parpadeo de asomo en su más
profunda intimidad. Salen en pantalla, creo, más de veinte pares muy diferentes
pero con personalidad similar. Aspectos de la Madonna indomable hasta por ella
misma que van más allá del disfraz, del personaje que encarna para los
productores, de la representación escrita por algún otro. Hay un par de zapatos
hecho todo de cintas de colores vivos: rojos, verdes y azules, como serpentinas
o tirantes enredados de un traje de baño que simula caerse. Hay otro de moñitos
blancos recatados que a simple vista se sabe que no duran sin desatarse. Y
abundan los que parecen de pieles muy sugerentes al tacto, como ante suave en
una gama muy subida y ardiente de marrones: fuego maduro. Los de cintas doradas
y plateadas son más comunes: muestran un aspecto superficial de la Madonna que
en ocasiones no se aleja de lo que otras usan, como diciendo “yo también soy
como ustedes”. Pero no tarda en calzar de nuevo algo excepcional mostrando
ostentosamente otro aspecto activo de su rigurosa e íntima originalidad.
El zapato de una actriz es inevitablemente una
parte de su alma que no puede ni ocultar ni fingir. Un zapato puede llegar a
ser un emblema de su biografía. Basta con fijarse en las casi sandalias siempre
tan bajitas y discretas de Ingrid Bergman. Las mismas sin importar qué papel
hiciera, como si usara siempre los mismos zapatos. Nos hablan de su necesidad
de descender, de parecer menos alta; pero también de su falta de glamour buscado y artificial. Muestran la inseguridad ante su
talla y la seguridad que tenía en su natural y portentosa belleza angelical. Y
un valor primordial en ella de comodidad corporal sin sacrificar la belleza
impecable, léase angelical, de la sandalia. Plenitud sin coquetería. Casi se
entienden sus amores sucesivos con Lindstrom, Roberto Rosellini, Frank Cappa y
Lars Schmidt: en cada uno buscó la belleza de un romance que fuera como bellas
sandalias casi iguales, como lo cuenta con gran naturalidad en sus memorias, My
Story. Aunque hasta los moralistas del
senado estadounidense la condenaran severamente de “demoniaca pervertidora”
cuando se enamoró de Rosellini, ella sólo dice que era la misma. Con sinceridad afirma, “I’ve
gone from saint to whore and back to saint again, all in one and the same
life”.
Más allá de la condena social, zapatos
adentro, le dolía darse cuenta de la confusa ilusión que amantes y zapatos
crean en uno: finalmente nadie puede llenar de verdad cuatro zapatos al mismo
tiempo. Los zapatos Ferragamo de Ingrid Bergman, con su despliegue de exagerada
sencillez tan contrastante con el resto de sus diseños, muestran que entre el
calzado femenino y los deseos variados que éste suscita en las mujeres, se
tensa y se trenza el hilo complejo que hace del deseo de monogamia y el deseo
de poligamia una misma cinta bien o mal atada al tobillo de todas las mujeres:
como dos alas del mismo pájaro o un mismo par de zapatos.
Los zapatos de Marilyn Monroe siempre me han
hecho pensar en ese falso candor que algo tenía de cierto pero sobre el cual
una sensualidad desbordante se imponía. Son zapatos sencillos pero sensuales,
hablan de pies carnosos y un cuerpo tambaleante. Sus puntas en pico y una
ligera inclinación hacia el frente desde un tacón muy alto me hacen recordarla
en algunos de sus gestos más fotografiados, ofreciéndose y negándose al mismo
tiempo desde el balcón curvado de su cuerpo. Con esos zapatos tan
predispuestos, tan cercanos a un trampolín físico y emocional, se corre el
riesgo de una caída fatal. Y sus famosos tacones tan afilados que se llamaban
“tacones de daga”, eran una especie de arma que asustaba y atraía a los hombres
pero que tarde o temprano usaría contra ella misma. Zapato es biografía, no
cabe duda.
Todo esto se me agitaba en la mente mientras trataba de no ver con
demasiada concentración los zapatos rojos de la mujer que tocó a mi puerta ese
verano. La invité a sentarse en una de esas sillas incómodas de madera que
tenía en mi austera oficina y me senté frente a ella del mismo lado del
escritorio. Se presentó. Se llamaba Raquel. Era escritora y estaba interesada en
presentarme un proyecto muy original para la revista. Hacer una serie de
fotografías eróticas donde las mujeres y algunos hombres tan sólo vistieran
zapatos. Pero con un reto mayúsculo para el fotógrafo y los diseñadores
gráficos: hacer que el calzado añadiera al desnudo un rasgo de osadía, de
revelación erótica evidentemente más intensa que si los zapatos no estuvieran
ahí. Ella dirigiría las tomas y escribiría, para cada mujer y hombre, una
historia breve donde la combinación de zapatos y desnudos fuera interesante y
sugerente.
Raquel era una mujer excepcional, de belleza
mediterránea e inteligencia aguda. Con gran firmeza en sus palabras y en su
cuerpo. Capaz de interesarse con igual intensidad —y falta absoluta de
superficialidad— lo mismo en la moda que en la poesía. Y mientras me contaba su
proyecto y me mostraba un par de imágenes de ella misma desnuda como ejemplo de
lo que podría ser su reportaje, me lanzaba los pies por delante mientras me
miraba a los ojos retándome prácticamente a concentrarme en su rostro, a no
dejarme llevar por la curva desnuda de su pie escotada por un zapato de piel de
serpiente que columpiaba suavemente hacia mí. Estaba ofreciéndome una mordida,
pensé: “su pie es como una manzana pálida. Una fruta devorada a medias y, al mismo
tiempo, ofrecida entre las fauces de su zapato”.
Hicimos el reportaje. Nueve mujeres calzadas a
su gusto y mostradas en imágenes inusitadas por su perspectiva y su desenfado.
La pequeña biografía de cada par de zapatos que ella escribió decía más de cada
persona que cualquier otro tipo de semblanza. Yo le pedí que ella misma fuera
una de las nueve personas modelando, la última. Las fotografías que me había
mostrado eran el principal argumento. Y aunque ella decía no querer hacerlo,
finalmente ya lo había hecho y tenía ganas de que la convenciera. Los zapatos
que llevaba durante la entrevista tenían algo que llamó inmediatamente mi
atención. Una especie de arete colgando de la cinta que se enredaba a sus
tobillos. Cuando finalmente me atreví a mirar fijamente sus pies le pregunté
sobre esa pequeña pieza de plata en cada zapato. Se llevó la mano a la cabeza
para retirar el cabello que le cubría las orejas y me mostró un par de aretes
iguales a la filigrana de los zapatos.
“Qué buena idea —le dije— combinar aretes y zapatos. No creo que
alguien más lo haya hecho”. Me miró con extraña fijeza diciéndome muy
lentamente: “¿No te das cuenta? No sólo combinan. Sobre todo se enganchan
perfectamente. Y al engancharse producen un tintineo, como diminutas campanas
de plata que sólo se escuchan al oído. El tuyo y el mío mientras te lleve
dentro”. Me quedé con la boca abierta, pensando lo evidente: que sus tobillos y
sus orejas sólo podían juntarse en esa posición amorosa de piernas tan
levantadas que su rostro bellísimo quedaría perfectamente enmarcado por esos
perturbadores zapatos rojos. Imaginé tantas cosas mientras ella me sonreía: yo
acercando mi rostro al suyo sonriente, un tintineo que sólo ella y yo
escuchábamos. Y entendí a fondo, en ese instante, desde qué universo amoroso y
desde qué imaginación corporal aguda venía el crujido que desde entonces me
posee. La voz más profunda de sus zapatos.