Hace ya algunos años que me es imposible pensar en
los caprichos y misterios de la memoria, sin que me venga a la mente una
nítida imagen del desierto.
Estábamos en la
entrada del Sahara cuando caímos enfermos. Llevábamos casi un mes
viajando hacia el sur con muy poco dinero, y comiendo sin precaución en
lugares obscuros y con frecuencia poco higiénicos. Tratábamos
obsesivamente de llegar al desierto pero al mismo tiempo nos dejábamos
seducir por todas las escalas del camino. El mundo árabe, que tanto
Magui como yo estábamos descubriendo, nos fascinaba hasta el exceso de
sentirnos bajo los poderes de algún hechizo: íbamos hacia el
desierto como los insectos de la noche vuelan hacia la llama de una vela,
ciegamente.
Todavía recuerdo
con algo de vértigo la extraña sensación de ir día
a día a la deriva, disponibles por completo a los azares de nuestra
travesía, de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad, como si llegáramos
a diferentes puertos de un mar siempre lleno de sorpresas. Nuestra
geografía era la del asombro y nuestro mapa un vocabulario secreto,
descifrable sólo paso a paso. Nuestra meta parecía ser el camino
mismo (como en la travesía de Jack Kerouac On the Road, que tan cercana me había sido en
la adolescencia; o como en el viaje espiritual de ciertos místicos
árabes). Y al mismo tiempo, teníamos una sensación de
temor e incertidumbre, como si un ave obscura volara sobre nosotros, orientara
nuestros pasos o los vigilara amenazante. Ibamos más allá de
nosotros mismos, queriendo ver en nuestras sombras sobre la arena una
absorvente noche llena de estrellas que nos llamaba.
Pero el azar nos detuvo en
el primer oasis: la fiebre nos impidió salir de madrugada con la
caravana semanal que se adentraba en el Sahara. Estábamos en un pueblo
llamado Zagora (muy cerca de donde Pier Paolo Pasolini había filmado Edipo
Rey ). No
sabíamos que ese lugar se convertiría en uno de los centros de
nuestro viaje. No pudimos tomar la siguiente caravana porque ese mismo día
habían roto relaciones los dos países que se disputan aquella
zona fronteriza: Marruecos y Argelia. Había en el aire, según nos
enteramos después, una guerra inminente.
Al amanecer vino a
buscarnos un enviado del Caid, es decir, de la persona que era al mismo tiempo
la autoridad política, militar y religiosa de la zona. Una especie de
gobernador que fuera al mismo tiempo obispo y general. El Caid quería
vernos para decirnos que estábamos bajo su custodia: habría toque
de queda y la circulación sería restringida. Cerca de ahí,
el ejército del otro país había matado a varios miembros
de una tribu nómada que se había negado a ceder sus armas, y se
pensaba que el mismo ejército había secuestrado a cinco turistas
franceses que habían entrado al Sahara argelino por Marruecos.
Secuestraban a extranjeros para crearle problemas diplomáticos a sus
enemigos. Una maniobra que, por lo visto, era común en esos horizontes.
Pero lejos de vivir
grandes tensiones y riesgos, aquellos días fueron para nosotros un
pequeño paraíso. Cerca de tres semanas, hasta que pasó el
peligro, disfrutamos de la hospitalaria protección del Caid. En su
territorio, nos albergaba un nuevo amigo, Horst: un alemán de origen
polaco, especialista en la evaporación del agua en el desierto. Se
había encontrado con nosotros en la calle y nos vio tan demacrados por
las disenterías que decidió aliviarnos alimentándonos
adecuadamente. Fuimos juntos al pequeño mercado de Zagora y compramos
bolsas de verdura y piezas de pollo que en su cocina se convirtieron en
elementales platos curativos. Cinco años antes él era un
especialista en literatura, doctorado en la universidad de Berlín, que
iba de vacaciones a Marruecos por primera vez. Como se enamoró del lugar
decidió dar un giro a su profesión y comenzó a estudiar
geología porque quería regresar a quedarse haciendo algo
útil para el país. Se había dado cuenta de que la
distribución del agua para todos los habitantes y agricultores del
oasis, a partir de una diminuta presa, era muy irracional y por lo tanto había
mucho desperdicio.
Pronto descubrió
que se el agua se repartía basándose en sistemas de
medición muy poco precisos, implantados por los colonizadores franceses
en los años cincuenta: enterraban en el desierto una especie de cubeta
metálica que medía un metro cúbico. La llenaban de agua y
luego iban midiendo cuánto descendía el nivel al avanzar el sol.
Nuestro amigo alemán buscó y encontró nueva
tecnología de medición, la llevó al desierto aportada por
fundaciones europeas, ayudó notablemente a la comunidad del oasis e hizo
su doctorado sobre la evaporación en esa zona del Sahara.
Tal vez esté de
más decir que era un tipo extraño y apasionado, muy afable,
enamorado del lugar, de su oficio de geológo excéntrico, y que
con verdadero entusiasmo nos iniciaba en la lectura de las rocas, de sus vetas
y de su imaginación milenaria. La literatura y la geología eran
para él equivalentes: en los granos del desierto, según nos
decía, estaban cientos de historias capaces de llenar otras mil y una
noches. Aguardaban ahí, noche y día, listas para quien quisiera y
supiera leerlas. Sin que nuestro amigo conociera a Roger Caillois, el autor
sorprendente de Las piedras vivas y de muchos otros ensayos sobre la imaginación mineral,
coincidían sus puntos de vista. Para ambos las piedras interesantes
eran, como la buena literatura, vida condensada. Y nosotros estábamos
ahí, en medio del desierto, aprendiendo a descifrar nuestras sorpresas.
Estábamos en una
zona donde, muchos siglos atrás, el suelo se había hundido varios
kilómetros a la redonda ofreciéndonos el espectáculo de
una inmensa falla vista desde abajo: era una especie de valle rodeado por un
alto muro que exhibía, con líneas agitadas que corrían
horizontalmente, la historia de esa tierra durante varios milenios.
El hundimiento
había producido otra formación extraña: en medio del valle
surgió una montaña rocosa desde la cual se podían ver
todos los oasis a la redonda, el arroyo increíblemente estrecho que los
alimentaba y la pequeña presa que parecía un estanque. Como era
un lugar estratégico desde un punto de vista militar, nuestro amigo
alemán tuvo que pedir la autorización del Caid para que
subiéramos. Desde lo alto de la montaña, al día siguiente,
presenciamos la salida del sol.
Hasta ese momento no
habíamos percibido el acontecimiento más importante del lugar en
mucho tiempo –y que no era la guerra. No habíamos dado importancia
al hecho de que el día anterior había estado lloviendo,
después de doce años que eso ahí no sucedía. Es
cierto que entre la gente del lugar habíamos notado una gran
excitación pero la adjudicábamos erróneamente a la
política. Luego nos daríamos cuenta de que en realidad era
motivada por la lluvia. En aquel rincón del desierto, la guerra era más
frecuente y monótona que la lluvia.
Desde lo alto de la
montaña vimos nuevas zonas verdes alrededor del oasis, que
durarían tanto como lo que el sol se demora en restablecer su dominio.
De pronto, vimos que comenzaban a subir desde el suelo nubes muy
pequeñas y compactas. Pasaban frente a nosotros y seguían
lentamente su camino hacia arriba. El agua de la lluvia estaba
evaporándose ante nuestros ojos. Pero lo más extraño y
fascinante era que, de alguna manera, con las pequeñas nubes nos
llegaban sonidos que normalmente, a la altura en la que estábamos, no
podríamos escuchar: voces - hogareñas, ladridos de perros,
música de radio, juegos de niños en la calle o en el patio de su
casa, una pareja discutiendo con violencia, conversaciones que tal vez se
querían secretas.
Había
también una luz peculiar que se hacía más densa al avanzar
la mañana. Era como si, bajo su nueva humedad, las hojas de las palmas y
los granos de arena intensificaran sus reflejos. Pero parecía que
éstos viajaran, entre las vaporizaciones del aire, de manera muy poco
directa hasta nuestros ojos.
Hundido en esa luz y en la
visión de ese paisaje evaporándose, me invadió la
sensación de haber estado antes en la extensión de ese mismo
instante. Ahí me pareció ver algo que ya no estaba ante mis ojos:
la misma luz iluminando esta vez un desierto cubierto de flores. Vientos
repentinos las agitaban suavemente. La variedad de sus colores me emocionaba y
mi padre me explicaba que eran plantas de un día; que durante muchos
años las semillas habían permanecido entre la arena esperando la
lluvia que las hiciera germinar.
Volví a sentir
tristeza y la breve angustia de ver que en un par de horas el sol quemaba
completamente todas las flores y luego todas las plantas. Y volví a
oír la voz de mi padre tranquilizándome, diciéndome que
las flores habían dejado otras semillas y que, de cualquier manera, en
la aparente nada del desierto había una vida inmensamente variada,
visible para quien supiera descubrirla. Volví a sentir la alegre
curiosidad y el reto de averiguar qué había detrás de la
aridez frente a mis ojos. Poco a poco, en los meses siguientes, mi padre me
mostraría la enorme riqueza vital del desierto.
Yo tendría algo más de tres años cuando fuimos a vivir al desierto, en el noroeste de México, en la parte sur de la Baja California; y había olvidado aquella escena de nuestra llegada. Casualmente, también cuando entramos a ese desierto mexicano acababa de llover, después de varios años de sequedad absoluta.
Otras imágenes me
visitaron: como aquella lluvia se había debido a un ciclón,
aún después había vientos poco usuales. Los techos de
algunas casas de madera pasaron cerca de nuestra ventana, lo mismo que grandes
ruedas de espinas y el ala de una avioneta ligera, de las que se usaban para
fumigar los campos. Ante el sonido del viento, que no dejaba de darnos
escalofríos, mi padre exorcisaba nuetros temores preguntándonos
si queríamos volar. Como respuesta a nuestro entusiasmo tomaba
firmemente con una mano el brazo de mi hermano, que ha de haber tenido entonces
cerca de un año, y con la otra mano el mío. Salíamos de la
casa y, a los dos niños delgados, el viento nos elevaba
fácilmente llenándonos de una alegría completamente nueva.
En lo alto de una
montaña norafricana, sumergido en una luz casi líquida, los
azares de la memoria me devolvían sensaciones e imágenes que yo
ni siquiera podía saber que tenía perdidas. Por primera vez supe
que la fuerza del olvido era brutal y misteriosa, pero que los poderes de la
memoria no lo eran menos. Me preguntaba, ¿cuántas cosas habré
olvidado y cuántas me será dado algún día
recuperar?
Ahí mismo
recordé que dos años antes del viaje a Noráfrica
había muerto mi abuelo Joaquín, el padre de mi padre. Era un
hombre dulce, terriblemente aferrado a la vida, que tuvo una agonía muy larga:
casi tres meses en los cuales, inconsciente ya, hablaba desde diferentes
épocas de su vida. Conforme se acercaba a la muerte era más
lejano el recuerdo en el cual se situaba: en algún momento
comenzó a hablar en latín, lengua que sólo de adolescente
había frecuentado para olvidarla totalmente después. En otros
momentos discutía, como un niño, con un hermano que había
muerto cuando él tenía diez años. Tal vez, en los tres
meses que duró su agonía, mi abuelo viajó mentalmente a lo
largo y ancho de sus setenta y tantos años de vida.
Esa inesperada
resurrección de la memoria en la proximidad de la muerte de mi abuelo me
había llenado siempre de angustia: me parecía un acto desesperado
de la voluntad de vivir. Pero al recordarlo en aquella montaña del oasis
de Zagora, después de que yo mismo había sido involuntario y
feliz viajero de la memoria, me llenaba de paz pensar que el último
itinerario de mi abuelo fue tal vez un privilegio; y que si, cuando yo muera,
me es dada también la dicha de entrar al tiempo sin tiempo de la
memoria, sin duda regresaré al desierto.
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