Lydia
Cacho
Mi amiga Erika estaba
triste. Por más que intentamos alegrarla, narramos cuántas veces hemos vuelto a
caer en los brazos del amor, a pesar de haber jurado jamás regresar a ese
curioso estado de perpetuo embelezo que es el enamoramiento. Pero nada, su
mirada estaba ausente de esperanza. Nunca había visto sus ojos tan vacíos de
alegría como esa noche, así que me di a la tarea de ofrecer a mi querida amiga
una terapia de reconstrucción del anhelo.
Invité
a mis queridas amigas a mi casa. Allí con una botella de buen tequila y unas
botanitas, llevamos a cabo el ritual. Ellas esperaban una velada trillada de
plática sobre el amor y las parejas. Una
vela de vainilla encendida, acompañada de una quema de incienso de sándalo,
cedés de música deliciosa y un libro inolvidable fueron los acompañantes de la
noche.
Alrededor de mi mesita de Guatemala, nos sentamos en cojines de colores, y pasamos por nuestras manos una botella de aceite de lavanda para masajes. Unas gotas en la palma y lentamente cada cual llevaba en sus propias manos y brazos el aceite, en el fondo en disco de fados portugueses. Con los ojos cerrados había que reconocer en la propia piel los recuerdos de las caricias amorosas del pasado y del presente. El ejercicio consistía en recordar con los sentidos cómo el amor nos ha dejado huellas en la piel a lo largo de los años. Nada se pierde, todo se transforma, dice una canción, y así vamos respirando profundamente y sin abrir los ojos recordando todas las caricias significativas de nuestra vida. Ya con los ojos abiertos y luego de un brindis con el agua de las diosas del agave, recordamos entre carcajadas y sonrisas de asombro nuestro primer beso, esa iniciación del cuerpo en las pasiones, esa añoranza de la presencia cercana del ser que nos atrae. El cosquilleo del vientre, el vuelo de la mariposa justo tras el ombligo –que no es otra cosa que el centro de nuestro universo vital-.
¿Cuándo fue la última
vez que sentiste el aleteo en presencia de alguien? Pregunté. Claudia insistió
en que a nuestra edad –casi todas estamos entre los 35 y 45 años- eso ya no es
fundamental. Y yo inquirí ¿por qué justo cuando ya tenemos la seguridad que nos
faltaba en la adolescencia, cuando es nuestra la certeza de quién somos y qué
queremos no tenemos edad para maravillarnos ante la pasión?
Yo
creo que es la mejor edad, es maravilloso saber que ya no estás dispuesta a
entrar en juegos de engaño, que eres capaz de construir una relación madura,
apasionada, pletórica de risas, de pasión y de goce. Pasamos la vida intentando
comprender esa increíble mezcla de atracción biológica y apasionamiento,
sazonados con reflexiones intelectuales de romanticismo y con incomprensibles
reacciones químicas que nos arroban como el fuego consume el pabilo de una
vela. Entonces saqué una joya de libro: Los jardines secretos de Mogador. Todas las personas que quieran despertar sus
sentidos deben leerlo. Su autor Alberto Ruy Sánchez, es un explorador de los
arrebatos humanos, un gozador profesional.
Cambio
de música: el bolero de Rabel.
Comencé
leyendo el primer capítulo, entre sorbos de tequila miré a mis amigas
acomodándose como si mi pequeño hogar se hubiese convertido en la habitación de
un palacio marroquí. Terminé la primera historia y pasé el libro a Claudia,
ella leyó, y luego cada una hasta llegar a Erika. De sus labios salió la
historia final de los Jardines. Eran las cinco de la mañana y salimos al balcón
a mirar el sol salir por la laguna de Cancún.
Miré
a mis amigas y me sentí bendecida por el cariño. Le dedicamos el libro a Erika,
quien prometió nunca más olvidarse que el amor es una consecución de milagros
personales, es la historia de nuestro cuerpo y nuestro corazón; es la esperanza
de nunca perderlo. Es hallar nuestro propio jardín de pasiones.
De la columna Esta Boca Es Mía. Publicado en la revista Tentación y Siglo de Torreón.
Octubre 1 - 2006