Desde
hace muchos años pienso en los libros clásicos como una
misteriosa fuente de placeres. Los leo o releo fragmentariamente y en desorden.
Me doy la libertad de buscar en ellos un recuerdo lejano y descubrir, por azar,
algo que no había previsto o siquiera imaginado: un destello de
inteligencia, un deslumbramiento poético, una idea expresada con la
precisión que yo necesitaba ahora. El placer que me viene de ellos se
debe más al asombro que a la acumulación de saber o de
información.
Cuando
preparo algún ensayo los leo de manera un poco más
sistemática. Disfruto enormemente las ediciones anotadas por los
especialistas, incluso sus excesos. Esas notas son como conversaciones que
puedo escuchar sin inmiscuirme o puedo, al contrario, meterme de lleno en
ellas.
Mis
clásicos toman nueva voz, reviven en mis manos y vienen casi siempre de
horizontes heterodoxos, no sólo lejanos. Nunca pensé, por
ejemplo, que dedicaría varios años de mi vida a leer los textos
clásicos sobre la jardinería medieval en la época que
escribí Los jardines secretos de Mogador. O que leería con interés
y hasta con pasión utilitaria los antiguos manuales clásicos de
los artesanos azulejeros de Marruecos, o el manual clásico de
carpintería mudejar “de lo blanco”, cuando escribí En
los labios del agua
y Los nombres del aire, y esos tratados me sirvieron para diseñar la estructura
de mis novelas.
Por eso tal vez me resulta
profundamente antipática la idea de los clásico como un canon,
tal como la propone Harold Bloom.
No hay canon sino en la
cabeza de quien lo desea y es válido para cada quien.
Buscan canon quienes
necesitan o disfrutan que les digan lo que tienen que pensar, opinar y leer.
Cada persona puede definir su vida con respecto a su posible necesidad de un
canon. Pero es un abuso imponerlo como El canon de todos: como el canon de
nuestra cultura. Esa idea de Canon proviene de un gran fetichismo de corte
protestante donde el canon último es la biblia. Y es una
concepción necesariamente dogmática: todo canon en el que se cree
ciégamente es un dogma que se impone a los otros con certeza, con fe
ciega, aunque sea argumentada.
Los clásicos no son necesariamente unos cuantos libros
beatificados. Se parecen más a esas amistades o amores que dan nuevo
significado a nuestras vidas.
Encontrar, cada persona,
sus clásicos es una felicidad y una fortuna. Y a los clásicos, a
la relación que podemos tener con ellos, a su efecto sobre nosotros, se
aplica sin duda esa máxima relativista, ya clásica, de uno de mis
clásicos más recurrentes, Baruch Spinoza: “El mismo sol que
solidifica el barro funde la cera”.
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