El aire lleva
en sus labios los besos de todos. Y en ellos, los nombres pronunciados. Nos
toca a diario, más aún que el agua, mucho más que nuestro
amante. No tiene piel y quizás por ello busca detenerse en los cuerpos,
deslizar sus dedos repasando los bordes de nuestra sangre contenida. El aire
parece empeñase en tener forma cuando entra por todos nuestros
orificios; por instantes lo logra: respiramos hondo, nos habita; luego se
escapa en una exhalación, un suspiro, una palabra, un nombre. Y vuelve.
El aire sale y vuelve distinto, cargado de deseos, de búsquedas. Viaja
de cuerpo en cuerpo, sembrando alientos y calores ajenos, voces, ecos del
movimiento interior que nos descubre. Pero no todos logran presentir sus
caricias. Y muy pocos las descifran.
Alberto Ruy Sánchez sabe de vientos: escribe con el
aire entre los dedos, se atreve a nombrarlo, a viajar con él hasta el
centro del más oscuro paraíso femenino. Pero también sabe
dibujar bien la piel que lo recibe, como si hubiera vivido ahí dentro
días enteros sólo para penetrar, comprender, presentir, conocer y
desatar los pequeños torbellinos que tensan el cuerpo de una mujer.
Así al escribir, nos trae el aire de mar que toca a Fatma con el
recuerdo vivo de un nombre, y el aire caliente que la recorre y desde el
interior de la piel encuentra el tacto del viento. Dos manos se tocan,
(escritor y personaje, lector y personaje, lector y escritor) y se descubren en
la intensidad de un mismo deseo.
Los nombres del aire es un sexo
abierto que sólo unos cuantos pueden penetrar: los sonámbulos, de
la escritura y de la vida, quienes conocen el apetito de los sentidos y llevan un trozo grande de sus
más agitados sueños cubriéndoles los párpados.
Alberto Ruy Sánchez nos pone en las manos del aire
donde todos somos viento, voz húmeda, sueño despierto.