DE JAZÁN
o
De cómo llegó a
Mogador
la melancolía
Segunda parte
Segunda página: Jazan trazaba en sueños el
nombre del príncipe cuando su dibujo entero se movió y las mismas
líneas que había hecho comenzaron a formar parte de otras frases.
Había de pronto verdad en sus trazos. Como si una segunda página
negara las apariencias de la primera. Porque al hacer sus planes el
príncipe extranjero no podía saber que en estas tierras, tan
milenario como la avaricia es el temor a los muertos insepultos. Mogador
vivía alrededor de su cementerio; en el centro de la ciudad un mismo
edificio albergaba los baños públicos: el Hammam, donde se daba
el ritual del renacimiento del cuerpo, y la boca del profundo túnel
donde se abandonaban con rápidas ceremonias a los muertos. Nadie
sabía con seguridad si ese túnel era una formación natural
de las rocas o si había sido construído por los antiguos
habitantes de Mogador. Un mito lejano lo atribuía a los primeros
pobladores de la ciudad, que eran semidioses y necesitaban hacer pasar sus
cadáveres por el túnel para purificar sus cuerpos de las
imperfecciones que les otorgaba la muerte. El túnel los llevaba al mar
y, al comenzar a subir la marea, una brisa ligera conducía a las almas
purificadas de regreso hacia la ciudad, disgregadas en la sal del aire,
ligeras. Las almas se impregnaban desenvueltas en la ciudad y en sus
habitantes. El sabor salado del aire, al ser percibido en la lengua era un
signo de la salud y de la alegría que los muertos otorgaban a los vivos.
Todos los habitantes de Mogador iban diariamente a las murallas para tomar en
la brisa y en los últimos rayos del sol, un baño de esos que
ellos consideraban como parte más íntima y mas valiosa de sus
antepasados. La piel bronceada era en Mogador la huella alegre de los muertos.
Hombres y mujeres iban al puerto para reconocer en el aire el afecto de los
suyos.
Al
atardecer se oía el canto de quienes reconocen a sus muertos y conversan
con ellos. En el horizonte responde un eco, todos saben dónde viene y a
quién llama. Cada uno ahí es nombrado con afecto por los ruidos y
la luz del mar que los rodea. Y, ya en la ciudad, todos viven con las almas de
sus muertos. Ellas miran con benevolencia desde todos los rincones
húmedos. Viajan en el aire pero duermen en la humedad de los muros.
Impregnan los objetos más resistentes (las piedras, los dientes), se
acomodan en algunos con preferencia: los recipientes de sal y de especias, los
cojines abullonados, la madera blanda y los papeles doblados en la oscuridad.
Todas
las almas que vienen con el mar han pasado por el túnel que les permite
regresar purificadas a ocupar de una manera más sutil y delicada el
vacío que dejaban con su muerte. Pero las otras almas, las que no han
sido mejoradas por el túnel son odiadas y temidas. Vienen también
con el viento pero por el lado de la ciudad donde el mar no moja las murallas.
Ellas producen entre los vivos los peores padecimientos del alma: los de la
melancolía. Esos son los muertos insepultos, los que no conocen las
virtudes del agua, y todo Mogador les huye. Pueden penetrar en la ciudad sólo
con los remolinos que saltan murallas, por eso en el lado oeste se levantan
esas torres de madera con aspas, y esas tarimas inclinadas que rompen todos los
remolinos diez metros antes de que su viento rizado pueda insinuarse sobre las
murallas.
El
príncipe oriental no vivió para saber que incluso los muertos
tienen que llegar a la arrinconada Mogador sólo a través del
agua. Habiendo tomado el oro como vehículo de su fama a través de
los años, ni siquiera tuvo tiempo de ver que el brillo de su valiosa
comitiva se veía rápidamente opacado ante el pavor que
despertaban las mil y un almas sepultadas que él y su corte eran. Sus
sabios tampoco podían saber que el enorme rompevientos construido al pie
de Mogador cambiaría el recorrido de las dunas y por lo tanto se alterarían
los vientos favorables que ellos habían previsto para que huesos y oro
viajaran en un solo montón durante tanto tiempo. Diseminado en el
desierto, ni todo el oro del príncipe hubiera sido capaz de tentar la
avaricia de cualquiera. Mezclados en el polvo de las vastas dunas veloces, ni
los huesos de todos los súbditos de su imperio hubieran podido
distinguirse de la arena en movimiento.
Por
eso nadie espera la llegada del príncipe y nadie la desea. Los que no lo
han olvidado y cuentan todavía su leyenda, lo reinventan con el temor de
encontrarlo un día tirado en el suelo de su casa, dentro de alguna
diminuta limadura de hueso. Los que aún lo nombran buscan ahuyentarlo
afirmando el fracaso de su viaje.
Tercera página
Cuando todo podía alcanzar el alma
entre sus manos, Jazan vio transformarse de nuevo su escritura. Como peces
inquietos y serpientes, sus trazos hacían otra vez de las suyas y daban
ya nueva versión de los hechos. Porque… ¿y si lo que en
Mogador se considera una derrota del príncipe fuera en realidad su
victoria? Es probable que sus ambiciones fueran más amplias y duraderas
de lo que parecen en esta historia, y que su hazaña fuera del orden de
lo secreto. En todo caso, hay indicios que hacen dudar de la tenacidad del príncipe
por dirigirse a una muerte tan segura.
Hay
enigmas que hacen pensar en que eran otras aspiraciones. ¿Por qué
haberse obstinado en llagar a Mogador por tierra cuando la navegación
era más conocida en Oriente que en Europa o en Berbería?
¿No habla ya Marco Polo de que son millones los barcos que navegan en
los ríos de China? Eso hace pensar que el príncipe tenía
que llegar a Mogador, pero de esa manera precisa. ¿Qué puede
significar Mogador para una cultura tan lejana que amerite llegar a la ciudad
siguiendo ciertos movimientos y no otros?
Desde
épocas muy lejanas los relatos de viajeros chinos dan cuenta de una
ciudad que corresponde en todo a Mogador. La describen como una isla misteriosa
y lejana habitada por los Seres Inmortales, que conocen el secreto de la
purificación del alma una vez que ésta desconoció las
imperfecciones del cuerpo. Dicen también que esa isla es vista con tanta
envidia por los genios malignos y mortales que habitan los granos de tierra
que, incansablemente, lanzan contra sus murallas montañas de arena. En
seguida describen la orientación de la ciudad, el trazado de sus calles
y el espesor de sus murallas, y aconsejan que el imperio entero trate de ser
semejante en todo a la ciudad de los Inmortales, por lo que le piden al
emperador que haga construir con urgencia una inmensa muralla que proteja
completamente al Imperio del caos que existe en las tierras extrañas y
en sus habitantes malignos.
El
príncipe conocía sin duda estas referencias, y es de suponer que
su viaje y los preparativos de su llegada a Mogador fueran parte de un ritual
del que difícilmente nos será posible conocer con seguridad su
secreto. Hay sin embargo dos indicios más que permiten imaginarse de
qué naturaleza era la búsqueda
de los Inmortales emprendida por este
soberano.
Un
cronista de la dinastía Tsin describe a este príncipe como un
personaje enigmático y melancólico, dedicado a la alquimia desde
muy joven. Su padre ya había buscado la ruta de la inmortalidad indicada
por las erupciones de los metales al transformarse en oro. Por error, su padre
descubrió las erupciones del salitre que lo llevaron a las del nitrato y
la pólvora, que le quemaron las barbas. Continuó haciendo las
mezclas desaconsejadas por los libros taoístas hasta que perdió
tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha, y comenzaron a
ponérsele negros los brazos.
Buscó
entonces la fórmula del cinabrio que debería prolongar la vida y
hacer de sus dedos arrancados le crecieran de nuevo. Lo bebió tres veces
al día durante tres días y el cabello en todo el cuerpo se le
hizo rojo, los brazos perdieron su color amoratado infeccioso, pero ni las
uñas le brotaron de nuevo. El mismo cronista dice que el emperador
continuó poniéndose intensamente rojo hasta confundirse con las
nubes encendidas de un escandaloso atardecer sobre el río amarillo, y en
cuanto se instaló lo oscuro de este lado de las montañas nada
más se supo nunca del emperador.
El
hijo del emperador heredó los utensilios del padre muchos años
antes de iniciar su viaje a Mogador, pero tal parece que no fue iniciado en los
procedimientos alquímicos por él sino por algún otro
hombre de saber que visitaba su corte.
El
segundo indicio nos viene de un alquimista chino que vivió 110
años después, en la dinastía Han, y que transcribe en su Tratado
sobre las bodas del Dragón y el Fierro, todas las fórmulas alquímicas que conoce,
por haberlas probado él o sus maestros. La experiencia más
antigua que relata es de tres generaciones anteriores y, aunque no menciona con
precisión sus referencias, es muy probable que se trate de la
experiencia del príncipe en su viaje por la lengua de arena que une a
las costas de Berbería con Mogador: Un príncipe alquimista, Wuti,
buscaba en vano el secreto de la permanencia absoluta en la vida. Durante una época
pensó que en la sangre debería estar el fuego que nunca se apaga.
Experimentaba con sus sirvientes, vaciando las venas de algunos y petrificando
las de otros. A través de los años resultaron más
resistentes esos hilos de sangre petrificada que los mismos huesos de los
cuerpos que se conservan en el pabellón prohibido en Pekin como
evidencia perpetua de los experimentos del príncipe.
El
dejo de inquietarse por encontrar la vida eterna de la sangre de sus sirvientes
cuando el sabio Luantuai le reveló sus secretos: era necesario mantener
un fuego encendido durante nueve meses y sobre el fuego una calabaza
bañada en cinabrio que debería cocerse muy lentamente. De esa
manera se conseguía que en la gruta del vegetal nacieran los seres
sobrenaturales que surgían a partir de las semillas fundidas. Esos seres
se llamaban cinaburos, y sólo en su presencia se convertía el
fermentado líquido en oro. Ya que se obtenía el material
brillante, con él se hacían utensilios para beber y comer. Los
alimentos que pasaran por ellos aseguraban en quien los tomara una vejez
prolongada.
Así
hizo el príncipe, pero la promesa de una larga vejez no era un verdadero
aliciente para sus 25 años. Prefería pertenecer a la raza de los
Inmortales aunque para ello, como le había advertido Luan-tuai,
tenía que viajar hasta la isla de Pong, que es isla no por estar en
medio del mar sino rodeada de la “masa confusa”, del caos. Y no
bastaba con llegar e instalarse entre los habitantes de Pong; la inmortalidad
no le vendría por vivir con ellos, era necesario instalarse en ellos.
El
príncipe tendría que pasar por la disolución, mezclarse
con la “masa confusa” para acercarse a su objetivo eterno. Ya
diluido en el caos tendría que entrar en los habitantes de Mogador para
renacer entre ellos, surgir de su carne bronceada. Así preparó su
plan: primero él y su comitiva serían lanzados a la minuciosa
trituración de la arena. Su corte iría forrada de oro pero
él además lo bebería: dos semanas llevaba tomando únicamente
agua aurea. Ese
líquido aseguraba que sus huesos fueran molidos por las dunas de una
manera más fina e inconsistente, pero que, al mismo tiempo cada grano de
sus huesos contuviera las virtudes vitales del metal amarillo que está
entre el reino animal y el mineral. A diferencia de sus súbditos el
príncipe sería fértil en cada una de sus más
diminutas limaduras.
El
inmenso mausoleo con velamen llevaba como única inscripción el
ideograma que designaba a los Inmortales y un poco más abajo el lema de
su dinastía: “si la semilla no muere”. Antes de dirigirse
hacia la lengua de arena que sería su disolvente universal, el
príncipe ordenó que una barca se acercara con mercancías
al puerto de Mogador y dejara correr disimuladamente la noticia de los mil
muertos insepultos que se dirigían en remolino hacia sus calles. Ordenó
que cuando el pánico fuera seguro, los mismos comerciantes imperiales
ofrecieran a los habitantes de Mogador un complicado mecanismo de aspas y
veletas rompevientos, que lo colocaran en el lugar adecuado (a diez metros de
la muralla) y abandonaran para siempre el comercio con ese puerto.
“Así lo hicieron —según el alquimista alumno del
alumno de Luan-tuai— y todos los habitantes de la isla Pong (Mogador) se
acercaban confiados a ver de qué manera el rompevientos impedía
que los remolinos tocaran de lleno las murallas. Sin embargo, esos instrumentos
de viento eran necesarios para que los granos del emperador se diferenciaran de
los otros y lanzados por el mecanismo volaran hacia los tendederos de la
ciudad, se quedaran invisibles en el hilo de telas, flotaran transparentes en
la superficie del agua potable y se deslizaran inevitablemente en todos los
cuerpos afectados hacia las zonas donde las carnes se pliegan y se despliegan,
se penetran y se llaman”.
Eso
es todo lo que el Tratado sobre las bodas del Dragón y el Fierro dice de esa experiencia citada como una más de las maneras
de revivir eternamente pasando por la disolución mayúscula. En
Mogador la gente dice que el príncipe extranjero fue vencido, y sin
embargo desde hace algunos años la mayoría de los niños
tienen los ojos rasgados y la mirada melancólica. El príncipe
preparó en secreto el triunfo de su renacimiento pero al mismo tiempo se
aseguró un exilio del que nunca podría regresar, multiplicando así,
a través de su descendencia, su ya milenaria melancolía.
Una
canción anónima que corre por las calles de Mogador, que cantan
los niños sin saber a qué se refiere y la tararea hasta el agua
de las fuentes, dice:
Wu-ti llegó a la isla de Pong
sobre una lengua de arena enfurecida.
Juntó su polvo con el polvo
de las almas inmortales.
y fue vencido.
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