Alberto Ruy Sánchez

EL SÉPTIMO SUEÑO

DE JAZÁN

o

De cómo llegó a Mogador

la melancolía

Segunda parte

 

Segunda página: Jazan trazaba en sueños el nombre del príncipe cuando su dibujo entero se movió y las mismas líneas que había hecho comenzaron a formar parte de otras frases. Había de pronto verdad en sus trazos. Como si una segunda página negara las apariencias de la primera. Porque al hacer sus planes el príncipe extranjero no podía saber que en estas tierras, tan milenario como la avaricia es el temor a los muertos insepultos. Mogador vivía alrededor de su cementerio; en el centro de la ciudad un mismo edificio albergaba los baños públicos: el Hammam, donde se daba el ritual del renacimiento del cuerpo, y la boca del profundo túnel donde se abandonaban con rápidas ceremonias a los muertos. Nadie sabía con seguridad si ese túnel era una formación natural de las rocas o si había sido construído por los antiguos habitantes de Mogador. Un mito lejano lo atribuía a los primeros pobladores de la ciudad, que eran semidioses y necesitaban hacer pasar sus cadáveres por el túnel para purificar sus cuerpos de las imperfecciones que les otorgaba la muerte. El túnel los llevaba al mar y, al comenzar a subir la marea, una brisa ligera conducía a las almas purificadas de regreso hacia la ciudad, disgregadas en la sal del aire, ligeras. Las almas se impregnaban desenvueltas en la ciudad y en sus habitantes. El sabor salado del aire, al ser percibido en la lengua era un signo de la salud y de la alegría que los muertos otorgaban a los vivos. Todos los habitantes de Mogador iban diariamente a las murallas para tomar en la brisa y en los últimos rayos del sol, un baño de esos que ellos consideraban como parte más íntima y mas valiosa de sus antepasados. La piel bronceada era en Mogador la huella alegre de los muertos. Hombres y mujeres iban al puerto para reconocer en el aire el afecto de los suyos.

    Al atardecer se oía el canto de quienes reconocen a sus muertos y conversan con ellos. En el horizonte responde un eco, todos saben dónde viene y a quién llama. Cada uno ahí es nombrado con afecto por los ruidos y la luz del mar que los rodea. Y, ya en la ciudad, todos viven con las almas de sus muertos. Ellas miran con benevolencia desde todos los rincones húmedos. Viajan en el aire pero duermen en la humedad de los muros. Impregnan los objetos más resistentes (las piedras, los dientes), se acomodan en algunos con preferencia: los recipientes de sal y de especias, los cojines abullonados, la madera blanda y los papeles doblados en la oscuridad.

    Todas las almas que vienen con el mar han pasado por el túnel que les permite regresar purificadas a ocupar de una manera más sutil y delicada el vacío que dejaban con su muerte. Pero las otras almas, las que no han sido mejoradas por el túnel son odiadas y temidas. Vienen también con el viento pero por el lado de la ciudad donde el mar no moja las murallas. Ellas producen entre los vivos los peores padecimientos del alma: los de la melancolía. Esos son los muertos insepultos, los que no conocen las virtudes del agua, y todo Mogador les huye. Pueden penetrar en la ciudad sólo con los remolinos que saltan murallas, por eso en el lado oeste se levantan esas torres de madera con aspas, y esas tarimas inclinadas que rompen todos los remolinos diez metros antes de que su viento rizado pueda insinuarse sobre las murallas.

    El príncipe oriental no vivió para saber que incluso los muertos tienen que llegar a la arrinconada Mogador sólo a través del agua. Habiendo tomado el oro como vehículo de su fama a través de los años, ni siquiera tuvo tiempo de ver que el brillo de su valiosa comitiva se veía rápidamente opacado ante el pavor que despertaban las mil y un almas sepultadas que él y su corte eran. Sus sabios tampoco podían saber que el enorme rompevientos construido al pie de Mogador cambiaría el recorrido de las dunas y por lo tanto se alterarían los vientos favorables que ellos habían previsto para que huesos y oro viajaran en un solo montón durante tanto tiempo. Diseminado en el desierto, ni todo el oro del príncipe hubiera sido capaz de tentar la avaricia de cualquiera. Mezclados en el polvo de las vastas dunas veloces, ni los huesos de todos los súbditos de su imperio hubieran podido distinguirse de la arena en movimiento.

    Por eso nadie espera la llegada del príncipe y nadie la desea. Los que no lo han olvidado y cuentan todavía su leyenda, lo reinventan con el temor de encontrarlo un día tirado en el suelo de su casa, dentro de alguna diminuta limadura de hueso. Los que aún lo nombran buscan ahuyentarlo afirmando el fracaso de su viaje.

   

Tercera página

Cuando todo podía alcanzar el alma entre sus manos, Jazan vio transformarse de nuevo su escritura. Como peces inquietos y serpientes, sus trazos hacían otra vez de las suyas y daban ya nueva versión de los hechos. Porque… ¿y si lo que en Mogador se considera una derrota del príncipe fuera en realidad su victoria? Es probable que sus ambiciones fueran más amplias y duraderas de lo que parecen en esta historia, y que su hazaña fuera del orden de lo secreto. En todo caso, hay indicios que hacen dudar de la tenacidad del príncipe por dirigirse a una muerte tan segura.

    Hay enigmas que hacen pensar en que eran otras aspiraciones. ¿Por qué haberse obstinado en llagar a Mogador por tierra cuando la navegación era más conocida en Oriente que en Europa o en Berbería? ¿No habla ya Marco Polo de que son millones los barcos que navegan en los ríos de China? Eso hace pensar que el príncipe tenía que llegar a Mogador, pero de esa manera precisa. ¿Qué puede significar Mogador para una cultura tan lejana que amerite llegar a la ciudad siguiendo ciertos movimientos y no otros?

    Desde épocas muy lejanas los relatos de viajeros chinos dan cuenta de una ciudad que corresponde en todo a Mogador. La describen como una isla misteriosa y lejana habitada por los Seres Inmortales, que conocen el secreto de la purificación del alma una vez que ésta desconoció las imperfecciones del cuerpo. Dicen también que esa isla es vista con tanta envidia por los genios malignos y mortales que habitan los granos de tierra que, incansablemente, lanzan contra sus murallas montañas de arena. En seguida describen la orientación de la ciudad, el trazado de sus calles y el espesor de sus murallas, y aconsejan que el imperio entero trate de ser semejante en todo a la ciudad de los Inmortales, por lo que le piden al emperador que haga construir con urgencia una inmensa muralla que proteja completamente al Imperio del caos que existe en las tierras extrañas y en sus habitantes malignos.

    El príncipe conocía sin duda estas referencias, y es de suponer que su viaje y los preparativos de su llegada a Mogador fueran parte de un ritual del que difícilmente nos será posible conocer con seguridad su secreto. Hay sin embargo dos indicios más que permiten imaginarse de qué naturaleza era la búsqueda

de los Inmortales emprendida por este soberano.

    Un cronista de la dinastía Tsin describe a este príncipe como un personaje enigmático y melancólico, dedicado a la alquimia desde muy joven. Su padre ya había buscado la ruta de la inmortalidad indicada por las erupciones de los metales al transformarse en oro. Por error, su padre descubrió las erupciones del salitre que lo llevaron a las del nitrato y la pólvora, que le quemaron las barbas. Continuó haciendo las mezclas desaconsejadas por los libros taoístas hasta que perdió tres dedos de la mano izquierda y dos de la derecha, y comenzaron a ponérsele negros los brazos.

    Buscó entonces la fórmula del cinabrio que debería prolongar la vida y hacer de sus dedos arrancados le crecieran de nuevo. Lo bebió tres veces al día durante tres días y el cabello en todo el cuerpo se le hizo rojo, los brazos perdieron su color amoratado infeccioso, pero ni las uñas le brotaron de nuevo. El mismo cronista dice que el emperador continuó poniéndose intensamente rojo hasta confundirse con las nubes encendidas de un escandaloso atardecer sobre el río amarillo, y en cuanto se instaló lo oscuro de este lado de las montañas nada más se supo nunca del emperador.

    El hijo del emperador heredó los utensilios del padre muchos años antes de iniciar su viaje a Mogador, pero tal parece que no fue iniciado en los procedimientos alquímicos por él sino por algún otro hombre de saber que visitaba su corte.

    El segundo indicio nos viene de un alquimista chino que vivió 110 años después, en la dinastía Han, y que transcribe en su Tratado sobre las bodas del Dragón y el Fierro, todas las fórmulas alquímicas que conoce, por haberlas probado él o sus maestros. La experiencia más antigua que relata es de tres generaciones anteriores y, aunque no menciona con precisión sus referencias, es muy probable que se trate de la experiencia del príncipe en su viaje por la lengua de arena que une a las costas de Berbería con Mogador: Un príncipe alquimista, Wuti, buscaba en vano el secreto de la permanencia absoluta en la vida. Durante una época pensó que en la sangre debería estar el fuego que nunca se apaga. Experimentaba con sus sirvientes, vaciando las venas de algunos y petrificando las de otros. A través de los años resultaron más resistentes esos hilos de sangre petrificada que los mismos huesos de los cuerpos que se conservan en el pabellón prohibido en Pekin como evidencia perpetua de los experimentos del príncipe.

    El dejo de inquietarse por encontrar la vida eterna de la sangre de sus sirvientes cuando el sabio Luantuai le reveló sus secretos: era necesario mantener un fuego encendido durante nueve meses y sobre el fuego una calabaza bañada en cinabrio que debería cocerse muy lentamente. De esa manera se conseguía que en la gruta del vegetal nacieran los seres sobrenaturales que surgían a partir de las semillas fundidas. Esos seres se llamaban cinaburos, y sólo en su presencia se convertía el fermentado líquido en oro. Ya que se obtenía el material brillante, con él se hacían utensilios para beber y comer. Los alimentos que pasaran por ellos aseguraban en quien los tomara una vejez prolongada.

    Así hizo el príncipe, pero la promesa de una larga vejez no era un verdadero aliciente para sus 25 años. Prefería pertenecer a la raza de los Inmortales aunque para ello, como le había advertido Luan-tuai, tenía que viajar hasta la isla de Pong, que es isla no por estar en medio del mar sino rodeada de la “masa confusa”, del caos. Y no bastaba con llegar e instalarse entre los habitantes de Pong; la inmortalidad no le vendría por vivir con ellos, era necesario instalarse en ellos.   

    El príncipe tendría que pasar por la disolución, mezclarse con la “masa confusa” para acercarse a su objetivo eterno. Ya diluido en el caos tendría que entrar en los habitantes de Mogador para renacer entre ellos, surgir de su carne bronceada. Así preparó su plan: primero él y su comitiva serían lanzados a la minuciosa trituración de la arena. Su corte iría forrada de oro pero él además lo bebería: dos semanas llevaba tomando únicamente agua aurea. Ese líquido aseguraba que sus huesos fueran molidos por las dunas de una manera más fina e inconsistente, pero que, al mismo tiempo cada grano de sus huesos contuviera las virtudes vitales del metal amarillo que está entre el reino animal y el mineral. A diferencia de sus súbditos el príncipe sería fértil en cada una de sus más diminutas limaduras.

    El inmenso mausoleo con velamen llevaba como única inscripción el ideograma que designaba a los Inmortales y un poco más abajo el lema de su dinastía: “si la semilla no muere”. Antes de dirigirse hacia la lengua de arena que sería su disolvente universal, el príncipe ordenó que una barca se acercara con mercancías al puerto de Mogador y dejara correr disimuladamente la noticia de los mil muertos insepultos que se dirigían en remolino hacia sus calles. Ordenó que cuando el pánico fuera seguro, los mismos comerciantes imperiales ofrecieran a los habitantes de Mogador un complicado mecanismo de aspas y veletas rompevientos, que lo colocaran en el lugar adecuado (a diez metros de la muralla) y abandonaran para siempre el comercio con ese puerto. “Así lo hicieron —según el alquimista alumno del alumno de Luan-tuai— y todos los habitantes de la isla Pong (Mogador) se acercaban confiados a ver de qué manera el rompevientos impedía que los remolinos tocaran de lleno las murallas. Sin embargo, esos instrumentos de viento eran necesarios para que los granos del emperador se diferenciaran de los otros y lanzados por el mecanismo volaran hacia los tendederos de la ciudad, se quedaran invisibles en el hilo de telas, flotaran transparentes en la superficie del agua potable y se deslizaran inevitablemente en todos los cuerpos afectados hacia las zonas donde las carnes se pliegan y se despliegan, se penetran y se llaman”.

    Eso es todo lo que el Tratado sobre las bodas del Dragón y el Fierro  dice de esa experiencia citada como una más de las maneras de revivir eternamente pasando por la disolución mayúscula. En Mogador la gente dice que el príncipe extranjero fue vencido, y sin embargo desde hace algunos años la mayoría de los niños tienen los ojos rasgados y la mirada melancólica. El príncipe preparó en secreto el triunfo de su renacimiento pero al mismo tiempo se aseguró un exilio del que nunca podría regresar, multiplicando así, a través de su descendencia, su ya milenaria melancolía.

    Una canción anónima que corre por las calles de Mogador, que cantan los niños sin saber a qué se refiere y la tararea hasta el agua de las fuentes, dice:

 

Wu-ti llegó a la isla de Pong

sobre una lengua de arena enfurecida.

Juntó su polvo con el polvo

de las almas inmortales.

Venció

y fue vencido.



Hacia la primera parte...

 


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