UN
SECRETO
EN EL VIENTO
Casi podía ser vista la
sequedad del aire. Aquella tarde en las costas de Berbería, sobre la
ciudad amurallada de Mogador, el otoño se anunciaba en el viento. Sus
impulsos invisibles, largos y secos, metiéndose como serpientes furiosas
entre los arrecifes, arrancaban de esas piedras carcomidas el sonido de una
desgarradura.
Y como todos los
años, cuando se anunciaba así la estación, las aves del
puerto parecían responder a ese ruido con graznidos de alarma. A la
mañana siguiente, las más desprotegidas emigraban. Las
pequeñas gaviotas Cola de Luna, los Pavos de Agua, los Cuervos Rojos,
las Cigüeñas Friolentas, y las Aves Enanas —ésas que
eran devoradas por los peces— hacían esa mañana giros cada
vez más amplios sobre las barcas, y desaparecían. Las barcas
continuaban golpeando pausadamente sus cascos contra los leños del
muelle mientras las aves se perdían en el horizonte, aparecían de
nuevo un instante acercándose de prisa y volvían a desaparecer.
La ciudad iba cayendo
compulsivamente bajo el nuevo clima —pájaro cruel de plumas
transparentes y frías—, mientras Fatma oía desde su ventana
el viento entre los arrecifes, sentía sobre los labios la sequedad del
aire, y dejaba que sus ojos acompañaran a las aves en su fuga indecisa.
Pero la mirada de
Fatma, alejándose obstinada, era en su vuelo el blanco de mil
murmuraciones. En ella estaban clavadas las saetas de una población
pequeña que veía en su fijeza la forma alada de un enigma: un
posible secreto que perturbaba con su sombra la línea del horizonte.
Mientras cruzaban la
ciudad cien rumores, el viento de la tarde removía la sal sedimentada
durante el año sobre la muralla, levantando de la piedra largas y
delgadas hojas blancas. Los niños corrían a recibirlas en el
momento que las hojas de sal se desprendían del muro, y regresaban a sus
casas caminando lentamente con las frágiles láminas sobre las
manos. Nunca llegaban, porque el mismo viento que se las había entregado
se las arrebataba, y al ponerlas a volar las convertía en un polvo tan
delgado que ni siquiera era posible diferenciarlo del aire.
Fatma los veía
hundir las manos en la piedra y levantar, suavemente, unas telas finas y
estiradas que, bajo el sol y desde su ventana, parecían salpicadas de
puntos brillantes. En las manos de los niños esas telas explotaban en
silencio. Una nube luminosa los ocultaba completamente un solo instante, y se
desvanecía mientras ellos manoteaban tratando de apresar lo que ya ni
podían ver.
Fatma miraba con
detenimiento una y otra vez la misma escena, que en esa época era en
Mogador cosa de todos los días. Porque de pronto se había puesto
a mirar minuciosamente las cosas de todos los días, encontrando en ellas
la ventana hacia un mundo que, para todos los demás, resultaba un
enigma. “Fatma, miras como si vinieras de otra parte —le
decían—, como si estuvieras únicamente interesada en moscas
que pasan lejos o en pájaros que vuelan de noche.” Nadie pudo
decir exactamente en qué día el ánimo de Fatma
había tomado sus nuevos y extraños cauces.
Cuando todos se dieron
cuenta ya parecía ser demasiado tarde y no había consejos que dar
ni motivos claros para compartir lamentos. Ella estaba haciéndolo todo
de una manera que exasperaba a las mujeres y a los hombres, pero que al mismo
tiempo los incitaba a tratar de descubrir qué la había hecho
cambiar así.
Todos en Mogador
querían saber su secreto, y se habían puesto a tratar de
descubrirlo como quien quiere obtener la confesión de un mudo
interpretando sus silencios: cada quien iba poniendo palabras de su propio
gusto en esa boca cerrada.
Fatma se daba cuenta de
que a su alrededor se levantaban bruscas murmuraciones, pero no mostraba
ninguna inquietud por ellas, como si todos sus pensamientos estuvieran
embebidos en una tela invisible, y ella supiera con certeza que nadie
podría nunca apresar su secreto, ya que éste era de una materia
ligera y brillante, comparable tan sólo a las repentinas nubes de sal
que por las tardes se escapaban de las manos cerradas de los niños.
*Un fragmento
de LOS NOMBRES DEL AIRE
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