LA EMIGRACIÓN
Sobre
Los
nombres del aire,
de Alberto Ruy Sánchez
A la sombra de los obscuros
dátiles, cuando cae entre los minaretes donde los temerosos vociferan el
Nombre y las cúpulas azules jaspeadas el resplandor anaranjado del
crepúsculo, detrás de los mucharabíes, nimbada por una luz
blanca, como la odalisca tatuada de Gustave Moreau, aparece una esclava de ojos
rasgados. La siguen sus hermanas, que tienen idénticos trazos y nombres
de vientos. Las cuatro van a abandonar la corte, el feroz ejército y la
biblioteca donde se encuentra la interpretación de los arabescos que
rigen, sin que ellos sospechen, el destino de todos los hombres. Antes de
partir, la Señora va a marcarlas: que lleven para siempre, como halcones
el anillo de sus príncipes, la firma de tinta roja, el sello indeleable
del cautiverio. Ordena que cada una lleve el vientre, tatuada, la cuarta parte
de una araña roja, dorada y negra.
Derivan
los cuerpos cifrados, se van marchitando, desfallecen, hasta que mueren
pronunciando un nombre; las tatuajes se borran.
O
no: como si temieran degradarse con la piel que los soporta, los tatuajes
frente a la muerte, con ese instinto que atraviesa toda escritura, se han exilado, han emigrado hacia otro cuerpo, vital
y fornido, pájaros de tinta hacia el verano.
Van
a reaparecer, pues, los cuatro fragmentos, pero ensamblados en una sola
araña tentacular, brillante y devoradora que se ha posado en el sexo
turgente de Ahmed Allabí —comparable al de Farruluque, en Paradiso, y objeto de idéntica veneración.
La
mancha colorida crece con la erección, vampiriza la energía que
antes del estallido blanco irriga el canal, hasta que termina, con una
orquídea aniquilando a su huésped, enemizando la fuerza fabulosa
de Ahmed. Muere el tatuado a su pesar, ya sin la potencia itifálica que
lo había torturado, y confiesa en su agonía el sueño que
tuvo la noche en que comenzó tan luciferina turgencia: el de la esclava
y sus tres hermanas.
Se
trata de uno de los tatuajes descritos por Alberto Ruy Sánchez en Los
nombres del aire y, en el interior de
la descripción, soñado; ello no impide que, al recorrer un
repertorio de la iconografía dérmica como el de Michel
Thévoz —Le corps peint, Skira,
1984— podamos reconocer esos
ramajes de tinta proliferantes y arácnidos, en los maquillajes para
fiestas religiosas o matrimonios, de la banda costera de la región
Tihama, en Yemen. Aunque el paisaje que enmarca el relato nos hace pensar, con
más probabilidad, en los tatuajes que marcan verticalmente desde el
labio inferior hasta el mentón, y reaparecen en el antebrazo de las
mujeres de Ait Hadiddou o Ait Brahim, en Marruecos, y en los dibujos, hechos
con henna verde, en el reverso de las manos de las mujeres de Marrakech.
El
paisaje que enmarca el relato: una isla de Mogador onírica, no exenta de
esa alambicada ornamentación islámica, siempre presta a bascular
en su exceso, en su kitsch, ni
tampoco —por onírica— de relaciones con la isla real, la que
se encuentra situada no lejos de la ciudad de Essaouira —la antigua
Mogador—, que fue edificada en una península, y abriga en la
bahía a las Insulae Purpurariae, donde el rey Juba II, a finales del
siglo I antes de Cristo hizo construir una fábrica de púrpura.
Teniendo
en cuenta ese contexto podemos volver a los tatuajes. Si la elucidación
que de ellos hace Michel Thévoz, a partir de sus orígenes en el
período pre-islámico y hasta en el neolítico es operante
en este caso de emigración, veremos que no es asombroso el sitio que
escogieron para posarse, el destino físico de su fuga, ya que: “el
efecto de la prohibición coránica sólo fue la
substitución de la significación ritual de los tatuajes por una
función terapéutica, profiláctica o curativa, sobre todo
contra las afecciones de la vista, la esterilidad y las enfermedades
venéreas. Las madres
tatuaban por eso a sus hijos o recurrían a un tatuador profesional,
siempre para obtener lo mismo”.
No
pretendo con estas citas, por supuesto, dar una verosimilitud etnológica
a la minuciosa ficción que se despliega en Los nombres del aire; pretendo,
eso sí, anclarla en lo real.
Ya que si los signos —los de tinta y los otros
— emigran continuamente en el relato, se desplazan de un soporte a otro,
donde se entregan a un diferente sentido y a una nueva constelación, siempre
lo hacen a partir de un alfabeto real, de una heráldica precisa, cuya
semiología no sólo es realizable sino que está
repertoriada. Lo extraordinario no está en los sistemas de signos, sino
en la luz que arroja su emigración. Así sucede también
cuando las nueve cartas de la baraja que la adivina despliega en forma de
espiral, situando en su centro cuatro cartas más que corresponden a los
ángulos de un cuadrado imaginario, dibujan instantáneamente no
sólo el destino secreto de la consultante, sino también el mapa
de la ciudad de Mogador, que para sus habitantes es una imagen precisa del
mundo: la calle del Caracol, esa que dando giros va desde las murallas
exteriores hasta la plaza central, donde se encuentran, formando un cuadrado,
los baños públicos y los tres templos que corresponden a las
religiones practicadas en el lugar.
Si
he fijado los amarres con lo real, es para que se despliegue mejor, como un
velamen, la enigmática iniciación del personaje principal del
relato, Fatma, que no es ni una fuente de pasiones, ni una voluntad de
lenguaje, sino más bien otro espacio físico, otro lugar a donde
van a emigrar los signos: los del deseo, esos que han marcado, desde los
míticos zejeleros, la lírica del Islam, una voluptuosidad cuya
firma es la voluta, el arabesco, el arco generoso que corona las aberturas de
la casa, en oposición a la severa ortogonal que asfixia a las de la
arquitectura occidental.
En
Fatma se posan los deseos, ella los recibe como una pura transparencia: los ve
pasar a través de su cuerpo y a veces vibra con ellos, pero jamás
los conserva. Es la morada de lo efímero, de lo que el erotismo tiene de
inapresable y siempre huyente. Su cuerpo —dicen las mujeres de
Mogador— aloja extraños y peligrosos visitantes; mas esa
residencia es pasajera, como los hechizos que las viejas que llevan al cuello
una piedra plana de dos colores —el emblema de una fortaleza—
saben, conjurar.
Así
pasan los deseos de un joven afiebrado, y luego los de un obeso vendedor de
pescado con un pañolón rojo en el cuello de toro, tan
maniático en cuanto a los colores de los peces que prohibe la
yuxtaposición del verde y el amarillo. ante la indiferencia de Fatma su
desconsuelo es tal que frota su falo entre dos peces, hasta herirlo con el roce
de las escamas. Finalmente, en el hammam, donde una bruma púrpura sube
por los muslos de las mujeres, surge el deseo de Kadiya; su mano adquiere
entonces la majestad hierática de un fetiche omnipresente: una mano que
mira, un gesto que alucina el laberinto del hammam. “¿Qué
era el Hammam por la mañana? Torbellino secreto: grito, pastilla de
jabón disuelta en agua, cabellera enredada, yerbas de olor evaporadas,
un gajo de naranja en una fuente de semillas de granada, menta y hashish en
labios gruesos, depilaciones apresuradas, sandalias de madera hinchada, tierra
roja para teñir el pelo, un durazno mordido, flores obesas, azulejos
vivos, desnudez sumergida que se mueve como reflejo de la luna en el
agua”.
Nombrar
el aire es también hacerlo ver: lo que logró Delacroix en las Mujeres
de Argel; lo que siempre pretende esa
tradición de pintores “arabistas”, que, desde las escuelas
coránicas tan en boga en el siglo XIX francés hasta Matisse,
irradia la tela de una luz reconocible, la de un sur mítico. Fortuny o
Claudio Bravo, con sus marabutos perdidos en la arena brillante o sus
adolescentes en chilaba en medio de apartamentos excesivamente bruñidos,
no están lejos de esta herencia; tampoco, en otro ámbito, Pierre
Loti.
Alberto
Ruy Sánchez ha escrito, con Los nombres del aire, más que una novela: una semiología de la
movilidad; el libro se va convirtiendo, mientras desciframos —no
sólo con el conocimiento, sino también con la piel, con la
invención táctil— las voluptuosas aventuras de Fatma, en
una heráldica del desplazamiento. Es decir, en otro modo, el de la fulguración, seguramente
más idóneo, de aprender a leer. Ø
Severo Sarduy (1937-1993) es uno de los
más importantes escritores latinoamericanos del siglo XX. Nació
en Cuba y vivió en París dos terceras partes de su vida. Entre
sus libros están: Gestos; De dónde son los cantantes; Cobra;
Maitreya; Colibrí; Cocuyo; Escrito sobre un cuerpo; Barroco;
Simulación y
Pájaros en la playa. Sus Obras
Completas, en dos volúmenes, han
sido publicadas por la Unesco en su Colección Archivos. En esa edición,
Vol.II, páginas 1431-1434 se incluye este texto "Los tatuajes
emigrantes".Hay ensayos de Alberto Ruy Sánchez sobre Severo Sarduy
en sus libros Diálogos con mis fantasmas y en Cuatro escritores Rituales.
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