Alberto Ruy Sánchez, jardinero.
Por VERóNICA MURGUíA
Con Los
jardines secretos de Mogador (Alfaguara, 2002) Alberto Ruy Sánchez vuelve, convertido
en jardinero, al mundo árabe, el ámbito que ha elegido para
cultivar sus historias. Sus novelas se apuntalan en la arquitectura, la
poesía amorosa y la pasión narrativa que nos ha legado el
Oriente, para explorar, con el mismo ánimo lúdico con el que estas
culturas los han tratado, los dos temas que signan sus libros: el deseo y el
amor.
Aquí volvemos a encontrar su
pasión –compartida por los árabes– no sólo por
los jardines, también por lo velado, lo encubierto, lo que estimula la
imaginación y aviva el deseo con la llama del misterio: las
celosías, que nos permiten adivinar pero no ver, los velos que sugieren,
los tatuajes que visten la desnudez y al mismo tiempo la muestran, las
túnicas que ocultan el cuerpo amado, los pétalos que encierran el
corazón perfumado de la flor y el jardín aislado que encubre un
desierto y que a su vez esconde un oasis.
Si Los nombres del aire es una exploración del nacimiento
de las pasiones y En los labios del agua un análisis de la materia combustible del deseo
asumido y las fantasías, Los jardines secretos de Mogador es el libro del amante que lucha contra
la costumbre, es el libro del amor maduro que da frutos. Esta novela pertenece
a una tradición árabe llena de prestigio: los rawdiyyat o "libros de los jardines", en
los que éstos se comportan como personas y las personas florecen o se
marchitan, los bosques son selvas de pasiones y los besos se dan a flores
"que son como las manos del califa". En Los jardines… hay poemas que recuerdan la
poesía del célebre Ben Jafacha, y la de Ibn Zamrak, ésa
que decora las paredes del jardín de palmeras pétreas y
gráciles que es la Alhambra, poemas protagonizados por seres humanos
sujetos a leyes vegetales y jardines que "muestran todo género de
maravillas/ que no existen ni aun se sospechan en el Paraíso".
Jassiba, la amada, es huérfana y
está embarazada. Su historia se desarrolla entre la muerte del padre y
el alumbramiento del primer hijo, entre estos dos puntos cardinales del devenir
humano. Ella, narradora, guardará silencio y callará sus
historias para probar a su amado, como una Scherezada a la inversa. No le
interesa sólo el placer del cuerpo. Al igual que en Occidente, como en
las cortes de los poetas provenzales, los árabes tienen una
tradición de amantes puros que viven sólo el amor de la mente y
el espíritu: los udras. Jassiba es udra y hurí, y pide a su hombre que al mismo tiempo la conozca y la
sorprenda, una antigua recomendación asentada con grave seriedad por
Algazel en el Libro de los buenos usos en el matrimonio.
Para Jassiba, heredera de la
pasión jardinera de su padre, el hastío es el enemigo del amor.
Su jardín, su ryad, es la metáfora viva tanto de su cuerpo y sus
sentimientos. Ruy Sánchez nos recuerda que la palabra jardín nos fue legada por Oriente y significa
"pequeño paraíso". No es casualidad que el Kama
Sutra árabe,
traducido por Sir Richard Burton, se titule El jardín perfumado. Ruy Sánchez lo sabe; en lugar de
entregarnos uno, como aquél en el que el jeque Nefzaoui recoge el
dilatado catálogo de caricias de su mundo y su época, nos describe,
por orden de Jassiba, diecisiete jardines.
Como Marco Polo en Las ciudades
invisibles de Italo
Calvino, el narrador debe traer consigo cada noche la historia de un lugar
lleno de prodigios. Para los árabes el Paraíso es un
jardín en el que se satisfacen todos los sentidos. Diligente, el
narrador los halla y nos los ofrece al mismo tiempo que los describe a Jassiba:
los hay de olores, fantasmales, vistos en un trozo de tela, jardines
flamígeros, de sonidos, como el jardín chino en el que los
árboles son las jaulas habitadas por grillos, jardines de piedra, de
redes, de discusiones bizantinas, de flores caprichosas. Ninguno es producto de
la imaginación y deben ser descubiertos en una ciudad sobre la que
gravita la cercanía del desierto.
En este libro, la jenna es el
Árbol del Bien y del Mal de la tradición judeocristiana, la
magnolia la flor que conmemora los encuentros amorosos y los cactus se vuelven
viajeros. Las palmeras van a Mogador como alguna vez fueron llevadas a
Córdoba por Abdel Rahmán para ser lloradas luego por el triste
rey desterrado y poeta, Mutadid, quien moría de nostalgia por ellas, sus
esbeltas palmeras andaluzas, cargado de cadenas en la arena del Magreb. Hasta
los jardines miniatura del lejano Oriente se asientan con naturalidad en
Mogador, pues como dice Jassiba, si Mogador es la "ciudad del deseo, debe
ser también la ciudad de los jardines".
Me quedo con estas líneas que me
animan a buscar en esta ex ciudad de los palacios, ahora –casi
irónicamente– llamada la ciudad de la esperanza, la visión
de los jardines que tanta falta nos hacen.
Verónica Murguía, escritora mexicana, autora de
la novela Auliya.