Alberto Ruy Sánchez
Un alfarero se
sienta frente a su torno. Es su peculiar mesa de trabajo. Toma un montón
de barro mojado y lo coloca sobre la superficie plana y circular que
comenzará a girar mientras
él pedalea por debajo de la mesa.
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Entonces ocurre ante nuestros ojos algo que parece un
milagro: de la mano hundida en la masa amorfa de tierra húmeda comienza
a surgir una forma precisa y bella, una vasija de barro que se levanta dando
vueltas entre los dedos firmes del artesano como si un asombroso acto de magia
hiciera nacer de los dedos esa pieza destinada a convertirse en una obra de
arte que llamará nuestra atención e iluminará nuestros
días, y que tal vez nos sirva y nos facilite la vida cotidiana.
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Cuando miramos cada pieza artesanal ya terminada
olvidamos fácilmente que esa forma surgió de una manos que llevan
integrada a su piel, a sus huesos y a sus músculos, una especie de
sabiduría, de estado del alma.
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Algo que está más allá del oficio y
sus materiales. Porque el oficio modela a la mano, la recrea volviéndola
“mano de alfarero”. Pero la mano a su vez modela al alma del
artesano dándole sentido y forma a su vida.
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Porque lo que hace no es sólo una habilidad
innata, y una técnica y una destreza adquiridas: es también una
tradición y la voluntad de reecrearla. Es un trabajo aprendido pero es
mucho más que eso porque al tratarse de una obra creativa, hacer ese
trabajo responde a un impulso similar a una pulsión, a una necesidad
profunda de crear. No tan sólo a la necesidad de ganarse la vida sino
además, y algunas veces antes, es una actividad que da sentido a la
vida. Y ese acto de dar sentido a la existencia está vinculado a una
estética de la vida: a una belleza vital que el alfarero hace crecer en
el mundo creando objetos bellos con sus manos.
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Las manos, por eso, orientan la vida de un artesano como
si fueran el timón de un barco. Lo bello de la vida se descubre con las
manos, como quien descorre una cortina llena de sorpresas y descubre de pronto
esas cosas nuevas que germinaron de las mismas manos.
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Con frecuencia, las manos de una mujer artesana o un
hombre trabajando su objeto bello repiten como espejos nuevos los gestos que
otras manos hicieron antes que ellos. Manos de padres o tíos o abuelos o
bisabuelos. En cada mano artesanal hay muchas manos.
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Y además de las manos del pasado están con
frecuencia las manos de una comunidad que hace cosas similares engendrando una
especie de forma colectiva de las obras creadas: un espíritu
común que anima esa materia de barro. Y que anima al creador individual
dándole como sostén la pertenencia a una comunidad.
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Los que
desde afuera miramos las obras de sus manos aprendemos a distinguir en ellas a
la comunidad y al creador: dos identidades sobrepuestas. En cada par de manos
mil manos se mueven.
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En cada gesto de una mano creadora hay un desafío
al tiempo: lo mismo se vuelve otro pero perdura. Y sólo la
búsqueda individual del perfeccionamiento sumada a su capacidad de ser
significativa para sus contemporáneos hace que a través del
tiempo una actividad artesanal
sobreviva.
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La tradición está en las manos de los
artesanos porque son creadoras, no repetidoras mecánicas del pasado sino
brotes nuevos de una planta que tiene raíces en el pasado, hojas y
flores en el presente y semillas hacia el futuro. Si se pierde la conciencia de
que se crea para el presente, esa planta no pasa de sus raíces,
éstas no se alimentan y se marchitan. Y se pierden las semillas
reduciendo así el azar de su futuro.
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Cuando encontramos en el mercado, o en una casa, o en un
taller una pieza de
cerámica que nos sorprende por su belleza y nos sentimos impulsados a
tomarla entre nuestras manos y admirarla de cerca, de alguna forma estamos tocando
la mano del alfarero que la puso en el mundo.
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En lo que vemos, estuvieron puestos antes sus ojos. Y en
sus manos tocamos las manos anteriores que van adentro de las suyas. Y algo de
las manos de una comunidad orgullosa de los objetos bellos que en su seno se
producen y que la identifican.
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Y tocamos además esa chispa nueva que sólo
ese alfarero particular pudo haber puesto en la pieza. El destello creador
indispensable para que nos interesáramos en ella. Y en ese acto de
miradas coincidentes y explosivas, de manos que se estrechan a través de
la materia, podemos tocar algo que está más allá de ella.
Esta es la magia de la mano artesanal que vemos y no vemos en cada pieza que
nos fascina.