Voces, navegaciones, tormentas
Alberto Ruy Sánchez
Por diversos caminos van los hombres. Quien los siga y compare presenciará el surgimiento de extrañas figuras. Éstas forman parte de la escritura secreta que todo lo permea y en todo puede ser percibido: sobre las alas que se despliegan, sobre el cascarón del huevo, en el movimiento de las nubes, en la nieve, en los cristales y las petrificaciones, sobre las aguas congeladas, en el interior y el exterior de las rocas, de las plantas, de los animales, de los hombres, en el brillo nocturno de los astros, sobre una superficie de vidrio y otra de resina frotadas y pegadas, en la curva que forman las limaduras alrededor del imán y en las sorprendentes coincidencias del azar. En todas esas figuras se presiente la clave de una escritura oculta, su gramática; pero ese presentimiento no permite que se le reduzca a formas fijas y se niega a convertirse en clave duradera. Podría decirse que un disolvente universal --el alkahest de los alquimistas-- se derramó sobre los sentidos de los hombres. Sólo durante algunos instantes sus deseos y sus pensamientos parecen tomar cuerpo. Así surgen sus pensamientos, y un instante después todo ante sus ojos se vuelve confuso, como antes.
Novalis
La lluvia rompe de pronto la calma seca de la tarde. Sus mil voces que se persiguen y se alternan ahogan minuciosamente todas las conversaciones. Detienen al mismo tiempo una pelea de perros y a una pareja que hacía el amor a la intemperie. Las ventanas gritan, los techos gritan, los árboles gimen mientras sus hojas se mueven, y en el piso el agua cae sobre el agua como un tumulto pisoteando a otro.
La tarde se hizo música confusa y en ella una mujer corre como un haz de luz entrando de prisa en un estanque. La alegría en su cara no sólo la hace más bella, obliga a pensar que esta mujer no se preocupa por mojarse; corre pero no para escapar del agua, otra cosa la llama. Ella es como un río delgado que entra en uno más grande y lo cruza sin mezclarse.
Ella recorre la lluvia, la atraviesa. Digamos también que la mira hacia abajo porque sus pasos corridos patean el reflejo de la lluvia que ella mira en el suelo. De vez en cuando, algunas gotas se deslizan más allá de la cabeza y los hombros encogidos las llevan a recorrer toda la espalda para entrar, por el mismo canal, en un cauce más profundo. Entonces, un escalofrío y otro le recuerdan que hasta adentro de ella llueve.
El paquete de papeles que intenta proteger con las manos y el brazo es un montón de cartas mal envuelto en un sobre amarillo, acompañado de otros papeles escritos con la misma letra casi ilegible, deslavada. Ella ve que su nombre abandona el papel, casi lo ve flotando sobre el agua. Una parte pequeña se le queda entre las manos: el dedo gordo comprimiendo una gota de agua sobre las letras y la tinta medio ahogada que se escapaba por los lados. Así también se le iban saliendo las hojas del paquete, y así le iba brotando de la piel una impaciente legión de cabras que buscaba alimentarse con las palabras aprisionadas en esas cartas.
Y ahora, para dar a entender qué tipo de oleaje humedecía sus movimientos, debo explicar que antes de leerlas ella abrió la puerta con un solo golpe de llave, miró la mesa y derramó con cuidado papel sobre madera. Puso así rápidamente una playa para que su mirada impaciente por fin cayera. De un lado, cuatro cartas manuscritas en papeles diferentes. Del otro, un paquete más abundante de hojas que dicen en la primera página: voces del agua.
Primera carta. La hoja más amarillenta. La caligrafía más exaltada. Sin fecha. Al comienzo, su nombre, legible sólo para ella
La tarde de diciembre que recogimos con la piel de nuestras espaldas una delgada caricia de tierra oscura, a unos cuantos metros de nuestros cuerpos trenzados, la orilla baja del cementerio comenzaba a ser comida, como todas las noches, por el avance amoroso de las olas. Cinco afiladas cruces revelando tumbas sumergidas parecían arañar la superficie del agua, la cual, al caer lentamente el día, tomaba un tono irritado de piel enrojecida. Ya para entonces el viento maltrataba nuestra desnudez de la misma manera. Su silbido helado nos impuso el tiempo de deshilar brazos y piernas, y acabar con la pequeña muerte a la que nos entregábamos.
Antes de que la línea negra del horizonte se ensanchara a todo el mar y a todo el cielo, clavamos la mirada en una vela blanca que se agitaba bruscamente al fondo. Apenas si se distinguían los movedizos tripulantes. La vela parecía hundirse pero sólo escapaba de nuestras miradas para resurgir de su escondite invisible teñida de acelerado crepúsculo. Era una imagen cuyo perfil vibraba: de ser pluma clara de oca clavada en la panza de la marea, era de pronto vómito flotante de dragón. La llamarada blanca duró tres parpadeos. Creímos que la nave había descendido siguiendo el movimiento de la noche pero, más tarde lo supimos, llegó --aguja sobre tela-- al resguardo del muelle.
Como el frío insistía en clausurar nuestros poros, nos vestimos. Al abandonar el cementerio nos vimos rodeados de mil puntitos luminosos que picotearon la noche --ojo de cangrejo y fósforo fugitivo de las tumbas. El frágil velo negro con sus luces intermitentes ilustraba, sin saberlo, el vaivén de nuestras emociones: en nosotros también algo mudo y parpadeante parecía haber escapado de aquellas tumbas hacia una vida diferente. Temblábamos como si el viento se hubiera quedado adentro de la ropa, quisiera depositar su agitación en nuestros huesos y guiar nuestros pasos.
Abrazados caminamos hasta donde ya no se veían las siluetas de las tumbas. Comenzamos a mojar palabras en un café bar del puerto. Simulamos una catarata de líquidos hirvientes para ahuyentar al aire intruso y sentir nuestro el nuevo cauce de nuestros cuerpos. Una quemazón nos corría por las gargantas. Deslizamos las bebidas --jarra de piel con dos bocas-- como si nuestra lubricación veloz propagara algún incendio.
Segunda carta. Varias hojas de diferentes tamaños. Una larga mancha en la primera. La escritura se vuelve ilegible hacia el final. La fecha está escrita dos veces, una sobre la otra
Después de tantos meses de silencio te envío por fin la carta larga que me pedías. Si comencé describiéndote en la hoja anterior uno de los últimos momentos que pasamos juntos, no era para festejar ninguna erupción de la memoria, aunque la infección de sus líquidos llegue a humedecer como perfume barato las hojas que tienes en las manos. Lo que quisiera es contarte con calma la cadena de accidentes y obsesiones que poco a poco me han encerrado este tiempo. Es cierto, puedes ver todo esto como un montón de pretextos y justificaciones por no haberte escrito antes. Pero es más un intento empalagoso de decirte, casi al oído y con una inevitable torpeza, los cantos, mugidos y patadas de una fuerza extraña que atraviesa bailando esta especie de encierro. Y si vuelvo a mencionarte la última tarde que pasamos en el cementerio de Sète, junto al mar, es sólo porque desde ahí comenzó a habitarme, obstinada y revestida, la misma sensación que me golpea hasta ahora.
Cuando me veía en el nudo de nuestros cuerpos rodando suavemente entre flores secas y lápidas de arena, se me precipitaban en los ojos furias, objetos, recuerdos. Sentí el primer escalofrío cuando pensé que nosotros resultábamos, en esa tarde de Sète, como una cosa que muere y se convierte en otra: una parodia. Sé que esto no es muy claro pero no puedo decirlo en dos palabras porque yo mismo no entiendo todavía qué significa esa sensación de estar actuando una burla macabra de lo que yo había vivido y deseado hasta entonces.
Era como si en el tiempo cada minuto no fuera la sucesión de otro sino su parodia. Como si todas las cosas se transformaran riéndose de lo que eran antes. Era como creer que la mariposa aprende a volar para burlarse de la ensimismada oruga, o que la espuma de una ola sobre la arena es la carcajada que le provoca la retirada de la ola anterior. El hielo quiere hacer notar la torpeza del agua y el vapor su mal humor. Un pene en erección es risa engreída de su momento blando, pero uno ya fláccido se burla del rígido con mímica más expresiva.
Aquí en Mogador cuentan que el mundo fue creado a carcajadas; que lo hicieron nueve dioses, de tres cabezas en cada cuerpo. Estaban los nueve burlándose unos de otros, como siempre lo hacían, hasta que alguno tuvo la ocurrencia de crear una cosa extraña que era caricatura de su víctima. El ofendido respondía con un nuevo engendro de los otros dioses. Entonces alguno replicaba creando un gato tísico o una rana murciélago que ya no sólo era retrato grotesco de algún dios sino también burla de la caricatura anterior (es decir, de la criatura anterior). De pronto estaban ya los nueve creando plantas extrañas y pestilentes, planetas secos, hoyos negros en el universo, ajolotes, virus, perros diminutos y comestibles. Burlas sucesivas que nos han hecho tener la ilusión de que algunos animales se derivan directamente de otros, o que son su bella evolución, cuando todos saben aquí que el hombre es tan sólo un mono mal hecho más los trazos ridiculizados de algún dios. Esta escena de la última creación termina, según cuentan, con una explosión de euforia de la que sólo se sabe que las carcajadas llegaron a cortar la respiración y amoratar algunas caras. Las tres cabezas de los nueve dioses comenzaron a parodiarse entre sí, luego cada uno de sus miembros y después todavía se reían hasta sus más pequeñas materias. Como el mundo seguía creciendo intercalado en esa agitada confusión, pronto dejó de distinguirse quién imitaba a quién y dónde comenzaba el movimiento.
De pronto pude ver el parentesco bufón de todas las cosas, y yo mismo me veo de vez en cuando albergando en la piel mecanismos cambiados. Algo me habita desde aquella noche y nunca es lo mismo lo que me habita. Se suceden en mí las cosas degradándose para ir tomando conformaciones olvidables. Estoy expuesto sin quererlo a ese recorrido incesante de una víbora de agua con mil cuerpos sucesivos. Desde dentro me conforma cada vez de diferente manera y sale sin pretexto, metiéndose, metiéndome en cualquier otro cuerpo; penetrando por unos ojos, o unas palabras; extendiéndome sobre las grietas del pavimento; corriendo lo que corre la vista; obligándome a tener de mí imágenes que yo no sospechaba.
Lo que quería describirte es esta sensación de líquido en mil formas, de extensa permeabilidad. La sucesión del tiempo --y del mundo en el tiempo-- como interminable parodia es tan sólo la forma visible de esta corriente, su aspecto más torpe.
Si pudiera conservar el mismo estado de ánimo, por lo menos durante el tiempo en el que escribo, recibirías no varias cartas sino una sola, estable, y en ella te describiría con calma los incidentes banales, pequeños, que desde la tarde en el cementerio hasta hoy por la mañana me han permitido recuperar lo que ahora te envío junto con estas cartas.
Tercera carta. Ésta es la penúltima serie de hojas pequeñas en el primer paquete. Hay papel de dos colores. Cada letra es redonda y estable como en un manuscrito que ha sido copiado varias veces. La fecha es reciente y señala más de un mes de diferencia con la carta anterior. La visión de cada página produce un estado de calma que permite pensar en ciertos paisajes y en ciertos movimientos
Ya solamente dos o tres sueños intranquilos me hacen sentirme como cuando escribí lo que hasta aquí has leído. Comienzo de nuevo pero con propósitos más simples. Creo que ya va pasando el tiempo de aquellas sensaciones. Te digo esto porque tengo una leve vergüenza por lo exaltado de las páginas anteriores.
Nos despedimos en Sète esa noche y al día siguiente me embarqué en el Agadir, así se llamaba el barco marroquí que me llevaría a Mogador. Subí en él paseando tu imagen, y ahí se me mezcló con lo que menos esperaba. No necesito aclararte de qué manera contrastaban los gestos de los franceses del puerto con los de los tripulantes árabes. Reconocía en ellos algo familiar pero a la vez muy distante. No es necesario que te explique hasta qué reconfortante extremo me afectaban sus miradas, su cercanía, lo desenvuelto de sus aproximaciones laberínticas.
Ya sólo faltaba esa noche la comida para añadir al estado de ánimo que yo extendía desde el cementerio en la playa, el gusto de las diminutas explosiones que vienen con un condimento extraño. Por la boca vino la más sutil de las alteraciones y por la boca se retiraría hasta tomar la forma del silencio. Era de madrugada cuando entramos en el Golfo de León. Estábamos varios pasajeros en el camarote de un marino oyendo una larga historia de transacciones y trabalenguas, cuando tuve el primer presentimiento de que el fantasma del Golfo, el mareo, me había saltado a la lengua. No recuerdo haber tenido lengua más asustada. Las contracciones me exprimían todavía el estómago cuando ya no tenía en él ni siquiera la idea de alguna húmeda migaja. Hasta el recuerdo de los alimentos había quedado a flote, a la intemperie agitada. Materias diminutas perdidas entre las quijadas de las olas que parecían mordemos. Traté de llegar a mi lugar en el barco, medio ayudado por un marino que también estaba a punto de derramarse.
Bajamos más de seis largas escaleras, puesto que viajaba en la tercera clase, muy pronto por debajo del nivel de flotación del barco. Luego él me abandonó, justo cuando ya se sentía el golpe del olor que subía desde mi compartimento colectivo. Éramos cerca de ochenta personas en un cuarto con hileras de butacas medio reclinables. Obviamente no había ventanas. Un cobertor con el nombre del barco estaba doblado en cada silla. Era como una sala de cine sin pantalla ni salida de emergencia.
Casi todos ahí eran trabajadores marroquíes que regresaban a su país después de haber estado empleados una larga temporada en Francia. Yo creía ser el único con la lengua horrorizada pero llegando al compartimento me di cuenta de que era uno de los menos maltratados. La gente corría al único baño y nunca llegaba a tiempo. Si alguien lo hacía se daba cuenta de que ahí todo desbordaba tanto como nosotros. Había que tirarse al suelo porque estando sentados se multiplicaba la agitación de la boca. Ya en el suelo, por debajo y en medio de las butacas, poco importaba donde ponías la cara. Era tan dificil permanecer en un solo lugar que hasta las pastillas y supositorios que un médico nos dio rehusaban permanecer en nuestros cuerpos. Algunos decían que el frío era más fuerte que en cualquier nevada. Nunca cesaba; nada daba calor ni por un instante y, como estábamos justamente en la punta del barco, donde la fuerza de las olas pegaba, recibíamos los golpes del mar atormentado casi directamente en el cuerpo. Nunca terminaba tampoco el movimiento: cada golpe era el aviso inevitable del siguiente.
Luego estaba el olor, que era lo que más provocaba ese delirio de los alimentos. Además, recuerdo todavía con horror la manera muy árabe en la que mis compañeros cantaban sin inhibiciones su accidentada desenvoltura. Recuerdo con exactitud esa masa de eructos lentos y excesivos que comenzaban con un trueno seco y terminaban con uno repetidamente fluido. Nadie se contenía un ruido; nadie podría.
Varios hombres lloraban con sus hijos al fondo del compartimento. Dos mujeres tatuadas rezaban a gritos, como queriendo vencer con el rigor de sus palabras la insistencia de las olas. Con las rodillas y la frente tocando el piso, levantaban la cabeza y volvían a azotarla contra el suelo. Quienes las veían cerraban los ojos; pero ni siquiera los ojos podían permanecer en una sola posición mucho tiempo.
Me cuesta trabajo seguir contándote esa noche. Piensa que duró tantas horas que llegó un momento en el que ya no importaba el tiempo. No se podía dormir, ni calentarse, ni dejar de oler o de oír los estruendos de las bocas que remedaban al mar. Estábamos sumidos en aquella tormenta de los intestinos que parecían sacudir al mar y no lo contrario. Era una contracción del abdomen que se extendía pavorosamente al mundo. Era el mundo removido por la agitación de unas cuantas "serpientes intestino" depositadas en el más frágil rincón de un barco.
Esa vez el sueño no cayó con la noche, era más un desvanecimiento general lo que venía. Eso no era dormir, era casi un desmayo. Las contracciones seguían. Las mujeres que rezaban en árabe continuaron golpeando el piso y hasta en los párpados podíamos sentir sus golpes sumados a nuestro esfuerzo por mantenerlos cerrados.
No fue tampoco el amanecer lo que vino luego. No es el día lo que sigue a la noche en un agujero. Pero era como si otra cosa comenzara; algo así como la llegada de alguien a quien se espera desde hace tiempo. Cuando abrí los ojos ahí estaban todos los demás en calma. Quién sabe cuántas horas habían pasado. Ya nadie desconocía las reacciones más elementales de los otros, y ahora las miradas se entretejían con reconocimiento. Todos habíamos cantado y ahora recogíamos nuestros granos de voz dispersos entre los otros.
Al fondo de la habitación, alrededor de un hombre se había hecho un círculo. Ocho o nueve personas lo escuchaban. Él movía los brazos y la danza de sus dedos era tan elocuente que casi me permitía adivinar algunos detalles de sus descripciones en árabe. De vez en cuando, quienes los oían soltaban una palabra indecisa y él negaba o asentía. Le pedí a alguien que me explicara ese relato y poco a poco me fue dando los trazos de una breve epopeya marina. Se trataba de un barco raro que nuestro narrador, Ibn Jazán, juraba haber visto dos años antes, en esta misma travesía, después de una tormenta.
Este hombre tenía a todos frunciendo el ceño en los contornos de su narración. Si no entendí mal, hubo un tiempo en que las ciudades del Mediterráneo expulsaban a todos aquellos que no cabían en la lógica trazada por las calles. Los ciudadanos pagaban a los marinos por llevárselos y tirarlos al mar. Algunas veces sucedía que, después de unas semanas de navegación, como la lógica del mar era opuesta a la de las calles, se hacía dificil diferenciar a los expulsados del resto de la tripulación. Así, en uno de estos barcos sólo quedaron aquellos que los árabes llamaban "gente sin esquinas". Los habitantes de los puertos comenzaron a hablar entonces de un barco que conocían burdamente como "La nave de los locos". Ibn Jazán decía haberla visto surgir del horizonte emanando una música punzante y monótona. Todos le preguntaban detalles. Yo no sé si entendí lo que decía o lo que yo prefería entender. Lo cierto es que yo metía en sus imágenes las mías. La historia lejana de la nave me gustaba.
Pero en menos de una hora se desataron de nuevo las oraciones respondiendo a la creciente letanía turbadora de las olas. Piensa en el horror de todos cuando vieron que comenzaba de nuevo lo que creían terminado. Esta vez las sacudidas fueron más suaves pero el tormento de la gente y sus gemidos fueron más fuertes. Una mujer y sus dos hijos se ataron de las cinturas con la misma cuerda para no estar separados cuando se quebrara el barco. Un muchacho pálido bajó jurando a gritos que había visto al capitán y su ayudante muy mareados y llorando. Las dos mujeres volvieron a azotarse afligidas contra el suelo y los pocos hombres que todavía podían articular palabras se les unieron.
No faltó un culpabilizado misionero, cristiano por supuesto, que quisiera dar sermón contando la vida de la santa monja portuguesa, la que salvó de una tormenta a la tripulación de un barco en el que treinta mujeres iban a las costas de Berbería para pagar por sus maridos un gran rescate. Contó que arrojaron al mar un pañuelo con reliquias de la santa y que, inmediatamente, se hizo alrededor del bulto flotante un halo de tranquilidad en el agua. Fue creciendo y al llegar el bulto al horizonte la armonía se conciliaba ya en todo el mar y en todo el cielo. Que de pronto el sol salió y la tierra estaba a la vista como queriendo recibir con gusto al navío.
Cuando el misionero más dulcificaba su final esperando dar optimismo a los pasajeros y a la tripulación, éstos más desesperados estaban. Todos hablaban a gritos y menos mal que ni siquiera lo oyeron porque, tal vez, lo hubieran puesto con reliquias y todo en el agua, para ver si era cierto.
Perdí el sentido más pronto que antes y sólo recuerdo haber oído con insistencia en los gritos de la gente que nos estábamos convirtiendo en la nave que describió Ibn Jazán. Estoy seguro de que antes de que mis ojos cedieran pensé mucho en eso.
Desperté en el hospital del barco. Me arañó el sol filtrado y multiplicado por una botella de suero que golpeaba contra el marco metálico de la ventana. Sé que uno no puede confiar en todo lo que ve, pero ahí estaba un velamen naranja a lo lejos, y un mástil largo lleno de follaje. Un bufón con cascabeles enredados en el pelo trepaba al mástil para desprender un pollo asado que colgaba de las ramas. Era el árbol del conocimiento del bien y del mal, había dicho Ibn Jazán, pero yo vi en él, además, a cuatro chivos trepados que le comían las hojas. La nave se veía repleta de gente y no era fácil entender el sentido de su desplazamiento. Quise salir a cubierta para verla mejor y con los otros, pero en un instante la perdí de vista. Lo último que recuerdo es el color claro de una tabla larga que salía de la nave por un extremo, mientras un monje glotón y una monja cantadora la detenían sobre sus piemas como si fuera una mesa. Un montón de cerezas rodaron por ella hasta estrellarse en el mar.
El médico del barco llegó tranquilizándome. Me ofendía su seguridad. Dijo que todo era tan sólo mi imaginación incendiada por la debilidad de mi cuerpo, y salió del camarote hospital diciendo en voz alta, con ademanes retóricas, recitativos: ĦSí, gran mar dotado de delirios! Y azotó la puerta luego de casi gritarme: ĦEl viento se levanta... hay que tratar de vivir!
Otras ocho personas en el barco habían visto la nave. Pero los nueve dimos testimonios muy diferentes y hasta contradictorios de lo que creíamos haber presenciado. Entiendo que en ese momento haya sido difícil creemos. Entonces pensé que, aunque es cierto que todos estábamos muy débiles y tal vez propensos al delirio, y aunque la nave sea un fantasma, es seguro que ella navega, por lo menos, en un mar imaginario que se extiende hasta donde estemos quienes la vimos.
Esa navegación sospechosa y menos personal de lo que pensé entonces, era parte de la travesía que comenzó para mí la tarde del cementerio y, de alguna manera, termina al enviarte el paquete de crónicas imposibles sobre el paso de la nave y las voces que de él emanan, que debes tener junto a estas cartas.
Cuarto envío. Una hoja pequeña fechada un día después de las anteriores
Esta travesía de las cosas y de las personas que me tocan por dentro, la he vivido como confluencia, magma, confusión. Al desearte y evocar tu imagen, acudieron mil fantasmas a poblar esa nueva zona de invocaciones. Las noches del barco extendieron los límites de esta zona hasta que la perdí en el horizonte. Tal vez mi necesidad de recorrer los puertos para recolectar todo lo que me dijeran de la nave era una forma de volver a tocar ese territorio perdido sobre el que directa o indirectamente reinas. Más allá no puedo explicar nada. Lo cierto es que terminando mi recolección de voces me sentía como quien traza un círculo en el aire y para cerrarlo necesitaba que tú leyeras todo esto.
Llegando al puerto de Mogador --ya después te contaré mi asombro al entrar en esta ciudad amurallada, mágica e inaccesible como tú--, me sorprendió que tanta gente me hablara de la nave. A la menor incitación comenzaban a contar lo que sabían de ella, así que anoté y armé luego cada una de las historias que siguen. Casi todos me hablaban de los tripulantes de la nave. Me extrañaba que pudieran conocer con tanto detalle sus vidas. Pero una mujer me lo explicó claramente: "Aquí, antes de ver al barco que usted dice lo oímos. El viento del mar trae a la costa una madeja de ruidos por los que sabemos que ya viene pasando cerca. Quienes lo oyen por primera vez se asustan, los otros corren para subirse a la torre del fuerte para oír mejor o van hasta la punta del muelle. Y cuando allá a lo lejos se comienza a ver un puntito, la gente que tiene buena vista dice que en ese barco traen la boca abierta, que vienen contando a gritos cada uno su vida, sus pesares. Todos hablan al mismo tiempo, así que las historias se mezclan. Por eso los cuentos que nos llegan ya están muy manoseados. Pero como a final de cuentas cada uno oye el cuento que puede, y puede el que le guste, siempre se queda uno más o menos contento cuando pasa el barco."
Del libro Cuentos del Mogador
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