1. El día en la noche
Desde
que tengo memoria llega un momento cada noche en el que todos duermen y yo sigo
despierto. Comienza entonces a caminar un tiempo mucho más lento que todos los
demás. Y lo disfruto siempre como si recibiera un regalo inesperado. Un don
sorpresivo hecho de instantes encadenados y reproduciéndose. Minutos
convertidos en horas maleables y placenteras. Un concierto de sensaciones.
Si me hubieran dado a elegir no sé si
hubiera pedido que me dieran esto: tiempo. Un pedazo del tiempo de la noche.
Pero tampoco podría haberme imaginado que este obscuro fluido de instantes
tendría la extraña cualidad de convertirse en tantas cosas inesperadas y
agradables.
Soy consciente de que para algunos no es
tan maleable, lo consideran un regalo envenenado y fatigoso: lo llaman
insomnio. Lo padecen en vez de gozarlo y hasta buscan “curárselo”. Pero creo que si yo dejara de tenerlo
me sentiría mutilado.
¿En qué se me convierte ese tiempo? En
una legión de presencias que me hacen sentir poblada mi soledad nocturna. Los
sonidos de la noche mezclados con los de mi sangre me ofrecen una música tenue,
una alegría tranquila. Al extenderse en la obscuridad esa música puede cambiar
su intensidad y parecer un oleaje o una lluvia tropical. Pero siempre regresa a
su calma. Es el ritmo de la noche que, no sé exactamente desde cuando, se me
convirtió en un ritmo de palabras. Mis insomnios están poblados de diálogos
imaginarios, lecturas, invenciones, presencias, poesía. Pero también de sonidos
intraducibles.
Sucede algunas veces sin que pueda darme
cuenta. Sobre todo si escribo o leo. Porque estoy entonces en otras horas y
sitios, ahí donde las palabras me conducen. Pero con más frecuencia tengo
conciencia de mis desvelos. Por lo menos parcialmente. Y gozo el privilegio de
tener más tiempo y más calma. Entonces escucho y toco la extensión de la noche:
el silencio que se llena de un canto hecho de ruidos lentos y dispersos, la
humedad que aumenta y enfría levemente el aire. Sensaciones que se tejen suaves
sobre el cuerpo y van echando sus raíces piel adentro. Caricias profundas que
comunican mi sonrisa de esta noche con la del niño que, en otra noche como
ésta, vela también y descubre por primera vez el canto nocturno de los insectos.
Así recuerdo y revivo en la sombra de la sombra un estado de ánimo flotante,
una enorme disponibilidad a la felicidad.
Comienzan entonces los “diálogos con mis
fantasmas”, las escenas que todavía no son sueños pero tampoco son ya las cosas
del día. Pueden vivirse de pronto los encuentros deseados largamente. O llega
el momento de decidirse a tomar el reto de los pequeños y grandes contratiempos
de la vida y esa decisión se convierte con rabia en una épica personal: una
batalla. Se instala suavemente el goce de las cosas lejanas que de pronto
parecen estar en la mano. Un aluvión de nuevas realidades que poco a poco se
condensan y van tomando cuerpo de palabras. Algunas de ellas llegarán, tal vez,
a ser contadas como historias o cantadas como poemas: habitarán de manera
explícita o implícita, tal vez, los márgenes de algunos libros futuros. Incluso
podrían surgir en los diálogos del día siguiente con los vivos. Y como sea que
reaparezcan luego, esas realidades fluyen desbocadas en el pliegue interno de
la obscuridad del insomnio como un día especial, distinto, formándose dentro de
la noche.
Desde niño sentía la lentitud nocturna
caminándome por todo el cuerpo. Era como un soplido suave e interminable que me
tocaba de los pies a la cabeza y de regreso. No recuerdo haber sentido nunca
desesperación o impaciencia ante la extensión de ese tiempo. Navegaba en la
noche como en el vientre de una ola interminable, como si estuviera en un túnel
de agua donde todo y nada sucede. Y el mar estaba fuera de mí y también
adentro: era mi cuerpo unido a la obscuridad, diluyéndose muy poco a poco en
ella. Y no era un sueño.
Desde que tengo memoria una buena parte
de la noche es sólo mía. Recuerdo la sensación del silencio nocturno de cada
casa en la que he vivido. Casi de cada una en la que he pasado la noche. Porque
cada casa tiene su voz, su respiración, su manera pausada de estar en la
penumbra. Hay quienes buscan en la recámara donde duermen un total aislamiento.
Yo trato de percibir, al contrario, los pasajes de luz y sonidos que cada lugar
establece con su entorno. Y, con frecuencia, me gusta quedarme en hoteles que
habitan la ciudad con decidida diferencia. En Madrid, por ejemplo, un hotel de
muy pocas estrellas plantado en plena Puerta del Sol, el París, me gusta por la
manera en que la plaza a sus pies murmura y llena los cuartos que dan hacia
ella en ese edificio antiguo de grandeza caída. Me gustan especialmente los
cuartos que están bajo el anuncio luminoso del jerez Tío Pepe, que desparrama
luz sobre su yesería como una espontánea pintura efímera. Y me gusta ver luego
cómo el sol se va comiendo esa luz por la mañana un tiempo largo antes de que
despierten quienes tienen como trabajo apagarla.
En la Finca Rosa Blanca de Costa Rica,
un hotel que es una pequeña obra de arte, la orquesta de pájaros e insectos que
habitan y pasan por el jardín tropical que rodea cada cuarto, las oleadas de
olores florales y frutales sumadas a la visión de los cafetales vecinos por
donde sale el sol, son parte indisoluble de la experiencia de dormir y
despertar ahí. Quien se aisle de las sensaciones de ese amanecer se pierde más
de la mitad del viaje.
El insomnio sin duda acrecienta la
conciencia de las cosas y seres que forman el entorno urbano, marino o
campestre. Pero también la conciencia de lo que forma el interior de la propia
casa, lo que se despega de ella hacia nosotros con mayor nitidez. Así, me
acompañaban en mi desvelo de niño algunos habitantes de la casa de mi abuela:
los crujientes escalones de madera, los trajes antiguos colgados en el viejo
armario, el espejo inmenso que llamaban luna y frente al cual venía a
duplicarse mi breve ejercito de juguetes, los libros viejos de letras muy
dibujadas y un olor penetrante que llamaban humedad. Me rodeaba de pronto el
canto de unos grillos persistentes en las calles de la Colonia Roma, que nunca
sabía dónde estaban y que siguen intrigándome. Aún ahora, a menos de cien
metros de la Avenida Insurgentes, sin ningún jardín a la redonda, se apodera de
la madrugada el canto de los grillos y las chicharras. Pero ya desde niño me
anunciaban la instalación de la noche larga, del insomnio feliz.
Recordaba cosas diurnas y cotidianas que
se han ido volviendo extrañas: un delgado rayo de luz entrando en la cocina
obscura por una rendija de la ventana y en el que flotaban, ligerísimas,
partículas de polvo que en otros momentos eran invisibles; el olor y la
consistencia al tacto de unas bolsas de papel rellenas de aserrín rociado de
petróleo que se compraban en la esquina para quemar en el calentador antes de
bañarnos y que se llamaban “combustibles”; el graznido de los patos que
alimentábamos en el laguito del parque México. Cosas dispersas que me venían a
la cabeza mientras estaba en la cama y que parecían hablarme al oído.
Me contaban cientos de historias que se
mezclaban abruptamente con las que venían de la inquieta repisa de los libros infantiles que había ilustrado
mi padre y en los que aprendí a leer. Entre todos ellos regresaban en mis noche
las imágenes de un viajero muy delgado, siempre sorprendido y lleno de ingenio,
desenfrenado inventor de soluciones increíbles para los problemas aparentemente
insolubles que le presentaba el mundo.
Se llamaba Jerónimo Carlos Federico
Munchausen, Barón de la Castaña. Entre otras costumbres tenía la de volar sobre las ciudades y el desierto
montado en una redonda bala de
cañón. Y yo no podía dejar de relacionar esa bala con el viejísimo globo
terráqueo que alguno de mis tíos había abandonado en la casa de la abuela y
donde una geografía de nombres antiguos giraba en la penumbra de su superficie
comida por el sol. Nombres que aparecían por supuesto en los relatos de viajes
del curioso Barón o en otros cuentos del mismo librero.
Cuando nos mudamos a los suburbios del
Estado de México, Jardines de Atizapán era un pedazo de valle fraccionado entre
maizales con una inmensa mayoría de terrenos baldíos. Cientos de animales se
mostraban y se dejaban oír de noche y de día. Y en época de lluvias, un
ejército de sapos parecía impulsar con su canto grave los crecimientos de la
luna. Eran tan variadas y algunas veces tan animadas mis noches de desvelo
infantil que dormirse, finalmente, era una violenta interrupción. Una verdadera
molestia. Y sigue siendo lo único que de verdad me desagrada de mis insomnios.
Pero, por suerte, esa interrupción nunca ha durado mucho. Mi
insomnio con frecuencia ha tenido dos puntas. Desde niño me acuesto muy tarde y
con frecuencia me despierto temprano. Recuerdo nítidamente cómo, mucho antes de
que la luz invadiera la ciudad llegaban poco a poco los vendedores del mercado
que estaba a una cuadra de la casa. Por mi ventana oía el paso acelerado de las
mulas y uno que otro camión. A mediados de los años cincuenta, el mercado de
Medellín era surtido básicamente en mulas. Oírlas y verlas llegar con sus
cargamentos y sus arrieros era para mí el desfile de una especie de circo con
el que se anunciaba el día. Corría a mirar las mulas con detalle para tratar
luego de reconocerlas en el corral del mercado, cuando acompañara a mi madre o a mi abuela de compras.
El mercado de Medellín no tenía entonces
los puestos organizados en retícula como ahora. Gracias a un orden extraño,
dado por el tiempo, se habían formado los pasajes interiores como un gran
laberinto. Y en mis noches recorría de memoria esos complicados pasillos que yo
conocía tan bien y donde me dejaba desorientar y orientar por todo, comenzando
por el olor de las frutas. Con los ojos abiertos o cerrados, caminaba en mi
mente sin parar. Hasta que de verdad me dolían las piernas.
El mercado regresó a poblar mis
insomnios cuando nos mudamos a Sonora y luego al desierto de la Baja
California. Sin ninguna nostalgia, sin un ápice de melancolía. Pero luego, de
regreso a la ciudad de México, en la obscuridad multiplicada reaparecían las
caminatas con mi padre en el desierto mientras amanecía: las gotas del rocío
sobre las espinas de los cactus, la luz comiéndose velozmente las sombras de
las piedras, las huellas frescas de liebres y venados. Esas y muchas otras
sensaciones e imágenes del desierto llenaron una parte de mis noches, no de mis
sueños.
Muy al principio pensaba que en mi casa
todos vivían en su cama esta extraña aventura del cuerpo: esta sensación de
estar acercándose infinitamente al sueño sin entrar nunca en él. Pensaba que
irse a dormir era simplemente otra manera de seguir estando despiertos.
2.
Una
noche dentro de la noche
Hace algunos años, al hacer mi historia clínica, un médico
de vías respiratorias, el doctor Samuel Levy Pinto, le preguntó a mi esposa que
si yo roncaba. Ella hizo una cara que de pronto me preocupó muchísimo. En su
silencio, en su sorpresa, me vi retratado como un monstruo nocturno de rugidos
insoportables.
Recordé a los grandes roncadores de la
familia. Mi abuela, que era violentamente despertada por su propio escándalo
como si fuera ajeno; mi padre, cuya respiración nocturna llegaba a ser lo
contrario de su dulzura cotidiana y anunciaba, desde siempre, su triste final
ahogado y disminuido entre las manos de un despiadado enfisema; y el padre de
mi esposa, al que oíamos desde la calle cuando éramos novios y llegábamos muy
tarde. Su ronquido descomunal era la señal favorable para que ella entrara a su
casa ahorrándose regaños.
Pero
la sorpresa de mi esposa en aquel consultorio no se debía a que yo roncara
monstruosamente sino a otra de mis patologías, una que es un poco menos
ruidosa. Aunque no totalmente callada. Mi insomnio. Con la pregunta del doctor
ella estaba dándose cuenta, en ese mismo instante, de una realidad aplastante
por sorpresiva para una pareja que ha compartido meticulosamente trabajo y ocio
durante varias décadas: después de más de treinta años de dormir juntos ella
casi nunca había estado despierta mientras yo dormía. No podía saber si yo
roncaba.
El
doctor opinó que si yo roncara gravemente la hubiera despertado de cualquier
modo y ella lo sabría. Pero de pronto, tuve conciencia de que yo era, en una
obscura región del tiempo, un desconocido. Para ella y para mí.
Comencé a preocuparme por la posible
gravedad de mi insomnio. Quería saber sus consecuencias. Otro médico me dijo
que no era grave dormir poco si no me sentía cansado al día siguiente. Como es
mi caso. Cuando al amanecer estoy cansado duermo más y listo. Me dijo que cada
quien tiene programada genéticamente una cuota de sueño que necesita y que por
lo visto la mía era muy baja. Pero otro médico más me dijo que era malísimo
dormir poco, que seguramente eso me haría vivir menos. Me recetó más ejercicio
para llegar agotado a la noche; y toneladas de pastillas para dormir que nunca
tomé. Hacer más ejercicio me ha dado más energía en vez de quitármela y no me
hace caer como el doctor lo supuso. Si de algo puedo estar seguro es de que
dormir poco no me quita el sueño.
¿No es una de las pocas certezas de la
vida que todo acaba tarde o temprano? Que el cuerpo tiene límites y siempre se
desploma en sus abismos. Que lo que no queramos darle, reposo por ejemplo, el
cuerpo lo toma siempre, cuando puede y a su manera.
Algunas veces, muy pocas, mi insomnio ha
estado impregnado de una sensación desagradable: un problema en el trabajo o en
la casa, algo que parece insoluble, situaciones de mala salud en la familia, la
certeza de un encuentro indeseable al día siguiente o una tarea molesta que
deberé llevar a cabo.
Pero nunca he confundido mi falta de
sueño con el posible horror que algunas veces ha podido habitarla. Y sobre todo
no se me ha ocurrido la peregrina idea, que escucho con frecuencia, de pensar
que tomando pastillas para dormir se aligera el problema vital que habita
algunos de mis desvelos.
Si algunas personas sienten que, más que habitar sus insomnios,
la angustia los causa, con menos razón se soluciona el problema tan sólo
durmiendo a la fuerza. El insomnio, me parece, es síntoma y no origen, aunque
se le trata como el corazón de la enfermedad. El insomnio es así, con mucha
frecuencia, víctima de un equívoco que lo demoniza, que lo hace parecer
culpable de males que no debe. El insomnio es un gran incomprendido. Es muy
difícil que la gente aprenda a gozarlo en vez de sufrirlo. Esto que digo va en contra
de la opinión y el conocimiento de muchos especialistas. Pero no encuentro, en
cientos de páginas sobre el insomnio, nada que me diga que no es un síntoma,
tal vez crónico y dañino en su persistencia pero siempre causado por otra cosa
que muy pocas veces se ataca de frente.
Me pareció muy interesante por extraña y
poco estudiada una forma de insomnio muy frecuente que consiste en una
necesidad absoluta de rascarse la pierna cada vez que uno comienza a dormirse.
Se le conoce como “el síndrome de la pierna nerviosa” y según un médico
canadiense, Alex Desautels, quien lo estudia en la Universidad de Montreal,
este tipo de insomnio tiene origen genético. Afecta, dice una noticia de EFE,
al quince por ciento de la población estadounidense. Me imagino que se refiere
al quince por ciento de la población insomniaca en ese país y no a toda la
población. La comezón muchas veces se convierte en irritación aguda y
enrojecimiento. Quienes lo padecen, tienen que levantarse con frecuencia de la
cama y caminar. En Montreal lo han localizado con mayor abundancia en familias
francocanadienses de las que analizan actualmente el ADN. Y, por supuesto,
muchas de las 276 personas estudiadas por el doctor Desautels habían recibido
de otros médicos pastillas para dormir que nunca tranquilizaron a una sola de
esas 276 piernas inquietas.
Leo sobre el insomnio casos de los que
me siento totalmente lejano. Si eso es insomnio lo mío seguramente no lo es.
Hay cuadros que me parecen aterradores: van del cansancio simple al suicidio. Muchos
insomnes comienzan el día agotados, tristes. Se sienten encarnación de la
desdicha. Tienen una propensión a la depresión que despierta en muchas
ocasiones el deseo obsesivo de quitarse la vida. Pero ¿es de verdad el insomnio
el que crea esa propensión al suicidio o sólo le otorga su dramatismo nocturno,
su precipicio perfecto?
Las descripciones clínicas hablan con
frecuencia de pastillas para dormir que en vez de acabar con el insomnio lo
multiplican. Como si este fuera un ser extraterrestre que se va apoderando del
cuerpo invadido. En algunos casos se pierde la memoria de manera irreversible
como efecto lateral de los somníferos. Se crea una dependencia con los
medicamentos y el problema crece en un desmesurado círculo vicioso. El
trastorno de origen no se toca y ya el pobre insomnio sufre elefantiasis de
cargos en su contra. Desde mi punto de vista desvelado parece muy simple: una
situación angustiante que induce a no dormir nunca se soluciona durmiendo a la
fuerza.
¿Existe algún doctor extravagante que
pueda hacer la defensa clínica del insomnio? Sí existe: un investigador
disidente de lo que mayoritariamente se cree sobre el insomnio, el doctor
Hopkins de la Universidad de Stanford, escribe: “Dios salve a quienes padecen
insomnio de caer en manos de médicos que nunca lo han querido comprender desde dentro y que no saben verlo sin
condenarlo al fuego químico. Médicos que actúan como exorcistas quemando el
cuerpo de sus pacientes con somníferos pesados que nunca tocan lo que, detrás
de todo, crea la infelicidad de esas personas tan despiertas, y tan capaces, en
muchos casos, de ser felices de día y también de noche.”
Hay patologías que nos ayudan a vivir y
otras que nos destruyen. Siempre he creído que el insomnio multiplica mis
sentidos, mi presencia en el mundo y la presencia del mundo en mí. Ahora,
pasados mis cincuenta años, miro con nostalgia los días en los que podía pasar
una o dos y hasta tres noches sin dormir, tal vez escribiendo. El cuerpo me
muestra su edad interrumpiendo mi delirio feliz y obligándome a hundirme cada
vez más en el sueño. El sueño avanza en la edad del cuerpo como un ejército de
hormigas. Pero hasta eso tengo que aceptar como una condición más del insomnio,
su súbito retiro. Es un regalo que tarde o temprano cada noche se desvanece.
La
noche no es lo contrario del día, ni siquiera su continuidad, sino su parte
interna, como en una bolsa de tela. Metemos en ella la mano y, gracias al tacto
del insomnio podemos conocer lo que los ojos sin luz no verían: cosas
inesperadas que alimentan nuestros asombros. Pero incluso nuestra visión del
exterior de esa bolsa, nuestra visión del día, estará radical y felizmente
modificada por lo que vamos descubriendo dentro con las manos del insomnio.