MOGADOR:
EL PUERTO DE LOS SECRETOS
Alberto Ruy Sánchez
En la costa Atlántica de Marruecos, mirando a América desde el norte de África, se sostiene de una roca, el puerto de Mogador. Desde hace tan sólo medio siglo se llama oficialmente Essaouira. Es una ciudad amurallada que conserva completamente ese resguardo antiguo contra los posibles enemigos. Una hilera enorme de cañones asoma sus bocas largas hacia el mar. Uno de ellos se llama “El mexicano” y una leyenda dice que fue atrapado en una batalla contra un buque español.
Al costado izquierdo de esa hilera de armas una extensión de la muralla abraza al mar para hacer un resguardo de navíos. Sólo queda abierta una puerta estrecha por donde cruza la flotilla enorme de pequeños barcos pesqueros. El puerto tiene ese umbral de afuera y al fondo del abrazo de mar tiene también umbral de adentro: puerta hacia la ciudad, sus plazas y sus calles. Muralla de agua, le dicen a esa fortificación del puerto. Muralla de tierra a la que sigue.
Cuando los barcos entran son recibidos con cantos guturales de las mujeres. Cada regreso es una fiesta y una plegaria de agradecimiento. Luego vendrá el recuento de éxitos y fracasos con las redes. Las historias de mar que se tejen siempre en un puerto. De ahí surge la subasta de pescado. La discusión de pesos y medidas, la algarabía del comercio observada en silencio por cientos de ojos de pez mirando su destino.
En los muelles mismos se arremolinan los vendedores de pulpos y cangrejos y enormes langostinos, los asadores de sardinas y los reparadores de redes. Ese musgo rosado que tejen y destejen al sol los pescadores. También se reconstruyen barcos. Carpinteros de mar, cientos de ellos montados en escaleras, hacen con sus martillos secos una de las músicas del puerto. Las gaviotas, como si no lo oyeran, bailan al ritmo del oleaje y el viento. Graznan como en una opereta tragicómica. Aparecen y desaparecen de escena. Roban a los pescadores distraídos, a los mercades dormidos, a los cocineros sin ayudante. Las gaviotas pícaras se hunden de golpe en el mar y así ellas también pescan. Para dormir luego su siesta blanca sobre las atalayas, insispensable como si todos en el puerto fuésemos habitantes de sus sueños.
Una mujer bellísima, en un café del puerto, me dijo que Mogador es como una mano extendida al viento. Otra a su lado me preguntó si eso no define a todos los puertos.
El café se llama Taros: nombre del viento que viene del desierto. Pero en su terraza circulan más bien los vientos Alíseos, que vienen del Atlántico y entran con fuerza en las calles de la ciudad como si nunca se fueran a detener tierra adentro.
Cada puerto tiene la magia de una mano extendida hacia el horizonte que de pronto se llena de apariciones flotantes, dice mi amiga. Pero cuando se trata de un puerto rodeado de murallas esa mano además cuenta historias. Guarda y oculta, muestra y protege. Hace pases de magia ante nuestros ojos lentos. Y hay puertos de los que nadie escapa: todos sucumbimos ante el poder envolvente de sus movimientos, de sus encantos. Eso sucede con esta aparición reconocida en varios lugares como “La ciudad del deseo”: Mogador. Ya dijimos que se llama oficialmente Essaouira. Se pronuncia Ssuira. Y sus habitantes, aún aquellos que lo han sido por muy poco tiempo, son “ssuiris”. Todos seguimos sin embargo llamándola indistintamente con su nombre nuevo o con el antiguo de Mogador. Esta tolerancia extrema hasta con su nombre muestra ya el carácter de la ciudad: cruce vivo de múltiples pueblos, religiones y culturas, albergue simbólico de sueños muy diversos.
De los antiguos Berberes islamisados hay huellas por todas partes en cosas y casas y rostros. Del animismo que vino con las caravanas desde el corazón del África negra quedan rituales asombrosos acompañados de una música percusiva y de cuerdas que es el equivalente de la santería cubana o el candomblé: la música Gnawa. Hasta una misión franciscana ha ido y venido de Mogador dejando ahora como vestigio una ventana gótica sobre un pasaje estrecho pero muy iluminado por el sol. De la importante población judía están tanto los hombres prominentes como los orfebres, una región entera de la ciudad y un espíritu abierto.
La ciudad fue una isla y luego una casi isla y más tarde vivió amenazada por un mar de muy inquietas dunas. Con tanto viento desplazándola see metían de pronto en las calles devorando a la ciudad como quien muerde una manzana. Se hizo crecer un bosque para contenerlas y se logró hacerlo.
De ahí que un mar verde de árboles bajos parezca reclinarse sobre un costado de las murallas. Son árboles de una madera muy perfumada que se llama Thuya. Con ella se hacen cajas de taracea: obras de arte geométrico hecho con maderas incrustadas que incluyen ese olor como su mayor incrustación y sorpresa.
La belleza de esta Essaouira al viento, a partir de la cual construí la Mogador de mis novelas, tiene un poder especial sobre mí por una extraña combinación de elementos aparentemente opuestos.
Sus murallas envuelven un misterio, como si en su centenaria memoria de piedra, más duradera que los hombres, guardaran algo que sólo ellas recuerdan. Pero lo hacen con naturalidad, sin esconder nada, como si formaran parte más bien de una dramaturgia, de una representación pausada del asombro: la función protectora de esos muros ha desaparecido con los siglos, quedan entonces ante nuestros ojos como una enorme afirmación estética que poco a poco nos revela su belleza hacia el mar y desde el mar también.
Además, a diferencia de otras ciudades amuralladas en el mundo, estas paredes tan antiguas aquí no tienen carácter de museo, están vivas, integradas a la dinámica de la ciudad que no les da la espalda. Es, curiosamente, un lugar donde la dimensión estética de la vida no fue desvalorizada en nombre de la modernidad del siglo XX, como sucedió en casi todo el mundo. En este nuevo siglo esa dimensión estética con fuerte carácter local es más apreciada, por lo que Essaouira será tal vez, más moderna por ser no antigua sino respetuosa de su longeva tradición estética al grado de mantenerla viva, de reinventarla a diario artesanalmente.
Por azar y por algunas voluntades, Essaouira ha conservado un carácter urbano que podríamos llamar artesanal. Está presente en las calles, en los talleres de artesanos y artistas por supuesto, en la vitalidad del puerto, sus flotas pesqueras y sus aserraderos (que son otros talleres de artesanos admirables), en sus magnéticos rituales musicales, cada vez más apreciados mundialmente, en los pequeños hoteles y restaurantes y en los comercios diversos. Una belleza entre natural y buscada lo impregna todo. Por eso Essaouira puede entrar a la nueva modernidad del siglo XXI con un patrimonio estético vivo que otros lugares lamentarán no tener.
La mencionada confluencia de vertientes culturales muy diversas: rituales y vida cotidiana del mundo islámico, del mundo judio y del de Africa negra se han fundido en los ecos de la antigua Mogador hasta con el paso lejano de cristianos por sus murallas y calles para confluir en la ciudad misteriosa que conocemos. Essaouira es sinónimo de una larga tradición de tolerancia, de mezclas y mestizajes, hasta el extremo de tolerar con hospitalaria alegría que muchos artistas del mundo cada día pongamos en ella caprichosamente nuestros sueños. Los poetas de la generación Beat la hicieron suya, lpara mucho hippies fue una tranquila meca, lo mismo que para las estrellas del Rock and Roll de los setentas. Hasta Orson Welles la convirtió en ámbito mágico del reino de los celos al filmar ahí su desmesurado Othelo.
Essaouira tiene otro carácter paradójico que podríamos llamar una belleza fuerte pero depurada, casi austera, llena de atractivos pero desprovista de conclusiones. Es decir una belleza que es como un espacio en blanco para que uno escriba, como el interior de una caja bellísima de madera de Thuya donde podremos guardar lo que queramos. Ese carácter de paradójico e ilusorio vacío, es lo que nos permite a las personas más distintas depositar en Essaouira una parte de nuestros deseos, llenar con ellos esa página blanca de papel único, invisible y vivo. Por eso tal vez Essaouira es para mí y para otros la ciudad del deseo: Mogador.
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