Luce López Baralt

 

El

Simurg

 de Alberto Ruy Sánchez

 

Hemos entrado al fondo más recóndito del Hammam. El vapor perfumado anega nuestros sentidos, y apenas podemos entrever los contornos barrosos de las figuras que van apareciendo entre las nubes blancas que el agua hirviente hace brotar de los cuerpos. Casi casi sentimos cómo nos vamos cubriendo de gotas de sudor y cómo se nos nubla la vista ante el espectáculo hiperestésico del baño público marroquí. La escena va adquiriendo sobretonos fellinescos, hasta el punto que podría decirse que percibimos la sensualidad vaporosa del ambiente desde un estado alterado de conciencia:

         Al entrar en la sala central, (Fatma) no podía dejar de sentirse impresionada por esa inmensa fuente que parecería bajar del techo con su catarata hirviente, extendiendo oleadas de vapor en todo el cuarto. Alrededor de la fuente había un círculo de leones de piedra, y era necesario subirse en ellos para llenar los baldes de agua. Por las fauces echaban un líquido parecido al mercurio que corría en canales serpentinos toda la sala, reflejando con su lento paso los cuerpos desnudos. Por el ano los leones dejaban escapar un espeso vapor perfumado y de colores. Siempre había mujeres que jugaban entre los leones haciendo para las otras escenas obsenas con las trompas y las colas de piedra, y quienes sentadas apacibles sobre los lomos se enjabonaban las piernas. Una vez que el agua hirviente estaba sobre su piel, de ellas emanaban vapores que, de lejos y contra luz, parecían llamas blancas (Los nombres del aire, pp. 55-56).

 

         Alberto Ruy Sánchez ha llamado a su prosa “prosa de intensidades”. Et pour cause. Esta verba sinuosa parecería penetrar la esencia de las cosas y rescatar para el lector toda una miríada de sensaciones físicas exasperadamente intensas. Olemos repetidamente el aroma yodado del mar del puerto de Mogador y nos dejamos calentar por un sol picante. Nos maravilla la irisación de los cuerpos en el Hammam, vestidos del color de los vitrales policromados del techo, y escuchamos con asombro las fuentes que cantan en su caída hasta en veinticinco tonos diferentes. Buscamos ansiosos nuestro reflejo en “un espejo de agua que era especialmente admirado, porque no estaba en el suelo sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de magos habían logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con más nitidez que sobre un estanque” (p. 58). Nuestros dedos enloquecen como los de Fatma cuando comprobamos las riquísimas texturas de las telas que dejaba las mujeres al desvestirse a la entrada del baño marroquí. Nuestras gargantas saborean las granadas, la menta y el hashish, y el aroma pesado de los perfumes nos produce el efecto violento de haber entrado de súbito en un <zoco oriental. Va un caveat para el lecparapara el lector “apolíneo”: la prosa poética orientalizada de Alberto Ruy Sánchez nos sumerge irremediablemente en un mundo de sensaciones exacerbadas del que es muy difícil escapar una vez se inicia la lectura. Y damos la advertencia porque no pueden no venir a nuestra memoria las reservas tan elocuentes que tenía Paul Valéry frente a un poema del que se sentía muy enamorado —el Cántico espiritual dedede san Juan de la Cruz—: “Oserai-je avouer ici que toutes les bveautés de ce richis-sime poème me laissent un peu trop repu de metaphores, et que tant de joyeaux qui le chargent indisposent finalment mon âme occidentale?”

         Alberto Ruy Sánchez es verdaderamente un pintor de sueños (o de pesadillas, si pensamos en sus Demonios de la Lengua) que logra fundir la sensualidad más acendrada con la espiritualidad más transparente. (Veremos que esta inesperada unión de lo espiritual y lo corpóreo se repetirá a niveles estructurales más profundos en la novela). Muchas de las escenas de Los nombres del aire producen la impresión de ser etéreas miniaturas persas: recordemos, por ejemplo, ,eproducen la impresión de ser etéreas miniaturas persas: recordemos, por ejemplo, el vuelo súbito que emprende la producen la impresión de ser etéreas miniaturas persas: recordemos, por ejemplo, el vuelo súbito que emprende la abigarrada multitud de pájaros en el aire seco y otoñal del puerto de Mogador (p. 19). De segur Ruy Sánchez es, como Severo Sarduy, uno de esos pocos escritores latinoamericanos cuyo arte debe tanto a la pintura como a las letras.

         La “prosa de intensidades” de Los nombres del aire se centra en una obsesión principal: el deseo, tanto el que se siente como el que, involuntariamente, se inspira. Una reflexión de Marguerite Yourcenar al respecto sirve de sostén estructural y temático a toda la obra:

         Sin saberlo, todos entramos en los sueños amorosos de quienes se cruzan con nosotros o nos rodean. Y sucede a pesar de la fealdad, la penuria, la edad o la sordidez de quien desea; y a pesar del pudor o la timidez de quien es codiciado, sin que cuenten sus propios deses, dirigidos tal vez a otra persona. Así, cada uno de nosotros abre a todos su cuerpo y a todos se lo entrega.

         La blanca ciudad amurallada de Mogador (o Esaouira) sirve de marco al arabesco de deseos que se entreteje en el texto. Fatma desea a Kadiya, y es a su vez deseada por un estudiante del Corán, y por Amjrus y Mohammed, quienes terminan, en curiosa fórmula algebraica de unión de contrarios, en tener entre sí un encuentro erótico. Al final del relato, Fatma escucha de un halaiquí o cuentista de zoco —que nos evoca el que inmortaliza Juan Goytisolo en Makbara— la historia velada de su desaparecida Kadiya, nómada Tassali vendida al dueño de un barco prostibulario del puerto de Mogador. Sin embargo, no la relaciona con su nada obsesiva y pierde su rastro para siempre.

         Pero no nos adelantemos y volvamos al principio del relato. Sentada en su ventana, Fatma intriga a sus compueblanos por el aire de ausencia y la aureola de misterio que la rodea. Enmarcada por una gran celosía de madera que recorta los rayos del sol en formas geométricas estrelladas, la muchacha estática parecería ser la protagonista congelada de una pintura turca. También hay que decir que su enigmático ensueño evoca poderosamente al de otra gran alineada, la gitana del Romance sonámbulo de Federico García Lorca, que soñaba en la mar amarga mientras las cosas la miraban y ella no podía mirarlas.

         Fatma es, en efecto, la figura clave de una espiral en que el deseo irradia de sí y va envolviendo a los seres y a las cosas. Esta estructura novelística sostenida en arabescos se repite insistentemente, y con júbilo secreto, a lo largo de todo el relato. Nos llega a recordar a las estrellas de sol que la celosía de madera recorta sobre la pared del cuarto de Fatma. Estamos —lo veremos en seguida— ante uno de los Acierto literarios más impresionantes de Los nombres del aire. Vale la pena que lo exploremos más de cerca.

         Con el fin de penetrar el misterio que rodea a Fatma, su abuela Aisha, una matrona mágica y garciamarquezca, le echa la baraja. Aisha descubre que a la nieta —que no en balde ha nacido bajo el signo de Venus, como el Arcipreste de Hita y como tantos correligionarios árabes aficionados a Eros— la aflige “un pájaro altivo que vuela solo y en silencio, con el pico vuelto hacia donde viene el aire” (p.15). Ruy Sánchez crea sus propios símbolos sobre la materia prima de importantes símbolos islámicos, casi todos de sentido místico. Búsqueda erótica y búsqueda extática se confunden en la prosa dúctil del texto: estamos en la mejor tradición mística musulmana, que no se inhibe de hermanar el amor del cielo con el del suelo. Grandes enamorados de Dios y de la belleza humana como Ibn’Arabi y Yalaluddin Rumi hubieran estado profundamente de acuerdo con las complejas asociaciones erótico-espirituales que va proponiendo el autor. El pájaro en vuelo solitario con el pico vuelto al aire es, en Fatma, su propia sensualidad lanzada a los cuatro vientos, pero también es, en la más pura tradición sufí, el alma extática en la búsqueda del Dios interior. Ya lo propusieron los principales exponentes de la ornitología musulmana —Al—Bistami, ‘Attar, Suhrawardi, incluso en el arabizado San Juan de la Cruz—: el ave del alma no admite compañía en su ardua búsqueda, y se deja fascinar por el canto del éxtasis mientras orienta su vuelo hacia el aire o la brisa que le trae la “oscura noticia” de Dios. En la novela, llamada precisamente Los nombres del aire, xxxxxuna preseesta transparenncia omnipresente parecería ser la sensualidad misma o la intuición —oscura o luminosa noticia— del deseo. Los “nombres del aire” —Fatma, Kadiva, Amjrus, Mohammed— son los nombres de los deseantes y los deseados del relato. Por estos aires o “nombres del aire” vuela en espiral el pájaro del deseo de Fatma, contraprtida inesperada del Simurg de„de  „dede Attat. (Borges fue el primero en latinoamericanizar esta ave extática de la tradición persa: los treinta pájaros (simurg) que logran sobrevivir el largo vuelo milenario descubren que ellos mismos son el Simurg o pájaro —Rey que procuraban encontrar.)

         En una alquimia unitiva de sobretonos eróticos, Fatma también descubre que es difícil distinguir al deseado del deseante. Pero el Simurg erótico que lanza de sí misma escapará a su propia mano. Ya lo ha anunciado la abuela: “Estarás muy cerca del ave que persigues, casi la tendrá en la mano, pero no podrás reconocerla porque cuando llegues a ella habrás perdidolos colores con los que la piensas” (p.18). (El arco iris de las plumas también se borra en el éxtasis transformante de los pájaros simbólicos sufíes, quienes al poseer todos los colores, no tienen determinado color. Sólo que en el códico persa la anulación cromática significa el deshacimiento y vacío de todo lo material en el alma). La profecía de Aisha se cumple perfectamente enn la última página del texto, en el que entendemos por fin de qué manera Fatma, no supo distinguir ni el vuelo ni los colores del pájaro de Kadiya, que le cruzó, sin ella saberlo, su camino.

         Aisha lo había advertido desde el principio al echar las cartas a su nieta: el Simurg de Fatma habría de volar en espiral, sobre sí mismo. Llama poderosamente la atención el uso constante por parte del autor de un discurso místico con finalidades eróticas: el viaje del ave de la protagonista fue un viaje “sin regreso, muy dentro de ella misma” (p.23). Este vuelo concéntrico guarda una secreta, emocionante correspondencia con las barajas mismas que va echando la abuela a Fatma. Descubrimos maravillados que éstas forman a su vez un arabesco o espiral de nueva cartas, en cuyo centro unas cuatro estructuran un pequeño cuadrado imaginario. Son, lo anuncia Aisha, los “alcázares concéntricos” que Fatmatendrá que traspasar para encontrarse con su destino y con su ave escapada. Una vez más, la literatura islámicaañade profundidades inesperadas al trazado geométrico de la novela, ya que la travesía a lo largo de numerosos alcázares concéntricos hasta alcanzar el último donde ocurre la unión extática y descubrimiento de sí mismo, es un lugar común sufí que Santa Teresa de Avila hizo célebre en la literatura mística occidental.4 Parecería que estas concentricidades de la novela se comienzan a multiplicar profusamente, como si se reflejaran especularmente ad infinitum. Alberto Ruy sánchez es un verdadero virtuoso de la estructura textual al añadir aún otra asociacióna su arabesco de alcázares metafóricos y de barajas: el dibujo concéntrico que forman estas últimas corresponde perfectamente a la traza misma de la ciudad de Mogador. La calle del Caracol de giros y lleva de las murallas a la plaza central donde se encuentran los baños públicos  o el Hamman. Para la gente de Mogador la ciudad era un mapa de la vida tanto externa como espiritual de los hombres. La figura geométrica concéntrica resulta, pues, a manera de mantra de la búsqueda física y espitirual del ser humano. La calle del Caracol tiene una fuente en cada uno de sus giros, por los que el agua corre en espiral hasta los baños del Hammam en el centro de la ciudad. La alquimia verbal de Alberto Ruy Sánchez lo puede todo: el aire del deseo por el que el pájaro erótico vuela en espiral se ha transformado en el agua que llega por caminos concéntricos al centro mismo de las pasiones de Mogador: al baño público. Pero el autor no se detiene aquí. Cuando penetramos el Hammam con con Fatma, advertimos que el baño público tiene a su vez la estructura concéntrica de la ciudad, de las barajas y de los alcázares místicos islámicos. Es precisamente en su fondo más interior que Fatma culmina la búsqueda del deseo, aquella sonámbula cuyo centro no conocemos hasta este momento del relato. El nombre que adquiere aquí el “aire” es Kadiya: el oscuro objeto del deseo de la protagonista. También —ya lo adelantamos— es hacia esta muchacha hierática que confluyen los deseos de los demás personajes de la obra: Kadiya, Amjrus, Mohammed, incluso un estudioso del Corán metido, por la fuerza de su pasión, a especialista en las lecturas prohibidas de quel experto en amores que fue Ibn Hazm de Córdoba. Este personaje tiene la tentación de suplantar al autor mismo de la obra por sus deseos de escribir “la historia de Fatma y de sus deseos, mostrando públicamente la geometría sutil, la arquitectura que esos deseos habían construído en el espacio secreto de la imaginación de unos cuantos” (p.31). Al ser el vórtice de atracción de tantos deseos, la protagonista se convierte a su vez en una mantra de la estructura novelística. Pero es que hay más, ya que el cuerpo mismo de la muchacha se concibe visualmente como un organismo encendido en un espiral de deseos que van a culminar en el centro natural del sexo:

         Sus dedos suben y bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiento a cada momento con los otros dedos que la recoren dentro. Ambos se reconocen a través de la piuel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren las dos superficies de una tela y donde se encuentran queman. Los dedos del aire que tomaba en su ventana le daban a sus manos los poderes para encender su cuerp. Es el mismo aire que le tensa las piernas, que le produce entre las piernas torbellinos, el otro clima de los días, el que sube como las mareas, el que flota indeciso a las seis de la tarde (p.43).

         Como si fuera poco, la novela misma repite esta estructura de espirales concéntricos al anudar, estructuralmente hablando,  su punto de mayor intensidad justamente en este centro narrativo del Hammam, donde culminan los deseos más violentos de los personajes. Advertimos con un vértigo asombrado que el fondo interior de los baños, de la ciudad, de las barajas, de los metafóricos castillos concéntricos islámicos, de la red imaginaria de los deseantes de Fatma, del espiral de su cuerpo encendido en deseo, del vuelo en giros redondos de su Simurg erótico, de la estructura novelística misma, todo tiene un mismo centro fundamental: la culminación del deseo. La filigrana literaria que ha logrado urdir aquí Ruy Sánchez nos deja francamente aturdidos: parecería la contrapartida literaria de los arabescos que se repiten sin fin, con tenues variantes, a lo largo de los estucados o los azulejos alucinantes de los palacios árabes.

         Todo va coadyuvando al momento culminante de la novela en estas profundidades arquitectónicas del Hammam público. El texto abre con una prosa vaporosa como una nube, llena de formas aladas, de blancuras y de silencios. Hasta las telas de sal sedimentada que los niños de Mogador desprendían de los muros, salpicadas de puntos brillantes de luz, explotaban en silencio entre sus manos infantiles. este ambiente prácticamente desmaterializado es el marco más conveniente para la sensualidad misteriosa y todavía contenida con la que Fatma hechiza a Mogador —y a sí misma—. Pero el llamado de su Simurg erótico se va haciendo cada vez más intenso a medida que avanzamos en la lectura: “los dedos del aire que (Fatma) tomaba en su ventana le daban a sus manos los poderes para encender su cuerpo” (p.43). Las murallas de Mogador se convierten de pronto en labios metafóricos del deseo; la ciudad misma es una amante desnuda que espera en el puerto a los marineros ansiosos. Imantada misteriosamente por fuerzas ocultas, Fatma acude al Hammam a su baño ritual y a su encuentro con su erotismo interior, al que al fin da expresión externa. Aunque la protagonista conserva su aire onírico, la ambientación de la novela se va tornando más densa. Incluso el entorno árabe, que al principio del relato se limitaba a sugeridoras maquetas, ahora se internaliza y se intensifica. La descripción alucinante de las estancias del Hammam, por ejemplo, da paso a una reflexión profunda sobre la mentalidad oriental erotizada de los que frecuentan el lugar. El sentido de drama es ahora extraordinario: los deseos caa vez más encendidos de la protagonista anuncian a Kadiya aún antes que ésta haga su aparción en el Hammam. Y, una vez se nos revela al fin cuál era el oscuro objeto del deseode Fatma, brumas y vapores blancosdan paso a una sexualidad consumada y corporeizada. Es que el aire ya ha adquirido su nombre principal: Kadiya. Son, sin duda alguna, los momentos más afortunados de la novela desde el punto de vista de su prosa, tan llena de sugerencias. Volvemos a referir al lector a la descripción del Hammam con la que abrimos estas páginas.

         En este punto central espacial, arquitectónico y semántico de la novela, Ruy Sánchez vuelve a insistir en las complejas asociaciones de la culminación erótica con el éxtasis transformante de los místicos. El Hammam, donde culmina la líbido de Fatma, es, paradójicamente, (al menos para la mentalidad occidental) el lugar que lava todo “y a todos” (p.16). Más curioso aún, es un recinto sagrado que se coloca fuera del espacio y del tiempo y de todo ritual religioso estricto y limitante. Exactamente igual que la experiencia mística, sólo que de otra manera:

         Ninguna de las tres religiones mayoritarias en la isla ha logrado extender sus prohibiciones hasta el Hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni pensada. Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con el izquierdo, como si tan sólo un paso fuera dado entre la entrada y la salida; así sitúan al Hamman fuera del espacio y del tiempo (pp. 50-51).

         Este templo iniciático del eros, emblema místico á l’envers, parecería anular las categorías divisorias entre los seres y las cosas. Propicia la existencia “de los ánimos y de los sexos intermedios” (p.92): recordemos aquí que las parejas de la novela terminan por intercambiar su orientación sexual con la unión de Fatma y Kadiya y de Amjrus y Mohammed. La inscripción misma que recibe a los bañistas del Hamman propone la fundición “alquímica” del agua con el fuego: Entra. Esta es la casa del cuerpo como vino al mundo. La del fuego que era agua, la del agua que era fuego. Entra. Cae como la lluvia, enciéndete como la paja. Que tu viertud sea la alegre ofrenda en la fuente de los sentidos. Entra (p. 52).

         Algunos místicos exacerbados parecerían sugerir lo mismo para señalarnos la unión transformante de todas las cosas en Dios. San Juan proponía concretamente la unión metafórica del agua y del fuego en su “Llama de amor viva”, y el mismo Ruy Sánchez unifica en curiosa alquimia verbal el símbolo erótico del aire y del agua. La accesis del deseo humano y del deseo divino parecerían revelar una secreta afinidad que hubiera entusiasmado, como dejamos dicho, a los místicos del Islamy a los teóricos del amor divino y humano como Ibn Hazm de Córdoba. Nada más hondamente islamizante.

         Esta accesis amatoria de Fatma hasta Kadiya en lo más recóndito del Hammam se da en nueve pasos demarcados cuidadosamente en pequeñas unidades narrativas. Es fiel así los lemas que antepone de Hesíodo e Ibn Arabí. De nuevo estamos ante la unión asombrosa de lo erótico y lo místico: el contemplativo de Ronda habla de nueve peldaños qure hay que descender para domar el silencio de los nueve sentidos y romper las compuertas que separan al mundo de los nueve orificios del cuerpo. El virtuosismo estructural es extraordinario., ya que el lector avisado recuerda que fueron exactamente nueve las cartas que Aisha hace sacar a su nieta cuando le predice su encuentro con el destino. Hay que insistir  en que cada uno de los lemas que ornamentan el texto narrativo se integran perfectamente en él: ejemplo de ello es la fórmula grabada sobre una ventanade Mogador (siglo XII)  que incluye todos los símbolos principales de la novela. Helo aquí: “Dónde el deseo todo lo habita el aire es a la ventana lo que la red a los peces”. El aire del deseo se concenta en la ventana que sirve de marco continua a Fatma, vórtice erótico de la novela que involucra en la red de la libido al pescador Mohammed (La “red”) y a Amjrus, el funcionario de la subasta de peces.

         El Hammam implica pues el paroxismo sexual de Fatma y estructural de la novela. Después de este indiscutible centro de intensidad viene un descenso paulatino en la espiral erótica del relato. Fatma vuelve a su ventana y a su espera impaciente e hipnótica de antes. Kadiya ha desaparecido para siempre de su vida, sumiéndose en un misterio tan espeso como el que siempre caracterizó a la propia Fatma. En esta segunda parte estructural de la novela volvemos a los semisueños y a las imágenes de aire y de mar que ahora vuelven a flotar continuamente frente a nosotros. El eros ha perdido su punto de culminación y Fatma se entrega a unos encuentros sexuales vacíos: el adolescente que la penetra presuroso y la mujer parecida a Kadiya que la besa sin matices y le exige en los dedos y en las caderas los gestos de un hombre (p.87). Igualmente vacíos resultan para Fatma los deseos que despierta en los otros y que son parte constituyente de la espiral de deseos en continuo movimiento de la novela. Jamás podrá corresponder al seboso y cínico Amjrus ni al más comedido pescador Mohammed. La espiral erótica se cierra con el encuentro sexual entre ambos y con el relato del halaiquí, que le trae, sin que Fatma sea capaz de advertirlo, las claves existenciales de su perdida Kadiya. La espiral no se cierra nunca, ya que, sin concluir su búsqueda, Fatma entra en el silencio de esa especie de segunda existencia que caracteriza a “los personajes de las historias ya terminadas” (p.118).

         El manejo del discurso narrativo, con su centro estructural de intensidad en el justo medio del relato —el Hammames tan profundamente árabe que con él, Ruy Sánchez parecería estar hispanizando lo que los arabistas han llamado “estructura de anillo”. Los textos semíticos —tanto poéticos como prosísticos— consisten en la mayoría de los casos en unidades aisladas de belleza en las que no hay que buscar un desarrollo lineal o “trama” al modo occidental. Críticos como Gustave Von Grünebaum y Wolfhart Heinrichs proponen una lectura “molecular” de esta literatura oriental, atendiendo sólo a cualidades estéticas independientes de cada estrofa o fragmento prosístico. James Y. Monroe, en cambio, viene proponiendo una intelección estética”anular”: un poema como las casidas místicas de Ibn Arabi, por ejemplo, anuda su centro de mayor intensidad y significado justo en su mismo punto medio estructural. Las estrofas iniciales y finales van llevando al lector hacia ese punto central intensísimo que es a manera de la piedra que engasta el anillo de las restantes estrofas. Esto es lo que sucede en la estructura narrativa de Los nombres del aire, con su centro indiscutible en la escena del Hamman. Estamos ante una novela que hay, sencillamente, que leer “a la oriental”. Aunque Ruy Sánchez, en entrevista con Alejandro González, ha advertido que su prosa novelística incorpora la composición en espiral característica de las miniaturas turcas con cuatro personajes (aquí, Fatma, Kadiya, Amjrus y Mohammed) creemos que la estremecedora cercanía con los discursos literarios árabes es mucho más profunda y abarcadora de lo que el propio novelista ha podido sospechar.

         Pero no por esta impronta islámica de su texto Ruy Sánchez deja de ser un escritor profundamente hispánico. La sensibilidad pictórica de Los nombres del aire la adelantan ya los tableau vivant del cubano Severo Sarduy, en especial de De donde son los cantantes y Colibrí, que a menudo produce la sensación de un auto sacramental a l’envers. La ensimismada Fatma a veces adquiere el aire sonámbulo de una fémina Buendía, mientras que la erección pertinaz que dura a Ahmad al-Labí setenta días después de haber soñado con una esclava de ojos rasgados (pp. 34-35) tampoco es indigna del erotismo precoz de los habitantes de Macondo. Es difícil distinguir dónde comienza la magia ancestral de las Mil y una noches y dónde el “realismo mágico” en la prosa narrativa de Ruy Sánchez: tan bien ha sabido fundir ambos mundos en sus nombres del aire. No olvidemos que Juan Goytisolo ha sido el novelista hispánico que más ha hecho por asumir su pasado histórico y literario árabe en las últimas décadas. Se puede decir que ha preparado bien el camino a este talentosísimo escritor mexicano, que asume sus propias raíces agarenas en una de las novelas mejor escritas de los últimos años en lengua española.  


LIBROS | BIOGRAFÍA | ANTOLOGÍA | CRITICA SOBRE SU OBRA | ENTREVISTAS | CALENDARIO | MOGADOR
OTROS ENSAYOS SOBRE EL AUTOR