El
Simurg
de Alberto Ruy Sánchez
Hemos entrado al fondo más recóndito del Hammam.
El vapor perfumado anega
nuestros sentidos, y apenas podemos entrever los contornos barrosos de las
figuras que van apareciendo entre las nubes blancas que el agua hirviente hace
brotar de los cuerpos. Casi casi sentimos cómo nos vamos cubriendo de
gotas de sudor y cómo se nos nubla la vista ante el espectáculo
hiperestésico del baño público marroquí. La escena
va adquiriendo sobretonos fellinescos, hasta el punto que podría decirse
que percibimos la sensualidad vaporosa del ambiente desde un estado alterado de
conciencia:
Al entrar en la sala
central, (Fatma) no podía dejar de sentirse impresionada por esa inmensa
fuente que parecería bajar del techo con su catarata hirviente,
extendiendo oleadas de vapor en todo el cuarto. Alrededor de la fuente
había un círculo de leones de piedra, y era necesario subirse en
ellos para llenar los baldes de agua. Por las fauces echaban un líquido
parecido al mercurio que corría en canales serpentinos toda la sala,
reflejando con su lento paso los cuerpos desnudos. Por el ano los leones
dejaban escapar un espeso vapor perfumado y de colores. Siempre había
mujeres que jugaban entre los leones haciendo para las otras escenas obsenas
con las trompas y las colas de piedra, y quienes sentadas apacibles sobre los
lomos se enjabonaban las piernas. Una vez que el agua hirviente estaba sobre su
piel, de ellas emanaban vapores que, de lejos y contra luz, parecían
llamas blancas (Los nombres del aire, pp. 55-56).
Alberto Ruy
Sánchez ha llamado a su prosa “prosa de intensidades”. Et
pour cause. Esta verba
sinuosa parecería penetrar la esencia de las cosas y rescatar para el
lector toda una miríada de sensaciones físicas exasperadamente
intensas. Olemos repetidamente el aroma yodado del mar del puerto de Mogador y
nos dejamos calentar por un sol picante. Nos maravilla la irisación de
los cuerpos en el Hammam, vestidos del color de los vitrales policromados del
techo, y escuchamos con asombro las fuentes que cantan en su caída hasta
en veinticinco tonos diferentes. Buscamos ansiosos nuestro reflejo en “un
espejo de agua que era especialmente admirado, porque no estaba en el suelo
sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de magos habían
logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan
lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con
más nitidez que sobre un estanque” (p. 58). Nuestros dedos
enloquecen como los de Fatma cuando comprobamos las riquísimas texturas
de las telas que dejaba las mujeres al desvestirse a la entrada del baño
marroquí. Nuestras gargantas saborean las granadas, la menta y el
hashish, y el aroma pesado de los perfumes nos produce el efecto violento de
haber entrado de súbito en un <zoco oriental. Va un caveat para el lector “apolíneo”: la prosa
poética orientalizada de Alberto Ruy Sánchez nos sumerge
irremediablemente en un mundo de sensaciones exacerbadas del que es muy
difícil escapar una vez se inicia la lectura. Y damos la advertencia
porque no pueden no venir a nuestra memoria las reservas tan elocuentes que
tenía Paul Valéry frente a un poema del que se sentía muy
enamorado —el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz—:
“Oserai-je avouer ici que toutes les bveautés de ce richis-sime
poème me laissent un peu trop repu de metaphores, et que tant de joyeaux
qui le chargent indisposent finalment mon âme occidentale?”
Alberto Ruy
Sánchez es verdaderamente un pintor de sueños (o de pesadillas,
si pensamos en sus Demonios de la Lengua) que logra fundir la sensualidad más acendrada con
la espiritualidad más transparente. (Veremos que esta inesperada
unión de lo espiritual y lo corpóreo se repetirá a niveles
estructurales más profundos en la novela). Muchas de las escenas de Los
nombres del aire producen la impresión de ser
etéreas miniaturas persas: recordemos, por ejemplo, el vuelo
súbito que emprende la abigarrada multitud de pájaros en el aire
seco y otoñal del puerto de Mogador (p. 19). De segur Ruy Sánchez
es, como Severo Sarduy, uno de esos pocos escritores latinoamericanos cuyo arte
debe tanto a la pintura como a las letras.
La “prosa de
intensidades” de Los nombres del aire se centra en una obsesión
principal: el deseo, tanto el que se siente como el que, involuntariamente, se
inspira. Una reflexión de Marguerite Yourcenar al respecto sirve de
sostén estructural y temático a toda la obra:
Sin saberlo, todos
entramos en los sueños amorosos de quienes se cruzan con nosotros o nos
rodean. Y sucede a pesar de la fealdad, la penuria, la edad o la sordidez de
quien desea; y a pesar del pudor o la timidez de quien es codiciado, sin que
cuenten sus propios deses, dirigidos tal vez a otra persona. Así, cada
uno de nosotros abre a todos su cuerpo y a todos se lo entrega.
La blanca ciudad
amurallada de Mogador (o Esaouira) sirve de marco al arabesco de deseos que se
entreteje en el texto. Fatma desea a Kadiya, y es a su vez deseada por un
estudiante del Corán, y por Amjrus y Mohammed, quienes terminan, en
curiosa fórmula algebraica de unión de contrarios, en tener entre
sí un encuentro erótico. Al final del relato, Fatma escucha de un
halaiquí o cuentista de zoco —que nos evoca el que inmortaliza
Juan Goytisolo en Makbara— la historia velada de su desaparecida Kadiya, nómada
Tassali vendida al dueño de un barco prostibulario del puerto de
Mogador. Sin embargo, no la relaciona con su nada obsesiva y pierde su rastro
para siempre.
Pero no nos
adelantemos y volvamos al principio del relato. Sentada en su ventana, Fatma
intriga a sus compueblanos por el aire de ausencia y la aureola de misterio que
la rodea. Enmarcada por una gran celosía de madera que recorta los rayos
del sol en formas geométricas estrelladas, la muchacha estática
parecería ser la protagonista congelada de una pintura turca.
También hay que decir que su enigmático ensueño evoca
poderosamente al de otra gran alineada, la gitana del Romance
sonámbulo de
Federico García Lorca, que soñaba en la mar amarga mientras las
cosas la miraban y ella no podía mirarlas.
Fatma es, en efecto,
la figura clave de una espiral en que el deseo irradia de sí y va
envolviendo a los seres y a las cosas. Esta estructura novelística
sostenida en arabescos se repite insistentemente, y con júbilo secreto,
a lo largo de todo el relato. Nos llega a recordar a las estrellas de sol que
la celosía de madera recorta sobre la pared del cuarto de Fatma. Estamos
—lo veremos en seguida— ante uno de los Acierto literarios
más impresionantes de Los nombres del aire. Vale la pena que lo exploremos más
de cerca.
Con el fin de
penetrar el misterio que rodea a Fatma, su abuela Aisha, una matrona
mágica y garciamarquezca, le echa la baraja. Aisha descubre que a la
nieta —que no en balde ha nacido bajo el signo de Venus, como el
Arcipreste de Hita y como tantos correligionarios árabes aficionados a
Eros— la aflige “un pájaro altivo que vuela solo y en
silencio, con el pico vuelto hacia donde viene el aire” (p.15). Ruy
Sánchez crea sus propios símbolos sobre la materia prima de
importantes símbolos islámicos, casi todos de sentido
místico. Búsqueda erótica y búsqueda
extática se confunden en la prosa dúctil del texto: estamos en la
mejor tradición mística musulmana, que no se inhibe de hermanar
el amor del cielo con el del suelo. Grandes enamorados de Dios y de la belleza
humana como Ibn’Arabi y Yalaluddin Rumi hubieran estado profundamente de
acuerdo con las complejas asociaciones erótico-espirituales que va
proponiendo el autor. El pájaro en vuelo solitario con el pico vuelto al
aire es, en Fatma, su propia sensualidad lanzada a los cuatro vientos, pero
también es, en la más pura tradición sufí, el alma
extática en la búsqueda del Dios interior. Ya lo propusieron los
principales exponentes de la ornitología musulmana
—Al—Bistami, ‘Attar, Suhrawardi, incluso en el arabizado San
Juan de la Cruz—: el ave del alma no admite compañía en su
ardua búsqueda, y se deja fascinar por el canto del éxtasis
mientras orienta su vuelo hacia el aire o la brisa que le trae la “oscura
noticia” de Dios. En la novela, llamada precisamente Los nombres del
aire, xxxxxuna prese ncia omnipresente parecería
ser la sensualidad misma o la intuición —oscura o luminosa
noticia— del deseo. Los “nombres del aire” —Fatma,
Kadiva, Amjrus, Mohammed— son los nombres de los deseantes y los deseados
del relato. Por estos aires o “nombres del aire” vuela en espiral
el pájaro del deseo de Fatma, contraprtida inesperada del Simurg de
Attat. (Borges fue el primero en latinoamericanizar esta ave extática de
la tradición persa: los treinta pájaros (simurg) que logran sobrevivir el largo vuelo
milenario descubren que ellos mismos son el Simurg o pájaro —Rey que
procuraban encontrar.)
En una alquimia
unitiva de sobretonos eróticos, Fatma también descubre que es
difícil distinguir al deseado del deseante. Pero el Simurg
erótico que lanza de sí misma escapará a su propia mano.
Ya lo ha anunciado la abuela: “Estarás muy cerca del ave que
persigues, casi la tendrá en la mano, pero no podrás reconocerla
porque cuando llegues a ella habrás perdidolos colores con los que la piensas”
(p.18). (El arco iris de las plumas también se borra en el
éxtasis transformante de los pájaros simbólicos
sufíes, quienes al poseer todos los colores, no tienen determinado
color. Sólo que en el códico persa la anulación
cromática significa el deshacimiento y vacío de todo lo material
en el alma). La profecía de Aisha se cumple perfectamente enn la
última página del texto, en el que entendemos por fin de
qué manera Fatma, no supo distinguir ni el vuelo ni los colores del
pájaro de Kadiya, que le cruzó, sin ella saberlo, su camino.
Aisha lo
había advertido desde el principio al echar las cartas a su nieta: el Simurg
de Fatma habría
de volar en espiral, sobre sí mismo. Llama poderosamente la
atención el uso constante por parte del autor de un discurso
místico con finalidades eróticas: el viaje del ave de la
protagonista fue un viaje “sin regreso, muy dentro de ella misma”
(p.23). Este vuelo concéntrico guarda una secreta, emocionante
correspondencia con las barajas mismas que va echando la abuela a Fatma.
Descubrimos maravillados que éstas forman a su vez un arabesco o espiral
de nueva cartas, en cuyo centro unas cuatro estructuran un pequeño
cuadrado imaginario. Son, lo anuncia Aisha, los “alcázares
concéntricos” que Fatmatendrá que traspasar para encontrarse
con su destino y con su ave escapada. Una vez más, la literatura
islámicaañade profundidades inesperadas al trazado
geométrico de la novela, ya que la travesía a lo largo de
numerosos alcázares concéntricos hasta alcanzar el último
donde ocurre la unión extática y descubrimiento de sí
mismo, es un lugar común sufí que Santa Teresa de Avila hizo
célebre en la literatura mística occidental.4 Parecería
que estas concentricidades de la novela se comienzan a multiplicar
profusamente, como si se reflejaran especularmente ad infinitum. Alberto Ruy sánchez es un
verdadero virtuoso de la estructura textual al añadir aún otra
asociacióna su arabesco de alcázares metafóricos y de
barajas: el dibujo concéntrico que forman estas últimas
corresponde perfectamente a la traza misma de la ciudad de Mogador. La calle
del Caracol de giros y lleva de las murallas a la plaza central donde se
encuentran los baños públicos o el Hamman. Para la gente de Mogador la ciudad era un mapa de la vida tanto
externa como espiritual de los hombres. La figura geométrica
concéntrica resulta, pues, a manera de mantra de la búsqueda física y
espitirual del ser humano. La calle del Caracol tiene una fuente en cada uno de
sus giros, por los que el agua corre en espiral hasta los baños del Hammam
en el centro de la
ciudad. La alquimia verbal de Alberto Ruy Sánchez lo puede todo: el aire
del deseo por el que el pájaro erótico vuela en espiral se ha
transformado en el agua que llega por caminos concéntricos al centro mismo
de las pasiones de Mogador: al baño público. Pero el autor no se
detiene aquí. Cuando penetramos el Hammam con Fatma,
advertimos que el baño público tiene a su vez la estructura
concéntrica de la ciudad, de las barajas y de los alcázares
místicos islámicos. Es precisamente en su fondo más
interior que Fatma culmina la búsqueda del deseo, aquella
sonámbula cuyo centro no conocemos hasta este momento del relato. El
nombre que adquiere aquí el “aire” es Kadiya: el oscuro
objeto del deseo de la protagonista. También —ya lo adelantamos—
es hacia esta muchacha hierática que confluyen los deseos de los
demás personajes de la obra: Kadiya, Amjrus, Mohammed, incluso un
estudioso del Corán metido, por la fuerza de su pasión, a
especialista en las lecturas prohibidas de quel experto en amores que fue Ibn
Hazm de Córdoba. Este personaje tiene la tentación de suplantar
al autor mismo de la obra por sus deseos de escribir “la historia de
Fatma y de sus deseos, mostrando públicamente la geometría sutil,
la arquitectura que esos deseos habían construído en el espacio
secreto de la imaginación de unos cuantos” (p.31). Al ser el
vórtice de atracción de tantos deseos, la protagonista se
convierte a su vez en una mantra de la estructura novelística. Pero es que hay más,
ya que el cuerpo mismo de la muchacha se concibe visualmente como un organismo
encendido en un espiral de deseos que van a culminar en el centro natural del
sexo:
Sus dedos suben y
bajan todas las espirales de su cuerpo coincidiento a cada momento con los
otros dedos que la recoren dentro. Ambos se reconocen a través de la
piuel como dos puntas de alfileres encendidos que recorren las dos superficies
de una tela y donde se encuentran queman. Los dedos del aire que tomaba en su
ventana le daban a sus manos los poderes para encender su cuerp. Es el mismo
aire que le tensa las piernas, que le produce entre las piernas torbellinos, el
otro clima de los días, el que sube como las mareas, el que flota
indeciso a las seis de la tarde (p.43).
Como
si fuera poco, la novela misma repite esta estructura de espirales
concéntricos al anudar, estructuralmente hablando, su punto de mayor intensidad justamente
en este centro narrativo del Hammam, donde culminan los deseos más violentos de los personajes.
Advertimos con un vértigo asombrado que el fondo interior de los
baños, de la ciudad, de las barajas, de los metafóricos castillos
concéntricos islámicos, de la red imaginaria de los deseantes de
Fatma, del espiral de su cuerpo encendido en deseo, del vuelo en giros redondos
de su Simurg
erótico, de la estructura novelística misma, todo tiene un mismo
centro fundamental: la culminación del deseo. La filigrana literaria que
ha logrado urdir aquí Ruy Sánchez nos deja francamente aturdidos:
parecería la contrapartida literaria de los arabescos que se repiten sin
fin, con tenues variantes, a lo largo de los estucados o los azulejos
alucinantes de los palacios árabes.
Todo
va coadyuvando al momento culminante de la novela en estas profundidades
arquitectónicas del Hammam público. El texto abre con una prosa vaporosa como una
nube, llena de formas aladas, de blancuras y de silencios. Hasta las telas de
sal sedimentada que los niños de Mogador desprendían de los
muros, salpicadas de puntos brillantes de luz, explotaban en silencio entre sus
manos infantiles. este ambiente prácticamente desmaterializado es el
marco más conveniente para la sensualidad misteriosa y todavía
contenida con la que Fatma hechiza a Mogador —y a sí misma—.
Pero el llamado de su Simurg erótico se va haciendo cada vez más intenso a medida
que avanzamos en la lectura: “los dedos del aire que (Fatma) tomaba en su
ventana le daban a sus manos los poderes para encender su cuerpo” (p.43).
Las murallas de Mogador se convierten de pronto en labios metafóricos
del deseo; la ciudad misma es una amante desnuda que espera en el puerto a los
marineros ansiosos. Imantada misteriosamente por fuerzas ocultas, Fatma acude
al Hammam a su
baño ritual y a su encuentro con su erotismo interior, al que al fin da
expresión externa. Aunque la protagonista conserva su aire
onírico, la ambientación de la novela se va tornando más
densa. Incluso el entorno árabe, que al principio del relato se limitaba
a sugeridoras maquetas, ahora se internaliza y se intensifica. La descripción
alucinante de las estancias del Hammam, por ejemplo, da paso a una reflexión profunda sobre
la mentalidad oriental erotizada de los que frecuentan el lugar. El sentido de
drama es ahora extraordinario: los deseos caa vez más encendidos de la
protagonista anuncian a Kadiya aún antes que ésta haga su
aparción en el Hammam. Y, una vez se nos revela al fin cuál era el oscuro objeto
del deseode Fatma, brumas y vapores blancosdan paso a una sexualidad consumada
y corporeizada. Es que el aire ya ha adquirido su nombre principal: Kadiya.
Son, sin duda alguna, los momentos más afortunados de la novela desde el
punto de vista de su prosa, tan llena de sugerencias. Volvemos a referir al
lector a la descripción del Hammam con la que abrimos estas páginas.
En
este punto central espacial, arquitectónico y semántico de la
novela, Ruy Sánchez vuelve a insistir en las complejas asociaciones de
la culminación erótica con el éxtasis transformante de los
místicos. El Hammam, donde culmina la líbido de Fatma, es,
paradójicamente, (al menos para la mentalidad occidental) el lugar que
lava todo “y a todos” (p.16). Más curioso aún, es un
recinto sagrado que se coloca fuera del espacio y del tiempo y de todo ritual
religioso estricto y limitante. Exactamente igual que la experiencia mística,
sólo que de otra manera:
Ninguna
de las tres religiones mayoritarias en la isla ha logrado extender sus
prohibiciones hasta el Hammam. Dentro de sus muros ninguna frase del Corán, del Talmud o
de la Biblia puede ser pronunciada, mucho menos escrita y se supone que ni
pensada. Las mujeres se cuidan de entrar siempre con el pie derecho y salir con
el izquierdo, como si tan sólo un paso fuera dado entre la entrada y la
salida; así sitúan al Hamman fuera del espacio y del tiempo (pp.
50-51).
Este
templo iniciático del eros, emblema místico á
l’envers, parecería
anular las categorías divisorias entre los seres y las cosas. Propicia
la existencia “de los ánimos y de los sexos intermedios”
(p.92): recordemos aquí que las parejas de la novela terminan por
intercambiar su orientación sexual con la unión de Fatma y Kadiya
y de Amjrus y Mohammed. La inscripción misma que recibe a los
bañistas del Hamman propone la fundición “alquímica” del
agua con el fuego: Entra. Esta es la casa del cuerpo como vino al mundo. La
del fuego que era agua, la del agua que era fuego. Entra. Cae como la lluvia,
enciéndete como la paja. Que tu viertud sea la alegre ofrenda en la fuente de los
sentidos. Entra (p. 52).
Algunos
místicos exacerbados parecerían sugerir lo mismo para
señalarnos la unión transformante de todas las cosas en Dios. San
Juan proponía concretamente la unión metafórica del agua y
del fuego en su “Llama de amor viva”, y el mismo Ruy Sánchez
unifica en curiosa alquimia verbal el símbolo erótico del aire y
del agua. La accesis del deseo humano y del deseo divino parecerían
revelar una secreta afinidad que hubiera entusiasmado, como dejamos dicho, a
los místicos del Islamy a los teóricos del amor divino y humano
como Ibn Hazm de Córdoba. Nada más hondamente islamizante.
Esta
accesis amatoria de Fatma hasta Kadiya en lo más recóndito del Hammam
se da en nueve pasos
demarcados cuidadosamente en pequeñas unidades narrativas. Es fiel
así los lemas que antepone de Hesíodo e Ibn Arabí. De
nuevo estamos ante la unión asombrosa de lo erótico y lo
místico: el contemplativo de Ronda habla de nueve peldaños qure
hay que descender para domar el silencio de los nueve sentidos y romper las
compuertas que separan al mundo de los nueve orificios del cuerpo. El
virtuosismo estructural es extraordinario., ya que el lector avisado recuerda
que fueron exactamente nueve las cartas que Aisha hace sacar a su nieta cuando
le predice su encuentro con el destino. Hay que insistir en que cada uno de los lemas que
ornamentan el texto narrativo se integran perfectamente en él: ejemplo
de ello es la fórmula grabada sobre una ventanade Mogador (siglo
XII) que incluye todos los
símbolos principales de la novela. Helo aquí: “Dónde
el deseo todo lo habita el aire es a la ventana lo que la red a los
peces”. El aire del deseo se concenta en la ventana que sirve de marco
continua a Fatma, vórtice erótico de la novela que involucra en
la red de la libido al pescador Mohammed (La “red”) y a Amjrus, el
funcionario de la subasta de peces.
El
Hammam implica pues
el paroxismo sexual de Fatma y estructural de la novela. Después de este
indiscutible centro de intensidad viene un descenso paulatino en la espiral
erótica del relato. Fatma vuelve a su ventana y a su espera impaciente e
hipnótica de antes. Kadiya ha desaparecido para siempre de su vida,
sumiéndose en un misterio tan espeso como el que siempre
caracterizó a la propia Fatma. En esta segunda parte estructural de la
novela volvemos a los semisueños y a las imágenes de aire y de
mar que ahora vuelven a flotar continuamente frente a nosotros. El eros ha
perdido su punto de culminación y Fatma se entrega a unos encuentros
sexuales vacíos: el adolescente que la penetra presuroso y la mujer
parecida a Kadiya que la besa sin matices y le exige en los dedos y en las
caderas los gestos de un hombre (p.87). Igualmente vacíos resultan para
Fatma los deseos que despierta en los otros y que son parte constituyente de la
espiral de deseos en continuo movimiento de la novela. Jamás
podrá corresponder al seboso y cínico Amjrus ni al más
comedido pescador Mohammed. La espiral erótica se cierra con el
encuentro sexual entre ambos y con el relato del halaiquí, que le trae,
sin que Fatma sea capaz de advertirlo, las claves existenciales de su perdida
Kadiya. La espiral no se cierra nunca, ya que, sin concluir su búsqueda,
Fatma entra en el silencio de esa especie de segunda existencia que caracteriza
a “los personajes de las historias ya terminadas” (p.118).
El
manejo del discurso narrativo, con su centro estructural de intensidad en el
justo medio del relato —el Hammam—
es tan profundamente árabe que con él, Ruy Sánchez
parecería estar hispanizando lo que los arabistas han llamado
“estructura de anillo”. Los textos semíticos —tanto
poéticos como prosísticos— consisten en la mayoría
de los casos en unidades aisladas de belleza en las que no hay que buscar un
desarrollo lineal o “trama” al modo occidental. Críticos
como Gustave Von Grünebaum y Wolfhart Heinrichs proponen una lectura
“molecular” de esta literatura oriental, atendiendo sólo a
cualidades estéticas independientes de cada estrofa o fragmento
prosístico. James Y. Monroe, en cambio, viene proponiendo una
intelección estética”anular”: un poema como las
casidas místicas de Ibn Arabi, por ejemplo, anuda su centro de mayor
intensidad y significado justo en su mismo punto medio estructural. Las
estrofas iniciales y finales van llevando al lector hacia ese punto central
intensísimo que es a manera de la piedra que engasta el anillo de las
restantes estrofas. Esto es lo que sucede en la estructura narrativa de Los
nombres del aire, con su centro indiscutible en la escena del Hamman. Estamos ante una
novela que hay, sencillamente, que leer “a la oriental”. Aunque Ruy
Sánchez, en entrevista con Alejandro González, ha advertido que
su prosa novelística incorpora la composición en espiral
característica de las miniaturas turcas con cuatro personajes
(aquí, Fatma, Kadiya, Amjrus y Mohammed) creemos que la estremecedora
cercanía con los discursos literarios árabes es mucho más
profunda y abarcadora de lo que el propio novelista ha podido sospechar.
Pero
no por esta impronta islámica de su texto Ruy Sánchez deja de ser
un escritor profundamente hispánico. La sensibilidad pictórica de
Los nombres del aire la adelantan ya los tableau vivant del cubano Severo
Sarduy, en especial de De donde son los cantantes y Colibrí, que a menudo
produce la sensación de un auto sacramental a l’envers. La ensimismada
Fatma a veces adquiere el aire sonámbulo de una fémina
Buendía, mientras que la erección pertinaz que dura a Ahmad
al-Labí setenta días después de haber soñado con
una esclava de ojos rasgados (pp. 34-35) tampoco es indigna del erotismo precoz
de los habitantes de Macondo. Es difícil distinguir dónde
comienza la magia ancestral de las Mil y una noches y dónde el
“realismo mágico” en la prosa narrativa de Ruy
Sánchez: tan bien ha sabido fundir ambos mundos en sus nombres del
aire. No olvidemos que Juan Goytisolo ha sido el novelista hispánico
que más ha hecho por asumir su pasado histórico y literario
árabe en las últimas décadas. Se puede decir que ha
preparado bien el camino a este talentosísimo escritor mexicano, que
asume sus propias raíces agarenas en una de las novelas mejor escritas
de los últimos años en lengua española.
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