por
Alberto RUY-SÁNCHEZ
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POEMAS EN HOJAS SUELTAS. /Blog de Poesía
La revista y la editorial ARTES DE MEXICO
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Notas para un visita rápida a la ciudad barroca
y al final mirarla como si fuera una obra abstracta del
Museo Felguérez
Primer ángulo: la ciudad como obra de arte
Zacatecas es una joya extraña que parece haber surgido en el desierto con vitalidad como flor mágica de raíces ocultas y misteriosas.
Sus edificios y sus calles, de apariencia tan orgánica, tan poco rectangular, son manifestación centenaria en la superfice de lo que los milenios crearon en el corazón de su tierra árida y pedregosa: oro y plata que han salido de sus minas en abundancia asombrosa.
Zacatecas es entonces raíz (los yacimientos), tallo (las minas) y flor (la arquitectura) de una misma existencia: desde lo más hondo invisible hasta lo que vemos en sus calles, desde la plata bruta hasta la cantera labrada, crece un mismo cuerpo urbano.
Metal transformado al entrar en contacto con el aire y con las manos y los deseos de los humanos. Estamos ante una arquitectura con raíces de plata.
Ninguna otra ciudad de México conserva imagen tan coherente en el tamaño de sus edificios y en la apariencia de sus fachadas. Armonía conservada a pulso y muchas veces también recreada desde hace muchas décadas por ciudadanos amantes de una belleza urbana que es suya, que es su herencia y su conquista: su patrimonio.
Una constancia sensorial envuelve a quienes la visitamos y nos dejamos llevar por sus calles tan aparentemente caprichosas y siempre tan hogareñamente cuidadas, tan llenas de agradables sorpresas: la dimensión estética de todo lo que nos rodea es aquí fundamental. Lo que nos lleva a pensar que una ciudad bella mejora la vida cotidiana de su gente, la calidad de sus días.
Y Zacatecas es hoy en día un ejemplo para muchas ciudades del mundo. Desde mediados de los años sesenta, diez años antes de que se aprobara en Europa una ley con el mismo concepto, gracias a don Federico Sescosse existe en Zacatecas una original ley de conservación de monumentos que protege tanto el entorno de un edificio valioso como al edificio. El resultado es un Centro Histórico donde todas las construcciones obedecen a un sentido de armonía urbana, a una consistencia material de proporciones, texturas, líneas y volúmenes que se convierten en inmenso valor estético.
Por eso toda la ciudad es bella y no sólamente las construcciones más viejas. La ciudad está totalmente protegida, no sólo algunos lunares muy aislados en ella, como ha sucedido por ejemplo en la Ciudad de México y en muchas otras ciudades del país, tan semi destruidas como la capital del país. En contraste, una sólida fisonomía de ciudad altamente coherente sin ser agreste y unitaria sin ser monótona es el rostro de la acogedora belleza de Zacatecas.
Las crónicas más antiguas hablan de bosques, rica fauna y estanques alrededor de lo que ahora es el semiárido territorio que circunda al cerro de La Bufa: arañado y curvo horizonte celestial de Zacatecas. Y es una lástima que una parte de la belleza vegetal haya sido perdida en nombre del progreso minero, que consumió los bosques apuntalando túneles subterráneos, molinos de metal, casas e iglesias. Pronto hubo que importar madera. Pero prácticamente de los mismos túneles devoradores surgiría una de las ciudades que más podemos hoy gozar en México.
Los antiguos pobladores conocían la riqueza mineral del subsuelo y ellos guiaron a los exploradores españoles desde mediados del siglo XVI a estas tierras. Fue fundada oficialmente en 1548, dos años después de haberse establecido ahí la primera mina, por el capitán Juan de Tolosa y otros tres capitanes españoles. Dicen que muchos años antes se había establecido en esta región un misionero franciscano, Gerónimo de Mendoza, pariente del Virrey de la Nueva España. Y que evangelizaba rudimentariamente a las antiguas poblaciones de la región. Principalmente a los Zacatecos.
Los descubrimientos de las vetas se multiplicaron y a Zacatecas acudieron, como hormigas hacia la miel, cientos de buscadores de fortuna. La fiebre de la plata tuvo en esa ciudad un enorme y novelesco apogeo.
La riqueza minera dio también un nuevo impulso a la actividad evangelizadora, que tendría luego en Zacatecas una importantísima base de propagación. Tanto para su orden como para muchas otras órdenes religiosas, constructoras de los edificios que ahora marcan estéticamente la grandeza antigua de la ciudad y de sus alrededores. A través de ellas, de sus bibliotecas, de sus centros de “Propagación de la fe o Propaganda fide”, Zacatecas se convirtió no sólo en ciudad importante desde el punto de vista económico sino también cultural. No centro sino vértice: ángulo extremo apuntando al misterioso territorio por evangelizar hacia el norte del continente.
Como la presencia misionera, las festividades gremiales alrededor de las parroquías crecieron al ritmo sorprendente de la ciudad y muchas siguen vivas. Como es el caso de la increíble Morisma de Bracho: cerca de ocho mil personas disfrazadas llevan a cabo en la vecina población de Bracho un ritual donde los guerreros islámicos y los cristianos muestran en una prolongada serie de actos de masas el triunfo de la fe. Más un ritual que un espectáculo teatral, como lo explica claramente Alfonso Alfaro, y lo muestra con imágenes contundentes Jorge Vertiz en su libro Moros y cristianos, una batalla cósmica. Y es sólo una de las muchísimas manifestaciones de cultura popular; la más impresionante sin duda.
Son manifestaciones de una cultura que crea y recrea los vínculos de las personas dentro de la comunidad. Son las que, en su extravagancia y excepción, en su formalidad resplandeciente, muchas veces dan equilibrio y sentido a la austera cotidianeidad del trabajo subterráneo. Festividades complementarias de la vida social de una ciudad minera, llena de altivajos, de pujanza y de dedicación enorme al trabajo. En el primer escudo de la ciudad figura su lema: “El trabajo triunfa sobre todo. Labor vincit omnia.” Y en el teatro de la ciudad, Teatro Calderón, unas bellas vidrieras de colores ostentan orgullosas el emblema animal del trabajo: la abeja.
La cultura del siglo XIX y principios del XX fue muy rica en Zacatecas. Como da testimonio la presencia del poeta Ramón López Velarde, originario de la ciudad vecina de Jerez, y quien entre 1900 y 1902 estudiaría en el Seminario Conciliar de la Purísima, situado en el edificio que hoy ocupa el Museo de Arte Abstracto. El poeta muy pronto se convertiría en “uno de los iniciadores de la poesía moderna, por cierto más avanzada en Latinoamérica que en España”, como escribió Octavio Paz. Sensible a la estética particular de la ciudad, Lopez Velarde cantó en un poema clásico: “He de encomiar en verso sincerista a la capital bizarra de mi Estado, que es un cielo cruel y una tierra colorada.”
La ciudad es sinónimo de rica tradición cultural y arquitectónica, a pesar de la catástrofe en la vida urbana que significó la Revolución mexicana, cuyas facciones se disputaron Zacatecas como lo que era: una joya, un baluarte, una rara flor del desierto, un sitio estratégico en muchos sentidos, no sólo militares. A partir de la sangrienta “Toma de Zacatecas”, la ciudad vivió empequeñecida y ensimismada, según relata Eugenio del Hoyo en su bellísima crónica, La ciudad en Estampas, Zacatecas 1920-1940. (Artes de México, 1996). Un libro de amor hacia las minucias de la ciudad, dedicado por el autor a uno de los personajes que más trabajaron en el siglo XX por conservar a la ciudad y reconstruirla con el fuerte carácter que sigue luciendo: don Federico Sescosse. El hizo del rescate estético de la ciudad sentido de su vida. Y su huella está prácticamente en todas partes.
La ciudad cuenta con un conjunto de museos como ninguna otra ciudad de sus dimensiones en el país. La hacen sin duda, proporcionalmente, la más rica de las ciudades mexicanas por habitante, desde el punto de vista cultural. La importancia de esto es inmensa porque muestra una voluntad política que da valor a la cultura como patrimonio y como creatividad indispensable para el desarrollo de una sociedad. Justo cuando en muchos otros lugares los gobiernos, por miopía o por americanización superficial de su visión del mundo, tienden a pensar y a ejecutar una concepción de la vida contraria o agresivamente indiferente a la cultura. Zacatecas, en las últimas décadas, ha sido una constante afirmación de los valores culturales como integrantes indispensables de su carácter: de su identidad y su fortaleza.
El más antiguo, el Museo de Guadalupe, alberga una rica pinacoteca virreinal. Se encuentra en el edificio del inmenso convento franciscano del siglo XVIII situado en el municipio de Guadalupe, a siete kilómetros del centro de Zacatecas. El edificio mismo nos habla de lo que fueron los esfuerzos de evangelización virreinal. Y su colección de pintura tiene algunas de las obras más importantes de esa época que se conservan en México. El arte vinculado a la religión tiene aquí una variada exploración de sus temas más recurrentes, desde las vidas de santos hasta las visiones del paraíso y de la corte celestial, pasando por la pasión de Cristo. En un edificio adyacente una colección de carruajes y otros transportes está abierta al público en un pequeño Museo Regional.
De regreso al corazón de la ciudad, el reconstruido convento de San Francisco alberga y despliega profusamente la colección inmensa de máscaras populares, de algunas cerámicas de México y de títeres antiguos que formó el pintor Rafael Coronel. Y el museo lleva su nombre. Se entra al ex convento por un jardín que, al gusto romántico, enfatiza la estética de las ruinas como si nosotros entrando las acabáramos de encontrar. Incluso en la nave del templo se preserva el techo caído haciendo del tiempo y sus implacables desgastes parte de la estética del lugar.
Otro recinto colonial que fuera sede de los jesuitas es ahora el Museo Pedro Coronel, hermano mayor del anterior, fallecido hace algún tiempo. El donó en herencia sus colecciones privadas al Estado de Zacatecas para formar este museo heterogéneo y muy personal, donde convive el arte de todos los tiempos y lugares coleccionado personalmente por el artista. Un museo que permite una visión muy cosmopolita y heterogénea del arte. A la entrada del edificio una biblioteca antigua, la Biblioteca Elías Amador, nos recibe con sus lomos ahuesados, signo de varios siglos de sol y de miradas sobre sus páginas y sus cubiertas de piel o pergamino.
La galería del ex templo de San Agustín es un espacio abierto a la exhibición temporal. Con mucha frecuencia de arte contemporáneo y hasta efímero. Sin colección propia, en sí mismo representa un caso ejemplar y muy curioso de rescate urbano. El templo, incluyendo una valiosa fachada lateral que representa a un mundano San Agustín en plena revelación milagrosa de su destino, había sido recubierto y desmantelado. Con los componentes de la fachada hechos pedacería irrecuperable, el restaurador elaboró curiosos collages de cantera que ahora se pueden considerar arte abstracto en piedra.
En uno de sus costados, cruzando la calle se encuentra el Museo Zacatecano, con una importante colección de arte de los Huicholes donada por un médico que durante décadas atendió a los indígenas a cambio de telas bordadas. Es un conjunto sorprendente de figuras geométricas y otros motivos. El museo incluye también una muy interesante colección de exvotos o retablos pintados sobre lámina, y otra de herrajes: cerraduras, espuelas, visagras, etc. Estas colecciones son tres dimensiones indispensables de la cultura zacatecana: la indígena que permanece, la ritual de la plegaria católica popular convertida en imagen , y la artesanal de los herreros que formaban parte de la antigua vida cotidiana del lugar y cuyo fruto es aún visible en las rejas, ventanas y balcones.
En lo alto del Cerro de la Bufa está el Museo de la Revolución o Museo de la Toma de Zacatecas, memoria fotográfica del más doloroso episodio histórico que sufrió esta urbe más bien quieta. Casi parte de este Museo es la impresionante vista sobre la ciudad que permite la explanada donde se encuentra. Y de ahí va y viene un funicular ofreciéndonos su lento espectáculo de mirada de águila.
En el extremo opuesto de la ciudad está el final del antiguo acueducto: extendido cruzando la avenida, y la antigua plaza de toros, toda de piedra, conservada íntegramente e integrada ahora a un hotel de lujo que bien vale la pena visitar.
Enfrente, al fondo de un parque, se encuentra la residencia de arquitectura reciente y más bien pobre estéticamente donde está el Museo Francisco Goitia: dedicado a ese peculiar pintor que exploró vitalmente y pintó la marginalidad, incluye una muy interesante colección de obra de los principales artistas de Zacatecanos de este siglo, comenzando con Julio Ruelas, cultivador de un aire a la vez decimonónico, cultivador de lo terrible, y sin embargo francamente modernista. Incluye por supuesto obras de Manuel Felguérez y de Pedro y Rafael Coronel, entre muchos otros.
Segundo ángulo: el Museo como arte
En este variado contexto de museos entretejidos con una trama urbana sorprendente surge el Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez: Todo un nuevo ámbito en la ciudad. El edificio que lo alberga fue fundado a principios del siglo XVIII como seminario diocesano, con un templo adjunto dedicado a La Purísima Concepción. Las dos edificaciones han tenido muchas reformas a lo largo del tiempo.
Su carácter actual es del siglo XIX estilizado a principios del XX, e intervenido ahora para albergar con sobriedad el arte contemporáneo. De cada época ha conservado algo. Su amplio patio central es aparentemente uno de los testigos más antiguos de su origen. Dejó de ser seminario en la década de los sesentas del siglo XX y comenzó a ser prisión. Lo fue durante treinta años y aún se conservan algunas de las celdas, en las que un arte peculiar, naif y popular (en el sentido del pop art) impregna los muros. Desde el exterior, e incluso desde el aire, en el teleférico, se ve claramente el edificio del actual Museo y se identifican sus torreones de vigilancia carcelaria mezclados con su arquitectura conventual y de Iglesia. Desde el funicular se antoja ver una marca sutil del nuevo uso del inmueble recuperado: una escultura monumental pero de líneas finas en el techo, o tal vez en el patio del ex seminario, que sin modificar la vista del caminante en el entorno del Museo sea claramente visible desde el aire. Como si se revelara un tesoro secreto a quien, desde el curioso transportador aéreo ejerza el privilegio visual de las aves.
Ya adentro es evidente que lo más sobresaliente y característico de ambos edificios ha sido conservado e integrado al Museo. Hay un respeto creativo de las formas tradicionales en el ámbito actual que es original sin sobresaltos y demuestra un aprovechamiento inteligente y sensible de estos espacios. El arte abstracto y las formas antiguas del edificio conviven con aparente naturalidad que es logro de planeación rigurosa y contenida.
Se ha pensado en el conjunto como una composición total que permite ver el arte abstracto en un marco depurado sin ser totalmente neutro, conservando siempre su dimensión estética ahí donde la hay. Y la colección permanente de arte abstracto de varios países. Ha crecido y es ya la más importante de su género en este país y sin duda en otros. Las donaciones de artistas abstractos se multiplicaron. El Museo es ya un despliegue incomparable de la diversidad con la cual cada artista experimenta y hace de su obra composición única.
Sala aparte y mención especial requiere un conjunto de obras de 1969 que forman un nucleo significativo en el Museo. Fueron realizadas por una docena de artistas en un formato de gran tamaño (aproximadamente cinco por ocho metros), para una exposición universal en Japón, Expo 70, con un tema específico vinculado a la tecnología y al progreso. Los artistas respondieron a la invitaciónn del curador, Fernando Gamboa, con un conjunto de obras de gran fuerza expresiva. Y, en los títulos de las obras, integraron una evidente crítica a las paradojas de ese progreso, a los peligros deshumanizadores de la tecnología, a la destrucción ecológica, etc. El mismo tipo de señalamiento que está presente desde muchos años antes en los títulos de las obras de Manuel Felguérez.
El rescate de los doce cuadros inmensos conocidos como Los Murales de Osaka (que por cierto nunca pudieron ser montados allá por un error en el cálculo de sus dimensiones y de las del espacio donde se exhibirían) es fundamental para la historia del arte pero también para ofrecer públicamente una demostración sensible de la permanencia del arte de calidad y de la vigencia de la sensibilidad que anima al Museo. Es muy interesante notar que mientras algunos edificios modernos que son contemporáneos de estos murales se han vuelto viejos, la gran mayoría de estos cuadros siguen ofreciéndonos su actualidad estética con gran frescura. Habían sido dispersados o almacenados y ahora fueron recuperados y montados como nunca habían podido ser vistos, en su plenitud y para nuestro asombro. El Museo lleva a cabo una gran variedad de actividades que multiplican su efecto y su importancia: desde sus exposiciones temporales hasta sus talleres. Su labor pedagógica, no sólo hacia Zacatecas sino hacia el país entero es fundamental y desde su comienzo fructífera. Alrededor de Manuel y Mercedes Felguérez un torbellino de ideas espera su turno para hacerse posible.
Pero hay otro efecto de la presencia del Museo de Arte Abstracto en Zacatecas que me gustaría señalar: una cambio sutil en la percepción misma de la forma de la ciudad. Así como el Museo de La Toma de Zacatecas nos hace pensar en la ciudad como campo y centro de una tremenda batalla, con partes de ella bombardeadas, destruidas, este Museo de arte abstracto transforma y enriquece nuestra imagen sensible de las líneas que configuran a la urbe.
Primero su traza, sin el zócalo habitual de tantas otras ciudades mexicanas, invita a concentrarnos en esa línea larga que forma su calle principal, corriendo de horizonte a horizonte y trazada a mano como sobre un cuadro abstracto por un artista. Hay algo profundamente corporal en su manera, como lo hay en el arte abstracto: todo es en ambos –-cuadro y ciudad antigua-- huella de uno o varios pasos abriendo camino y, por otra parte, huella del paso de una mano sobre el lienzo.
Tal vez sea también la ausencia de Zócalo: la falta del tradicional cuadrado fundador que engendra en sus orillas la intuición implícita de un cubo, lo que evita tener en Zacatecas la sensación visual de una perspectiva tradicional. Y la perspéctiva está vinculada a la figuración, a la representación realista inclusive. Así pareciera que Zacatecas obedece en su traza más a los principios móviles de un posible arte abstracto: a otro lenguaje formal urbano.
Algunas líneas semiparalelas surgen rápido en la memoria. Y otras inclinadas que suben y bajan las colinas quebrándose. Toda la ciudad comienza a figurar en mi mente como una abstracción y le encuentro así una nueva belleza. Una pintura con elementos abstractos que se combinan creando formas geométricas determinadas. Las plazas son adyacentes, nunca centrales: rectángulos irregulares colgando de una línea (la calle) o encajados como un pellizco en un ángulo perdido de una línea quebrada. Figura privilegiada en esta composición abstracta es el círculo que surge de la antigua plaza de toros. La calle adyacente es una tangente fija bajo el tenedor aparentemente intempestivo de la alta arcada del acueducto.
Pensada así la ciudad, hasta la bellísima catedral barroca es efervescencia de la geometría y trazo osado. Una y otra vez microgeometría de la curva, de la voluta, de la columna granulada. La forma, cualquier forma de piedra, pensada desde el arte abstracto adquiere la cualidad de permitirnos olvidar por un instante su referencia realista y así otorgarnos el goce de su plenitud formal. También es textura y luego es un volumen cúbico mayúsculo sobre escaleras laterales. Tras los lentes sensibles del arte abstracto toda la ciudad barroca es situada y apreciada, más allá de sus valores históricos, por la impresión primera e intuitiva de lo bello, de lo puramente conmovedor de las formas.
La misma lógica nos lleva a imaginar las líneas de los tiros de las minas, la geometría secreta por enterrada que las anima. Su relación con las calles, con los volúmenes construídos. Una geometría del silencio habitado por los sonidos peculiares del trabajo minero latiendo abajo y detrás de la comúnmente sonora geometría urbana. Un breve atisbo de forma laberíntica asoma aquí y allá en la ciudad, como un aparente capricho de las líneas, como un repentino arabesco. El patio caprichoso y sorpresivo del Mesón de Jobito lo muestra y también esa calle que se usa para llegar al Museo de Arte Abstracto desde la calle principal y que en el nombre mismo lleva ya un rasgo mudejar: la calle de la Alcaiceiría de Gómez. Cubierta al principio semejando tunel o puente, como muchas calles sombrías en las medinas árabes, y luego quebrada para finalmente resolverse ampliamente como un embudo que antes se abría hacia la fachada del templo de la Purísima Concepción y ahora hacia la plazoleta que da aire a la austera fachada del Museo de Arte Abstracto.
Es interesante hacer notar que mientras el arte abstracto internacional de la primera mitad del siglo veinte parece ir de la realidad hacia la abstracción, el de la segunda mitad del siglo, que es básicamente el que exhibe este Museo, habiendo establecido su autonomía de formas, parece ayudarnos a recorrer el camino inverso: de las formas hacia la realidad, para poder pensarla y verla de otra manera. Aunque no sea ese su propósito ni su sustancia.
Recordemos la clásica anécdota de Kandinsky a principios del siglo, cuando en su casa de campo había dejado apoyado sobre el piso, a la entrada del pórtico, un cuadro donde pintó un paisaje. Al regresar de una caminata lo vio de lado, en perspectiva acentuda, y las formas realistas de los árboles, del cielo, se convirtieron en masas, en formas geométricas, en formas despegadas de su referencia. El salto había sido dado del paisaje hacia su abstracción. Y el arte abstracto nacía en la mente de Vasily Kandinsky. Lo que hace Cezanne al pintar las casas en el campo enfatizando con luz y color su geometría es un preludio de ese salto también del paisaje hacia la abstracción. Muchos fueron los artistas y los caminos que condujeron hacia el reino de las formas. Pero una vez establecido el lenguaje de la abstracción, el arte contemporáneo nos ayuda, entre otras cosas, a mirar la realidad, a pensarla, a criticar su lógica interna. Y no sólo la realidad social o material sino la del espíritu, la de la cultura, la de los ánimos compartidos y los afectos individuales. Porque todo es un lenguaje de formas.
La misma obra de Felguérez nos lleva por ese camino. Y la libertad con que se mueven las formas del arte abstracto nos ofrece la visión de lo posible. No es importante por sus referencias posteriores o anteriores sino porque crea una nueva realidad en la que las formas del arte viven y su contemplación nos ayuda a vivir.
*Dos fragmentos de un ensayo incluido en el libro Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez.
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