Hace mucho tiempo existía un actor que representaba las obras de Shakespeare y poseía un gran talento para declamar en público trozos elegidos de autores clásicos. Sus presentaciones siempre terminaban con una interpretación dramática del Salmo 23. Grandes audiencias escuchaban con gran atención cada noche aquellas palabras de "Jehová es mi Pastor, nada me faltará". Al final de cada interpretación, el público prorrumpía en aplausos mostrando así el aprecio que merecía esa habilidad extraordinaria del actor para ponerle vida a tales palabras.Pero en cierta ocasión sucedió algo inusual. Un joven de la audiencia levantó su mano y solicitó permiso para recitar el mismo Salmo 23. Como el joven lo tomó por sorpresa con su petición, el actor se sintío comprometido a permitirle al joven que subiera a la plataforma. No estaba muy preocupado, siendo que imaginó que el joven no tenia la misma experiencia que él y que este no le era competencia para el.
El joven comenzó a recitar suavemente el salmo. Cuando terminó su recitación, no hubo aplausos, ni el público se había puesto de pie; lo único que se podia escuchar eran sollozos. Toda la audiencia estaba con lagrimas en los ojos, no habia ninguno que no las tuviera.
El actor sorprendido le dijo al joven; "No comprendo, he estado haciendo esto durante muchos años. Tengo toda una vida de experiencia y entrenamiento; pero nunca he logrado impresionar a una audiencia en la forma que tu lo has hecho esta noche. Dime, ¿cúal es tu secreto? El joven miró al actor y le dijo humildemente: "Bueno, Señor usted conoce el salmo, pero yo conozco al Pastor".