Sin lugar a ningún tipo de dudas, el tren que nos lleva de Cusco al Machu Picchu, se ha convertido con el paso del tiempo en uno de los imborrables recuerdos que afloran en nuestras mentes tras realizar tan entrañable viaje.
Las dos opciones con las que se encuentra el turista a la hora de planearse la visita al Machu Picchu, son acceder a través del tren local que conduce lentamente desde Cusco a las faldas de Machu Picchu (Aguas Calientes), o lo que es lo mismo, empaparse, durante varias horas, de gentes y colores, de gustos y de olores, de historias y palabras tan perdidas en el tiempo como los orígenes del que fuera el último refugio del Inca. También es posible, y recomendable si se dispone de tiempo, acceder a través de la maravillosa experiencia de utilizar el sistema más antiguo de desplazamiento: recorrer a pie, a través del Valle de Urubamba, la distancia que separa Cusco del monumental recinto Inca.
Hasta hace poco tiempo, la línea férrea tenía su origen en la estación de San Pedro,próximo al Mercado Central, aunque con el paso del tiempo se ha ido trasladando hasta el apeadero de Poroy, a las afueras de la ciudad, con la finalidad de evitar el peligroso trazado de sus vías, en zigzagueante escalada vertiginosa hasta que remonta los cerros que rodean Cusco.
Cuando a tempranas horas de la mañana nos encontramos en la estación rodeados de turistas, equipajes y guías, además de un ligero dolor de cabeza provocado por el "soroche" (mal de alturas causado por los 3.360 metros de altura), pero ello no tiene que privarnos de los necesarios reflejos para poder sentarnos en un buen sitio y si es posible cercano a la ventana, a través de la cual nuestros ojos asombrados pordrán contemplar la belleza del paisaje y la elegancia con la que el río Urubamba se abre paso a través de las montañas para acompañarnos hasta la base del Machu Picchu.
El tren que nos acerca al Machu Picchu es rojo y amarillo, colores de la bandera española, que hace ya bastantes años los entregó para tal finalidad. A pesar de ser anticuado en comparación con los que recorren las vías europeas o del norte del continente americano. A pesar de su escasa modernidad lo que llama la atención es su interior, la variedad de culturas, gentes de todas las parte del mundo comparten el vagón con la misma finalidad, llegar al mágico lugar. Las cámaras no paran de ser disparadas a través de las ventanas, todo el mundo quiere llevarse a su localidad habitual un imborrable recuerdo de tan maravilloso viaje. Fuera, el paisaje empieza a variar; los prolegómenos del impresionante Cañón del Urubamba han comenzado, las laderas se elevan y las vías del tren, paralelas al río, corren por un cada vez más angosto desfiladero de paredes escarpadas que culminan en picachos de perfiles imposibles.
En cada lugar que el tren se para para subir o bajar pasajeros, los vagones se inhundan de hombres y mujeres que entran para vendernos sus mercancías, "¿Un huevo cocinadito, señor? ¿Té de coca? ¿Pasteles?". Tomarse un té de coca con dulces resulta difícil por el bamboleo del tren; porque no oscila ni vibra: este tren se bambolea; pero no es desagradable, no al menos después de la primera hora. Sólo es una característica más, como sus pegajosos sillones de skai.
Según va pasando el tiempo, nos vamos aproximando al mítico Kilómetro 88, punto de partida para el Caminodel Inca. Vemos bajarse a muchos excursionistas, con sus mochilas, cantimploras y tiendas de campaña a cuestas, mentalizados para pasarse varios días caminando a través de espesos bosques, pasos de hasta 4200 m, puentes con siglos de antigüedad y precipicios que cortan la respiración; pero también noches bajo las estrellas acampados cerca de alguna de las muchas ruinas incas que jalonan el camino. Cuarenta y ocho kilómetros en
total que culminan con su entrada a la ciudadela por el Inti-Punku o Puerta del Sol, lugar donde primero aparece el astro y lugar desde el que obtendrán su primera visión del santuario. Cuando los mochileros se levantan para preparar sus equipajes, cierto aire de nostalgia se respira en el tren. No son sólo senderistas, aventureros o simple gente joven que, con una mochila al hombro, se disponen a una marcha; son viajeros de este siglo a punto de traspasar la barrera del tiempo para ingresar en una senda que cinco siglos atrás ya comunicaba Cuzco, capital de Tahuantisuyu, con la misteriosa ciudad encaramada en las montañas. A medida que la velocidad disminuye, aparecen, a un lado y otro de la vía, los pequeños grupos de porteadores que esperan a sus clientes. En sus rostros inmutables y en sus atuendos el tiempo parece haberse detenido entre el pasado y el presente. De nuevo en marcha, nuestro destino se acerca. Primero es la estación de Aguas Calientes; un reducido espacio a ambos lados de la vía, colapsado por los puestos de fruta y souvenirs. Restaurantes con mesas y sillas desde las que se puede tocar el tren, agencias de viajes y hostales que compiten
por aprovechar hasta el último centímetro de los andenes
Y, ya por fin, Puente Ruinas, una aún más reducida estación, encajada literalmente entre altas y escarpadas montañas. Unos cuantos puestos de fruta y recuerdos adornan las vías y el diminuto andén. Enfrente, la oficina de billetes, y, más allá, el impenetrable verde de las montañas que bajan verticalmente hasta el río.
Pero desde aquí tampoco se ve Machu Picchu. Aún hay que tomar un curioso microbús que no sin problemas realizará un inimaginable slalom de cuatrocientos metros cuesta arriba hasta el hotel de turistas, al pie de las ruinas. Todavía, y sin una sola imágen de la ciudadela, tendremos que andar hasta la Oficina de Admisión, y desde allí, por un resbaladizo terreno, si optamos por dilatar algo más el mágico instante, que nos llevará al privilegiado punto desde el que veremos la ciudad emergiendo plácidamente entre las nubes.