LEONCIO PRADO:
PIRATA PERUANO POR LA LIBERTAD DE CUBA
Aquel quien fue secretario de guerra de Augusto César Sandino, el peruano Esteban Pavletich, escribió una novela sobre la vida de nuestro héroe nacional Leoncio Prado. De esa novela extraemos algunos párrafos que pueden ilustrar a los lectores acerca del acto heroico que protagonizó un peruano identificado con la causa de Cuba. Un hombre de armas puede entender a otro hombre de armas, así haya de por medio un siglo de diferencia. La pluma del aguerrido Pavletich refleja mejor que cualquier otra la hazaña de Leoncio Prado. A este último, al héroe de la batalla de Huamachuco, al peruano fundador de la marina de guerra cubana, algunos que se atreven a autotitularse de "revolucionarios" hoy lo tildarían de "terrorista". Leamos y saquemos conclusiones.
Sobre el lomo apenas ondulado de un mar bonancible, avanza airoso y confiadamente el "Moctezuma". Todo marcha a bordo con regularidad cronométrica y el primer piloto verifica una altura barométrica normal, afirmando la promesa de buen tiempo.
Sigilosamente, evitando despertar sospechas y encuentros indiscretos, Leoncio Prado recorre la nave de popa a proa, deslizando algunas órdenes finales, observándolo, previendo y midiéndolo todo. Aquí y allí, en grupos dispersos, sus diez compañeros de aventuras se han ubicado oportuna, premeditada y convenientemente. Sartero, Gutiérrez, Blanco y Cardotto, juegan con tranquilidad aparente una partida de baraja en la proa. En la popa, Dertjen, Alvarez y Saldivar, fuman y charlan reposadamente. Un vaho sofocante, que la brisa del atardecer apenas neutralíza, asciende de la nave y desciende del cielo, envolviéndola toda. Morey se encamina lentamente al improvisado comedor habilitado para el trópico, bajo una amplia toldilla en la cubierta de proa. En torno de la mesa recién dispuesta, han tomado ya asiento el capitán del barco, Cacho, algunos pasajeros distinguidos y los principales oficiales de la nave. En un camarote próximo, aguarda Vélez. En el cinto de cada uno de ellos, bajo la chaqueta, abulta discretamente un revólver. Ha sido imposible extraer los machetes, que se ocultan ahí no más, en el revuelto equipaje, al alcance de la distraída mirada de algunos marineros que huelgan indiferentes, aguardando su turno de guardia. Pero Prado y alguien más, se han provisto previsoramente de pequeños y buídos puñales.
Son aproximadamente las seis de la tarde y comienza a descender suavemente sobre el mar un crepúsculo grosella. Suena la última campanada llamando a comer. Prado y Vélez, asidos del brazo, avanzan calmosa, fríamente, sin apresuramientos, dirigiéndose hacia la mesa. Una forzada máscara de indiferencia cubre sus rostros, en los que apenas si los pómulos resaltan ligeramente, obedeciendo a la presión de las mandíbulas apretadas por la emoción. En ambos corazones hay tumultos de latidos y por sobre sus espinas dorsales circula una extraña sensación fría y cosquilleante. Súbitamente, Prado extrae el revólver, se enfrenta al capitán, encañonándole el arma: "Capitán Cacho -dice- entréguese preso. En nombre de Cuba tomo posesión del buque".
Las cucharas caen sonoramente sobre los platos. Doce pares de ojos a la vez estupefactos, sorprendidos, incrédulos, enfocan a ese joven extraño de regular estatura, fina y elástica prestancia, en cuyo rostro de moro adolescente apenas apunta un raleado bigote y una pera incipiente, un tanto presuntuosa. Nada que delate en él a los sombríos y patibularios piratas de las viejas leyendas de los mares de China o de los que poblaron antaño las propias aguas antillanas; nada de torvo y tenebroso en ese rostro ennoblecido por una amplia y combada frente, más de soñador y poeta que de guerrero. Pero hay en sus ojos pardos y penetrantes, sombreados por arqueadas, oscuras y encrespadas cejas, una chispa de decisión que no permite dudar sobre la rotundidad de su gesto.
El primero en sobreponerse al general desconcierto es aquel hosco e hirsuto catalán, contador de la nave. Puesto de pie, tomando en cada una de sus hercúleas manos una botella de las que tiene delante, las arroja violentamente contra Prado, quien las esquiva con felinos quites. A su ejemplo, el capitán y algunos oficiales improvisan proyectiles. Cualquier vacilación, cualquier parálisis para adoptar una determinación pronta y definitiva, convertiría la intrépida actitud de Prado y los suyos en una ridícula mascarada, en una escena de menguada comicidad. De ahí que fulminante y certero aquel martilla el revólver, relampaguea un fogonazo, y rueda el capitán Cacho con una bala alojada en el cráneo. Pero le sobra aún a este hombre vigoroso vitalidad para incorporarse sobre sus rodillas y gritar: "¡A ellos, que son pocos!". Morey y Vélez emplean igualmente sus revólveres. Por la espalda, un mozo de cámara agrede a Prado, descargándole un rudo golpe con una gruesa palanca, que le hace vacilar. Cardotto, quien avanza desde la proa intimando rendición a un pávido grupo de marineros, dispara, derribando al agresivo camarero de un balazo en mitad del corazón. Un pasajero de segunda, español, de cuya garganta brota ya un hilo escarlata y borboteante, penetra bajo la toldilla luchando bravamente, hasta doblarse atravesado por tres balas. Prado ha abandonado el revólver, descargando veloces tajos con el puñal. Dominados por la sorpresa y la hombría de los audaces atacantes; muertos o heridos los más tenaces en la fugaz resistencia, pasajeros y marineros, los brazos en alto, se rinden a discreción en el improvisado comedor y en la proa. En la popa, un marinero y un fogonero han perdido la vida. La tripulación sometida es agrupada en la cubierta. En menos de treinta minutos, once mozos intrépidos y resueltos se apoderan del "Moctezuma", airosa nave armada en guerra, sometiendo a sesenta oficiales y subalternos que integran su dotación. Algunos de los confabulados han hecho saltar la puerta del armero del barco, apoderándose y distribuyendo entre los suyos modernas carabinas "Remington" y abundantes municiones. La tripulación anonadada, antes aún de alcanzar a reponerse de su desconcierto, es internada enla sentina y se aísla a los desmoralizados oficiales en la cámara de segunda. Alguien ha arriado ya la ominosa bandera roja y gualda de la España de Alfonso XII izando al tope el pabellón insurrecto de Cuba, cuya luminosa estrella solitaria flamea por vez primnera en el mástil de una nave, sobre la extensa llanura azul del océano.
Arrancadas las fundas que los cubren, en los oscuros vientres de acero de los dos pequeños cañones emplazados a popa y a proa del "Moctezuma' , se despereza una salva tonante a la libertad y a la audacia.
En el fragor y la confusión provocados por la lucha a bordo del "Moctezuma", el timonel ha abandonado la dirección de la nave, que se balancea torpemente a la deriva. Las máquinas han silenciado sus latidos monocordes; velas jarcias, pipas despanzurradas y fragmentos de toscos muebles, cubren en desorden la desolada cubierta. Precisa, pues, ante todo, reorganizar los más urgentes servicios de a bordo, poner el barco en condiciones de cumplir la misión que la voluntad de un hombre le ha impuesto en sólo unos minutos de acción relampagueante. Leoncio Prado, oficial adolescente del ejército cubano y temprano alférez de fragata de la marina de guerra peruana, ha aprendido, en su breve pero inquieta vida, riesgosa y dinámica, no solamente a esgrimir el rudo machete y ponerse al frente de un pelotón de soldados en una carga impetuosa y decisiva, sino también a emplear, con la firme seguridad de un viejo lobo marino, los más complicados instrumentos náuticos. Sin dificultades, asume el comando del "Moctezuma, convertido desde entonces en el Céspedes, como un homenaje al egregio y desventurado caudillo de la insurrección de Demajahua.
Voluntaria o forzosamente, obedeciendo a expresivas amenazas o a promesas de doblar la paga, quizás al impulso de un sombrío y tácito plan, los maquinistas reingresan a sus labores. Los heridos han sido ya atendidos, inclusive el propio Prado, que muestra un profundo tajo de bordes sanguinolentos en la frente. Algunos marineros de la tripulación sometida, se avienen a seguir sirviendo en la nave, bajo el nuevo comando y la nueva bandera. Se montan las guardias, y con el silencioso y admirativo respeto que producen en las almas fuertes el coraje y el sacrificio conscientemente prodigados, son arrojados al mar, cubiertos con albos trozos de velas, los cuerpos exangües de los cinco españoles caídos en la refriega.
El "Céspedes", como aligerado por su nuevo e inesperado destino, emproa gallardamente rumbo hacia Puerto Paix, en la costa norte de Haití. Frente a la histórica isla de La Fortuna, puesta la nave al pairo, se efectúa el desembarco de cuarentinueve hombres de la tripulación y de todos los pasajeros, quienes se dirigen a tierra en una frágil barca pesquera, hallada oportuna y casualmente. Antes, entre los marineros carentes de recursos, se ha distribuído quinientos pesos, de los dos mil encontrados en las arcas del buque. Es que la ferocidad de la lucha que se libra en Cuba, donde España se desangra por retener una de las últimas parcelas de su vasto imperio en desintegración, no ha logrado acidular la fina y humana sensibilidad del novel capitán corsario.
Pero no han concluido aún a bordo las inquietudes y cuidados. Con maquinistas francamente adversos, prestos al sabotaje, y parte de la tripulación formada por españoles, prontos a traicionar o desertar, Prado y sus compañeros deben permanecer redobladamente avisores y alertas. No obstante el entusiasmo, la abnegación, el afán de éstos por multiplicarse, no son suficientes para llenar las plurales tareas que imponen la conducción y los servicios de una nave. Precisa ahora la búsqueda de un puerto seguro en el cual desembarcar y negociar el cargamento del barco, consistente en varios cientos de toneladas de café y cacao, por un valor aproximado de doscientos mil pesos, que habrán de convertirse en cañones y fusiles. Luego, hallar un abrigo, un refugio propicio para aprovisionar el buque, dotarle de una tripulación experta y adicta a la revolución cubana, poniéndole en condiciones de burlar a la flota de guerra española, hostilizarla, efectuar clandestinos desembarques de armas y elementos bélicos en las zonas ocupadas por las fuerzas insurrectas y acosadas de la isla.
Siguiendo las tácitas huellas impresas dos siglos atrás por otras naves, que sin más ley que la dictada por la suprema voluntad de los audaces, los intrépidos y los fuertes, partían de la antillana y tenebrosa isla de La Tortuga, para realizar temerarias y sangrientas proezas a lo ancho del Caribe y en los remotos mares del Sur, -escalofriantes recuerdos de los Drake y los Morgan, los Dampierre y los Cliperton-, se desliza impávido el "Céspedes" a toda máquina, bajel corsario, con destino a las anheladas y accidentadas costas centroamericanas, regadas por las fulgentes aguas del mar de las Antillas y del Golfo de México.
(....)
Quien por lo meses de diciembre de 1876 o enero de 1877, se hubiera interesado por enterarse del contenido de un cartel que se desteñía y amarillaba en los lugares más visibles de los puertos que se asoman al Golfo de México o al mar de -las Antillas, habría podido admirar el más hermoso y significativo retrato de aquel desconcertante capitán corsario de veintitrés años. Lo facilitaba el comandante del "Jorge Juan", a través de la escueta filiación de Leoncio Prado, al poner precio a la cabeza de éste: " ... color moreno, peruano, estatura un poco baja, con poco bigote y pera, de buena presencia, pocas carnes, tiene dos manchas blancas junto al labio inferior, nariz regular, pelo negro, ojos pardos, cejas al pelo, frente un poco abultada, boca regular: 500 pesos".
¡Siempre ha sido mezquino el precio de la cabeza de un hombre superior, cuando quienes lo han fijado han sido sus perseguidores!
P.D.- Después de varias correrías que desconcertaron a los buques españoles, el Céspedes tuvo que ser incendiado por sus captores. No obstante, fue el primer barco de guerra -arrebatado a España- en el cual flameó la bandera de la estrella solitaria.
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