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RICARDO PALMA ESTUVO EN LA HABANA


Notas de viaje es un libro publicado en 1895, pero las experiencias narradas datan de 1892, año en que Ricardo Palma viajó a España. Por supuesto, para ir y venir de la península ibérica, había que pasar por la isla de Cuba. La estadía en Cuba, según cuenta el autor de Tradiciones Peruanas, fue breve pero intensa. Nótese que Palma visita Cuba al regresar de España, fortalece los lazos que lo unen con escritoras y escritores cubanos, y hace una valoración del clima político en el cual está inmerso el estamento intelectual habanero. El compromiso del insigne escritor peruano con la causa de Cuba, se hace evidente en estos párrafos memorables.



EN LA HABANA

I

Después de cuatro horas de permanencia en San Juan de Puerto Rico, ciudad de aspecto triste y en que sólo la Catedral me pareció notable edificio, regresé al Santander, que, a pocos minutos de pisar su cubierta, zarpó con rumbo a la Habana. Fué en una serena tarde de mayo, cuando después de pasar frente a los bien artillados castillos del Morro y la Cabaña, ancló el vapor en la espaciosa y no muy abrigada bahía.

La Habana, fundada en 1519, esto es, dieciséis años antes que Lima, ocupa una área doble a la de ésta, y casi la duplica, en población. La parte nueva es formada por calles anchas y rectas; pero la antigua, en la que se encuentran las calles del Obispo, de O'Reilly y otras de animación comercial, es de callejuelas moriscas y mal delineadas.

En la plaza de Armas, que es pequeña e irregular, se encuentra el Palacio que, aunque costó un millón de duros y veinte años de fábrica, vale poco como edificio; y frente a él está situado el Templete, capillita de cinco metros cuadrados, levantada en el lugar en que, según la tradición, se celebró por los conquistadores la primera misa. Es algo así como nuestra capillita del Puente, si bien la de la Habana está mejor cuidada, y luce tres lienzos de algún mérito artístico.

El palacio se ha construido en el sitio que ocupó la primitiva Catedral. En 1741, un rayo produjo el incendio del navío Invencible, y la explosión del polvorín motivó el derrumbamiento del techo y de uno de los muros, a la vez que la destrucción de varios altares.

La actual Catedral data sólo de 1788, y es muy inferior a la de Puerto Rico, excepto en la magnificencia del altar mayor. Mide sesenta y cinco varas castellanas de fondo, por cuarenta de latitud y veinte de elevación. Las dos torres no salen de la esfera corriente, y la plazuela en que está el edificio raya en mezquina.

Aunque Colón nunca estuvo en la Habana, sus restos, cuya autenticidad niegan los dominicanos, reposan en un nicho, con lápida de mármol y el busto del gran marino, abierto en uno de los muros, a la izquierda del altar mayor. En la lápida se lee este ramplón epitafio:

¡Oh restos e imagen del grande Colón!

Mil siglos durad guardados en la urna

y en la remembranza de nuestra nación.

Cuando visité la Catedral, estaba construyéndose monumental túmulo digno del descubridor de un mundo. El paseo de Isabel II, con parques, fuentes, estatuas, glorietas y alamedas, es hermoso y alegre. En uno de sus costados se encuentran el teatro Albizu y el Casino, o Centro Asturiano, famoso por el lujo de sus salones y por el crecido número de socios que contribuyen a su fomento. La noche en que Eva Canel me llevó a visitarlo, díjome el amable presidente que excedían de siete mil los inscriptos. Otra noche visité el Centro Gallego, que es, en muy poco, inferior al Asturiano.

El renombrado teatro Tacón, construído en el decenio de 1830 a 1840 y bautizado con el apellido del general que a la sazón gobernaba la Isla, tiene pobrísima fachada; pero en lo interior es tan elegante como el Real, y admite con holgura dos mil quinientos espectadores. Hoy es propiedad de una Compañía que pagó por él setecientos mil pesos. A no mucha distancia de este teatro se encuentra el de Payret, nombre del arquitecto que lo construyó hace un cuarto de siglo. Admite, sobre poco más o menos, el mismo número de espectadores que el de Tacón, y parecióme superior a éste en condiciones acústicas.

Indudablemente que la Habana, a pesar de sus grandes calores, de su cielo no siempre apacible, y de la insalubridad de su clima para el extranjero, es una de las ciudades más animadas y bulliciosas de América. Allí se vive en constante fiesta, y los habitantes, aun los que llegan de España en busca de la madre gallega, se hacen gastadores hasta el derroche. La vida en la Habana es casi tan cara como en Nueva York. Verdad que eso consiste en que la Isla de Cuba brinda facilidades para ganar dinero al hombre que tiene voluntad para el trabajo, y más que voluntad, perseverancia. A cada paso me señalaban en el paseo de Isabel II millonarios gallegos, asturianos, montañeses y catalanes, que habían desembarcado en la Habana sin un ochavo moruno, y que alcanzaron a labrarse la holgadísima posición de que hoy disfrutan.

No se recomienda la Habana por la limpieza de sus calles, sobre todo en los barrios de la ciudad antigua; y en el centro mismo hay angosturas en las que perennes lodazales dificultan el tránsito. Parece que la autoridad, en materia de higiene y buena policía, no es muy escrupulosa.

II

LITERATOS CUBANOS

No olvidaré jamás, que de agradecido blasono, las atenciones que de la gente de letras merecí en los doce días de mi permanencia en la Habana. La Prensa toda me honró con cariñoso saludo. Yo creía ser casi un desconocido en esa Antilla; pues, personalmente, sólo había tratado en Lima a Joaquín Palma, el caballeresco poeta que ha resuelto vivir y morir lejos de su patria, mientras ésta no sea una nacionalidad en la comunión de los pueblos americanos. Otros dos literatos cubanos, Pedro Santacilia y Rafael María Merchán, también voluntariamente proscriptos, el primero en Méjico y el otro en Bogotá, mantenían de antiguo correspondencia epistolar conmigo. Al pisar la Habana sólo contaba en ella con dos amigos: Eva Canel y Manuel de la Cruz.

Eva Canel residió por algunos años en Lima, con su esposo Eloy Buxó, escritor humorístico de prodigiosa chispa, comparable sólo a la de mi viejo camarada Juan Martínez Villergas. Eva ama al Perú, porque en él corrió, durante la ocupación chilena, muy peligrosas aventuras en unión de su marido; y ama a los peruanos porque su hijo único, inteligentísimo muchacho que se educa en Nueva York, se obstina en no tener otra patria que la peruana. Eva, en la labor literaria, es tesonera como buena asturiana, y cuanto lucra lo consagra a la educación del niño. Vive rodeada de privaciones para que el ángel de su amor disfrute, en el extranjero, acaso hasta de lo superfluo. «Ya que él no quiere ser español como sus padres, no omitiré esfuerzos ni sacrificios que contribuyan a hacer de él un hombre útil para el Perú», nos dijo una tarde la buena y abnegada madre.

Eva ha publicado en la Habana varias novelas, entre las que dos, tituladas Manolín y Oremus, son notabilísimas; ha dado a la escena un drama que la hizo rnerecedora de ovación espléndida; y últimamente realizó viaje a la Exposicíón de Chicago como corresponsal de uno de los diarios de la Isla. Redactaba, en los días en que nos vimos, un periodiquín semanal, La Cotorra, periodiquín de combate que llevaba más de dos años de vida. Este es, para mí, el lado flaco, el, lunar de la literata. No soy devoto de la mujer politiquera. ¿Qué nos queda a los hombres si las faldas se echan a abrir cátedra y a dictar resueltamente lecciones de gobierno, parlamentarismo, finanzas y convenienzas políticas para los pueblos?

Mujer en cuyo cerebro se agita el microbio politiquero, y hombre que hace calceta, allá se van. El cordial y antiguo afecto que a Eva profeso me hace aconsejarla que no sea periodista de partido, que no moje su pluma en la tinta de los odios y de las pasiones banderizas, que no sea más que literata, que bastantes dotes la ha concedido Dios para brillar en el campo de las letras.

Manuel de la Cruz, joven muy correcto, de aspecto delicado y de fácil y culta palabra, fué, después de Eva Canel, el primero en visitarme. Hacía tres o cuatro años que cambiábamos cartas, y con frecuencia me enviaba a Lima libros cubanos con destino a la Biblioteca Nacional. Es un literato batallador, y sus polémicas más reñidas han sido sobre estética y sobre historia patria. Ha publicado dos libros deliciosos, Cromitos cubanos y Episodios de la guerra, llenos de aticismo en el lenguaje y de criterio recto en las apreciaciones.

Manuel de la Cruz fué, para conmigo, amabilísimo cicerone que me hizo conocer los principales edificios y establecimientos de la Habana, a la vez que se impuso la obligación de llevarme al hotel y presentarme a los escritores más distinguidos de su país. Recuerdo, entre otros, a Julián del Casal, Ramón Meza, Enrique Collazos, Alfredo Zayas y Andrés Clemente Vásquez. Rápidamente expresaré el concepto en que tengo a cada, uno de ellos.

Julián del Casal, para quien tan prematuramente se abrió la tumba, fué uno de los poetas que más honra dan a la literatura cubana. Aunque con tendencia al modernismo, como lo prueban sus dos lindísimos libros Nieve y Hojas al viento, no entró de lleno en esa escuela. Sus versos, siempre musicales y espontáneos, se imponen por la elevación del pensamiento y por lo galano de la forma. Fué, como hombre de letras, todo lo que se entiende por un espíritu superior; y en la intimidad prosaica de la vida, un joven que encantaba por su llaneza y su modestia. El, fantasía soñadora y corazón sin hiel, llevaba

la esperanza del cielo en la mirada

y el perdón generoso entre los labios.

Ramón Meza es un ameno cultivador de la novela, y tiene el mérito de desarrollar siempre, en estilo muy castizo, argumentos nacionales. De Meza, dice, el autor de los Cromitos «que es, así por su elevación moral como por sus facultades intelectuales, una de las figuras más interesantes de la nueva generación, de esa generación que poblaba las escuelas cuando la guerra, a la vez que arrasaba la Isla, aportaba elementos nuevos para la formación de los caracteres». En efecto, Meza, aunque bastante joven, tiene la seriedad del hombre que aspira a dejar huella luminosa de su tránsito por este valle de mezquindades y de grandezas.

Enrique Collazo es un bizarro caballero que figuró bastante en la desastrosa guerra a que puso término el pacto del Zanjón, pacto sobre el cual ha publicado un interesantísimo libro. Es un literato injerto en laborante o separatista, entusiasta y entusiasmador, que hoy vive, consagrado a la agricultura, en un pintoresco fundo a dos o tres millas de la ciudad. Es de los escogidos, de los hombres que no desesperan de ver realizado su ideal, y estoy seguro de que, si alborean nuevos días de combate por la libertad, será Collazo uno de los primeros en cambiar el hacha del labrador por el machete del mambí insurgente. Alfredo Zayas es un inteligente y muy ilustrado jurisconsulto, con aficiones bibliográficas, que dirige y redacta una notable publicación forense; y Andrés Clemente Vásquez, autor de una novela histórica contemporánea en que la protagonista corre, en el siglo XIX, aventuras que traen a la memoria las de la Monja alférez en el siglo XVI, es el príncipe del ajedrez en América, el hombre para quien, en ese intrincado juego, no hay problema cuya solución escape a su ingenio y práctica. Ha publicado un libro que los ajedrecistas entendidos estiman en mucho.

Aurelia Castillo de González me envió, por intermedio de Manuel de la Cruz, tarjeta de saludo, y como no residía en la Habana sino en Guanabacoa, población situada en la margen opuesta, tomé una tarde el vaporcito y, después de diez minutos de ferrocarril, estuve en la elegante casa de campo que habita la gentil escritora. Es Aurelia un tipo de belleza tropical, una dama de exquisita cultura, y una literata que ha leído mucho y aprovechado no poco. Entre otros de sus libros, el consagrado a sus impresiones de viaje por Europa, me deleitó infinito. Aurelia Castillo de González es un astro que luce con luz propia en las letras antillanas, en las que, como escritora en prosa, la estimo en tanto como a Lola Rodríguez de Tió, la poetisa de siempre fresca y delicada inspiración.

Lola no es cubana, sino portorriqueña. La oleada revolucionaria la llevó en un tiempo a Venezuela, y vivió con su esposo, su espiritual hija Patria y su simpática sobrina Laura, por dos o tres años en Caracas. Desde entonces es apasionada de la República, como forma de gobierno, y en su lira hay siempre una nota para la libertad antillana. Gratas, inolvidables noches para mí, las que pasé en la tertulia de Lola, donde todo era amenidad y cultura. Allí conocí, entre otros literatos, a Fernán Sánchez y a Manuel Pichardo, director del Fígaro, el más discreto y artístico de los semanarios ilustrados que, en la América Latina, se publican. Es Pichardo un poeta muy galante y jovial.

Bonifacio Byrne no se encontraba, por entonces, en la Habana; pero me envió, con esquela de saludo, un tomo de poesías que acababa de dar a luz con el título de Excéntricas. Es Byrne un simbolista, que lee más a Richepin que a Víctor Hugo, y que canta Al diablo, A las brujas, A Luzbel, A los buitres y Al carro de los muertos en versos robustos y magistralmente construidos. Wen Gálvez, el entendido crítico del Fígaro, decía en la tertulia de Lola:

-Me resisto a creer que Byrne sea decadente y parnasiano de legítima cepa.

-¿Por qué?

-Porque se llama Bonifacio, y el nombre es demasiado clásico.

Mercedes Matamoros, poetisa sentimental, que tampoco se encontraba en la Habana, me envió su libro. No hay en sus versos la vigorosa entonación que caracteriza los de la Avellaneda, sino la femenil ternura que se desprende de los de Carolina Coronado, poetisa a la que cantó Espronceda y que aún viva, no recuerdo si en Extremadura o Portugal; pero que, desde hace muchos años, sólo escribe versos para sus nietecitos.

No conocí, y lo lamento, que la culpa fué mía, a Nieves Xenes, cuyos versos había leído siempre con placer en los periódicos. A mi amigo Santacilia le chocó, como a mí, el nombre de la poetisa, y en una carta, que apareció en la Prensa de Méjico, decía:

«¿Por qué se llama usted Nieves? Y no como quiera, sino en plural, como si adrede se hubiera querido exagerar la frialdad anómala de su nombre, para hacer resaltar el contraste con el fuego de su inspiración y la vehemencia de su temperamento. ¿Nieve en Cuba, y usted nieve? Hay en Méjico una montaña que se levanta hasta las nubes y que, en todas las estaciones del año, tiene cubierta de nieve su alterosa cumbre. ¿Y sabe usted lo que encubre esa eterna nieve? El cráter de un volcán. Sólo así comprendo que se llame usted Nieves. Usted, como el Popocatepelt, encubre bajo la nieve de su nombre el fuego de su corazón.»

Don Eugenio Sánchez Fuentes, poeta y abogado español, con más de veinte años de residencia en la Habana, correspondiente de la Academia de la lengua, me visitó sin encontrarme en el hotel, e igual mala suerte tuve al corresponderle su visita. Idéntica fatalidad me privó de conocer personalmente a Enrique Hernández Miyares, el hábil director de La Habana Elegante; a Manuel Sanguily, una de las plumas más ilustradas y fecundas, un gran patriota y uno de los caracteres más altivos de la Isla; a Valdivia, el literato de guante blanco que se esconde bajo el seudónimo de Conde Kostia; y a Federico Villoch, que con el título A la diabla ha coleccionado versos que hacen meditar y sonreír.

Estudiosamente he reservado para el fin hablar de tres eminencias en las letras y el periodismo: Ricardo Delmonte, Enrique José Varona y Rafael Montoro. A los tres tuve la satisfacción de tratar.

A poco de dar Céspedes, en Yara, el grito de independencia, gobierno y pueblo peruanos dieron palmaria prueba de su simpatía por tan noble causa, con el hecho de reconocer el primero la beligerancia de los cubanos, y el segundo con enviar a los patriotas de la Gran Antilla nada mezquino óbolo de dinero. El injustificable fusilamiento del poeta Juan Clemente Zenea arrancó indignado lamento a la juventud de mi país, y cúpome en suerte escribir, por entonces, un artículo que alguien pudo y supo popularizar. ¿Qué mucho, pues, que los literatos separatistas y autonomistas, a mi paso por la Habana, me tratasen con el afecto que se dispensa a los que, por la idea y el sentimiento, están ligados a la misma comunión? De la autonomía a la independencia no hay gran trecho de camino. Por algo se empieza. C'est le premier pas qui coute.

Hay en Cuba un partido, pequeño, es cierto, pero que hace activo trabajo de zapa: el anexionista. Antes de convenir los cubanos en que la estrella solitaria se confunda en la constelación de estrellas, deben preferir su manera de ser actual. Yugo por yugo, yo, cubano, al de España me atendría, que tal resignación no implica desesperar del mañana. El anexionismo mata la esperanza. Pueblo que aspira a la libertad, a tener vida propia, a dejar de vivir mendigando derechos, se hace simpático para los que disfrutamos de aquellos bienes; pero las simpatías se convertirían en desdicha si ese pueblo se lanzara a la lucha sólo por cambiar de dueño. Cuba es el punto donde convergen las miradas de todos los que creemos que la patria es un culto y la libertad un derecho.

Rafael Montoro, Enrique José Varona y Ricardo Delmonte, en los diarios que redactan, tienen toda la energía que inspira la fe en las convicciones y defienden con calor su bandera. La propaganda de ideas la ejercen con la austeridad ,de un sacerdocio, mejor dicho, de un apostolado. Montoro y Delmonte son autonomistas; Varona, filósofo, sociólogo, educacionista, es un espíritu sereno que irradia claridades de ideal. Antes de conocerlo personalmente me era conocida una frase suya, cuando, diputado por el Camagüey, dijo en las Cortes de Madrid, contestando a un ministro que creía no eran aún llegados los tiempos en que a la colonia se concediesen derechos autonómicos: «Pues entonces, España tendrá que llevar a rastras su colonia antillana, como el cautivo cuyo compañero de cadena ha muerto, y tiene que arrastrar de un lado a otro su cadáver hasta que el hacha rompa los lazos de hierro que los unen.» Desde ese día dejó Varona de figurar entre los autonomistas.

Delmonte es la perseverancia hecha hombre, el pensador en toda su madurez. Su estilo, decía Manuel de la Cruz, es mármol de Carrara labrado por el cincel de Praxiteles.

En cuanto a Rafael Montoro, su fama como orador es inmensa en la América latina. Amigos y enemigos me hablaron con entusiasta encomio de su elocuencia. Juzgándolo como orador, dice el galano escritor de los Cromitos: «Más que hombre de nuestra edad parece un antiguo visto a la luz indecisa de la historia, que es luminar de apoteosis. A su lado, Castelar parece un trovador napolitano parodiando un miserere; Martos, el acróbata japonés de la sintaxis, un romano de la decadencia que se produce en castellano con los circunloquios de la construcción latina; Cánovas, un godo moderno, iracundo y verboso, y con arranques de tribuno selvático; Moret, un torbellino de hojas secas y pétalos de rosa; Salmerón, la efigie de la metafísica, calva y marmórea, tronando entre nubarrones; Silvela, frío como un témpano y torturado por el método argucioso del orador forense.»

Montoro es, hoy por hoy, la personalidad más querida y respetada entre los autonomistas, y la única acaso que, con el fuego de su palabra, arrastraría las muchedumbres a la barricada o a la manigua. Hasta su figura, gallardamente varonil, le da un no sé qué de caudillo, y de caudillo prestigioso. Tal fué, por lo menos, la impresión que en mi espíritu produjo.

Alguien dijo (creo que Raimundo Cabrera, el autor de un precioso libro, Cuba y sus jueces, un separatista más que autonomista, de gran corazón y poderoso cerebro), y dijo bien, que Montoro es el verbo de una generación y de una idea, y que cuando en la polémica de Prensa o en la arena tribunicia hiere a su adversario, lo hiere con lanza de oro y como el rayo que mata iluminando. //



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