Madrid. 01-07-1999
Algunas
Reflexiones sobre el Resultado de los Comicios
del 13 de junio de 1999
por Lorenzo Peña
1.- Pautas y cautelas metodológicas para la busca de un
diagnóstico
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Izquierda Unida ha sufrido un duro
revés electoral en los comicios
locales, autonómicos y «europeos» del domingo 13 de junio de
1999. No por
esperada es menos dura la derrota.
Ni en este caso ni en ningún otro es
fácil sacar conclusiones de los
resultados electorales. Y es que el votante --en nuestro sistema
de
democracia representativa-- es dueño de votar (de entre los
candidatos
legalmente inscritos) a quien le dé la gana y por la razón que
le dé la
gana, sin dar ninguna explicación a nadie, sin motivar su voto,
sin otorgar
ningún mandato imperativo ni vincular a los candidatos electos
al
cumplimiento de promesa alguna.
Tampoco nos ayudan los sondeos (cuyo
valor es siempre discutible, cuya
imparcialidad y objetividad suelen ser muy dudosas, pero que,
así y todo,
constituyen, donde y cuando los hay, al menos indicios de qué
piensan los
electores). No nos ayudan porque no hay (que sepamos) sondeos
poselectorales que contribuyan a informarnos de qué razones han
impulsado
a los electores a votar como lo han hecho. Aunque los hubiera,
sería
siempre muy problemático que las preguntas hubieran barajado las
alternativas relevantes y que el muestreo de opinión hubiera
sido bien
hecho. Mas al menos habría algo de que partir.
A falta de eso, no tenemos otra base que
las apreciaciones inductivas
informales de cada uno, a ojo de buen cubero, para conjeturar
qué haya
empujado a los electores a votar como lo han hecho (en algunos
casos
decepcionando expectativas que luego se han revelado ilusorias;
en otros
casos dando una feliz sorpresa a los agraciados; y en los más
casos
confirmando por enésima vez, hasta el aburrimiento, lo que todo
el mundo
esperaba).
Suele ser muy sospechoso el diagnóstico
de quienes proclaman como
obvia una «lectura» de los resultados electorales que sirve a
sus
interesados propósitos. Cuando, en el seno de un partido o una
coalición,
existen tendencias diversas y más o menos enfrentadas (¿y en
cuál no las
hay?), a los líderes de cada tendencia les suele gustar
interpretar los
resultados de manera que, sin sorpresa ninguna, vengan a
confirmar las
tesis de la misma, de suerte que, si los resultados son buenos, y
donde lo
sean, será gracias a haberse seguido sus recomendaciones,
mientras que,
allí donde haya habido una disminución, será porque las mismas
no se habían
seguido, o no lo bastante.
Puesto que de antemano son sospechosos
tales pronunciamientos (que
tienen todos los visos de constituir sofismas manipulativos),
quienes
acudan a tales diagnósticos debieran por lo menos ofrecer alguna
argumentación que, por poco que sea, contribuya a despejar y
contrarrestar
la sospecha de mera utilización interesada y sin base objetiva.
Estamos asistiendo en Izquierda Unida
después del 13 de junio a una
de esas utilizaciones consabidas. Hay razones para pensar que
algo o mucho
que ver con la derrota electoral tienen los abogados de
posiciones
derechistas (encaramados ya --merecido fruto de su tenaz, aunque
larvada
y paciente, labor de trepa-- a la mayoría de los cargos de poder
en la
coalición).
Y sin embargo son, precisamente, ellos
quienes con mayor alharaca se
han erigido en oráculos habilitados para, con infalible
magisterio,
determinar ex cathedra la lectura autorizada de los comicios,
dictaminando
en consecuencia los remedios del caso, que --sin sorpresa
ninguna--
consisten en favorecer y reforzar todavía más sus posiciones y
en echar por
la borda lo poco que queda en la coalición de actitudes
anti-sistema.
Antes de abordar de manera más concreta
la cuestión de qué
diagnósticos se pueden emitir razonablemente sobre las
motivaciones de los
electores que el 13 de junio de 1999 no votaron a Izquierda Unida
(y de
quienes hubiera podido esperarse que sí lo hicieran), conviene
hacer cinco
aclaraciones previas.
Primera aclaración: al preconizar
alguien --como ahora se dice--
«cambiar el discurso» de una formación, puede hacerlo por
esperar que así
habrá mejores resultados electorales. Dado el electoralismo que,
lamentablemente, impregna toda nuestra vida política (y que poco
ha
contribuido a hacerla más decente o más ética), lo más
probable es que la
razón por la que venga preconizado el nuevo discurso sea
justamente ésa de
propiciar mejores resultados electorales. Ahora bien, ¡que nadie
se engañe!
Cada cambio de discurso acarrea lo siguiente: abre una
posibilidad (mera
posibilidad) de que electores que no hayan votado a la formación
lo hagan
en próximos comicios al sintonizar más con el nuevo discurso; y
también
abre la posibilidad de que electores que sí han votado a la
formación no
vuelvan a hacerlo en los siguientes comicios por estar en
desacuerdo con
tal nuevo discurso. No hay simetría entre ambas posibilidades.
Es menor la
primera (en general y a igualdad de las demás circunstancias).
Lo es
porque:
1º) Si un partido modifica su discurso,
muchos electores (adversos o
menos favorables) pueden, pensando que se trata de un simple
ardid
discursivo, no dejarse persuadir por el cambio; por el contrario,
los
electores que sí hayan votado al partido --quienes,
presumiblemente, son,
en principio, más atentos a su mensaje, tomándoselo más en
serio--, puesto
que ya han dado su aprobación electoral a un mensaje
determinado, es menos
seguro que vayan a cambiar ellos también pasando a dársela a
otro discurso
nuevo, que rompa con aquel que había encontrado su aceptación;
2º) Hay una inercia en los electores,
como la hay en todos nosotros,
en todo ser humano, inercia que nos hace regir a menudo nuestras
conductas
por unos presupuestos, que en alguna medida mantenemos
inalterados incluso
frente a la evidencia reciente, evidencia que tardamos tiempo en
asimilar;
pues bien, en virtud de esa inercia, que probablemente determina
la mayor
parte de nuestras conductas, muchos electores no se dejarán
impresionar por
el cambio y seguirán actuando como si no lo hubiera habido; pero
de nuevo
esa inercia juega asimétricamente, porque quienes hayan prestado
más
atención al mensaje previo de una formación política tienden a
escuchar su
discurso con mayor interés que los demás, y por lo tanto es
más probable
que acusen los cambios de orientación, pudiendo verse
decepcionados por la
nueva línea; por el contrario, quienes sean desafectos o menos
afectos a
la formación escucharán el nuevo mensaje con un oído más
distraído, y así
es más verosímil que en ellos actúe preponderantemente la ley
de la
inercia;
3º) Al introducirse un cambio de
discurso, cabe siempre una
posibilidad de confusión; si el discurso anterior era claramente
diferenciado respecto del de otras formaciones y el nuevo lo es
menos,
entonces la proximidad del nuevo discurso al de otras formaciones
no hace
particularmente probable que un elector (habitual o menos
habitual) de una
de esas otras formaciones modifique el sentido de su voto para
favorecer
a quienes hayan acudido a la táctica de alterar el discurso; ese
cambio
será probable en ciertos casos (en situaciones de desprestigio
escandaloso
de esas otras formaciones), pero lo natural es que, a igualdad, o
igualdad
aproximada, de discursos, siga votando a las otras formaciones;
al paso que
la confusión resultante puede descorazonar al elector que era
fiel a la
formación que ahora cambie de discurso.
Esta tercera consideración, sin
embargo, es susceptible de variación
a tenor justamente de los datos y las circunstancias del caso.
P.ej., puede
ser que el nuevo discurso sirva para diferenciar más
acusadamente a una
formación y darle así un perfil más propio, más determinado.
En tal caso,
naturalmente se desvanece ese peligro de confusión y, al revés,
surge otro
peligro (el de si, con su nuevo perfil más característico o
más deslindado,
la formación encontrará nuevos electores sin perder los que ya
tiene).
Una conclusión que se deriva de tales
consideraciones es que --a falta
de argumentos fundados en estudios sociológicos reales y
serios-- lo más
prudente, en general, es seguir con el mismo discurso y tratar de
conservar
lo que se haya logrado, que más vale pájaro en mano que ciento
volando.
Naturalmente, esa consideración no
puede prevalecer a toda costa,
porque llevaría al inmovilismo. La vida cambia. La gente cambia.
Cambia el
espíritu de los tiempos; cambia el estado de la opinión
pública; cambian
las sensibilidades. El mejor mensaje, el más certero, ha de ser
sensible,
en su expresión, a los cambios, adaptarse a ellos, para prender.
Mas la adaptación ha de ser hecha con
toda prudencia y con tino,
sopesando todos los factores. Las conclusiones precipitadas
suelen llevar
a pésimos frutos, cuya consecuencia práctica puede ser
catastrófica. Eso
es lo que les ha sucedido a quienes, habiendo caído en los
bandazos (p.ej.
el PC francés), caminan hacia la extinción.
La segunda aclaración que conviene
hacer es que las estrategias
electorales exitosas a corto plazo pueden ser negativas a largo
plazo.
Naturalmente eso no sucede siempre ni es lo más frecuente; pero
sucede. No
cabe duda de que en las primeras elecciones de la segunda
restauración
española la UCD aplicó una estrategia electoralmente exitosa
basada en un
mensaje equívoco y deliberadamente ambiguo vehiculado por un
amasijo
variopinto de elementos cuyo denominador común era el de
resignarse a todos
aquellos cambios de fachada que fueran menester --dentro de la
mayor
continuidad realistamente conservable del legado del régimen
franquista--.
Mas esa combinación artificial, prendida con alfileres, no
resistió la
prueba de las convulsiones y los desafíos; la UCD se desintegró
y fue
barrida del mapa político español, a pesar del gigantesco
clientelismo de
que pudo disfrutar casi monopolísticamente durante esos años.
No es nada
impensable que una estrategia electoral distinta, que le hubiera
dado un
perfil más definido, aunque hubiera ofrecido resultados menos
halagüeños
a corto plazo, podría haber ayudado a la UCD a sobrevivir a la
larga.
La tercera aclaración que se impone es
que los motivos del ser humano
son infinitamente complejos. Cada uno, a la hora de votar, vota o
no vota,
y, de votar, lo hace así o asá por unos motivos, que puede que
coincidan
(en parte al menos) con los de otros, puede que no. Las casillas
de las
encuestas (suponiendo incluso que hubiera para estos casos tales
encuestas)
ofrecen rupturas y opciones limitadas allí donde en la realidad
hay un
continuo y allí donde las claves pueden estar ausentes del
cuadro de
opciones ofrecido por el encuestador. Y es que habemos seres
humanos para
todos los gustos, y nuestras reacciones, nuestros
comportamientos,
desconciertan a menudo a quienes se atienen a clichés o a
estereotipos. De
nuevo eso significa que hace falta andarse siempre con pies de
plomo para
no dar precipitadamente pasos en falso que pueden ser fatales. La
regla de
prudencia aconseja siempre no tomar decisiones precipitadas, no
hacer
cambios en caliente, reflexionar y sopesar bien, calcular efectos
probables
de cualquier modificación pensando en una pluralidad de factores
verosímiles, de reacciones psicológicas razonablemente
anticipables, dentro
de lo relativamente imprevisibles que son las reacciones humanas.
La cuarta aclaración es que, si una
formación aparece ante un sector
de la opinión como abanderada de las posturas éticas, no puede
sensatamente
aspirar a seguir disfrutando de ese prestigio (prestigio que
tiene incluso
su pequeña renta electoral) y, a la vez, mostrar con los hechos
que lo que
determina su discurso es el cálculo de cómo ganar más
electores. Podrá
parecer paradójico, pero el hecho es que hay electores (pocos o
muchos) que
no votan a un partido más que si éste no anda cortejando a los
electores
con la música que mejor suene a sus oídos (igual que en el arte
de la
seducción a menudo fracasan aquellos a quienes se ve en la cara
que dicen
lo que dicen con el propósito de seducir).
La quinta aclaración es que, pase o no
pase así, sea o no
electoralmente rentable un discurso, quienes creen en la seriedad
de una
formación política esperan que ajuste su discurso, principal
(aunque no
únicamente) a la corrección del mismo, independientemente de
cuál vaya a
ser a corto, medio o largo plazo la reacción de los electores.
Eso no
significa que las consideraciones de conveniencia electoral hayan
de ser
enteramente irrelevantes, sino tan sólo que han de jugar un
papel
subordinado, buscándose en primer lugar que las propuestas sean
acertadas,
que los programas sean coherentes con las grandes ideas rectoras
de la
política de la formación, con el sentido mismo de la existencia
de tal
formación.
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2.- Lecciones provisionales y urgentes medidas prudenciales
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Tras ese largo preámbulo, ¿qué decir
en concreto de lo del 13 de junio
de 1999?
Aunque no disponemos de ningún sondeo
fiable, sí parece haber consenso
en que han derivado a la abstención muchos de los votos que en
pasadas
elecciones habían ido a Izquierda Unida y en ésta no.
(¿Muchos?. ¿Cuántos?
Lo cierto es que no lo sabe nadie.) La abstención ha sido
abultada en
algunos lugares y en casi todas partes ha ganado terreno.
Entonces, si
pensamos que Izquierda Unida ha perdido votos por su discurso, lo
verosímil
es que esos abstencionistas del 13 de junio no se han sentido en
absoluto
atraídos al discurso de ninguna otra formación, sino que
aspiraban
justamente a otro discurso, y que, al no hallarlo en Izquierda
Unida, han
decidido abstenerse. Desde luego hay en esta consideración una
elevada
dosis de especulación y, en el mejor de los casos, de conjetura.
Pero no
es una especulación puramente gratuita. En efecto. Pensemos en
quien se
abstiene el 13 de junio, y no se abstiene meramente por ser
apolítico, o
indiferente o mero desconocedor. Ese abstencionista más o menos
consciente
y deliberado se abstiene por una razón: porque no lo han
satisfecho las
propuestas de los partidos. Ahora bien, si las de Izquierda Unida
no lo han
satisfecho ¿es porque se parecían demasiado a las de otros
partidos o es
porque se parecían demasiado poco? Si fuera porque se parecían
demasiado
poco, o porque era excesiva la distancia entre Izquierda Unida y
algún otro
partido (concretamente el PSOE), lo verosímil es que se
inclinara más a
votar al PSOE, no a abstenerse.
(Claro que puede haber gente para todo,
y alguien que titubee entre
votar al PSOE y votar a Izquierda Unida puede abstenerse en la
duda, como
el famoso asno de Buridán, que pereció por no decidirse ni por
la comida
que tenía a su derecha ni por la que tenía a su izquierda; pero
conductas
así son atípicas y presumiblemente infrecuentes.)
Lo más probable es, por consiguiente,
que muchos de quienes se
abstuvieron lo hicieron porque el discurso de Izquierda Unida les
sonaba
demasiado similar al de las demás formaciones.
Además, si ha bajado el electorado de
Izquierda Unida respecto del de
precedentes consultas electorales, lo más probable es que (a
igualdad de
otras condiciones, que desde luego nunca se da, ni se da en este
caso) la
causa, o una causa, la constituyan los cambios que entre tanto
haya tenido
el discurso de Izquierda Unida. ¿Qué cambios ha tenido ese
discurso en años
recientes? Y, por lo tanto, ¿qué hallaron en consultas
precedentes muchos
electores en el discurso de Izquierda Unida que no han hallado
esta vez,
por lo cual se han sentido decepcionados y no han concurrido a
las urnas
para votar por IU?
Es ocioso darle vueltas al problema de
las causas de la derrota del
13 de junio y de los posibles remedios sin poner el dedo en esa
llaga.
Y la llaga o lacra es que en estos
últimos 2 ó 3 años Izquierda Unida
ha ido aguando una buena parte de su discurso. En pasadas
ocasiones había
proclamado enfáticamente, a bombo y platillo: que jamás
pactaría con nadie
sobre la base de siglas; que, en lugar del engañoso lema,
`¡Todos unidos
contra la derecha!', su consigna era `¡todos unidos contra la
política de
derechas!'; que nunca entraría en pactos de componenda de `aquí
te apoyo
yo para que allí me apoyes tú'; que lucharía hasta el fin por
denunciar y
extirpar la corrupción y que no apoyaría a los corruptos.
En ese período de mayor auge de
Izquierda Unida, esta formación estaba
significándose por el énfasis en el discurso republicano, así
como por una
oposición irreductible a la reconversión industrial y las
privatizaciones
del PSOE, al Pacto de Toledo (recorte de pensiones), al
abaratamiento del
despido (sucesivas reformas laborales de los gobiernos
oligárquicos de
turno), a la unión euro-monetaria de Maastricht, a la política
de guerra
imperialista (guerra contra Irak en 1991).
Hay que recordar que esa política
fugazmente más firme de Izquierda
Unida coincidió con el momento de mayor éxito electoral. ¿Mera
coincidencia? Tal vez, pero, en cualquier caso, el dato está
ahí,
constituyendo un indicio de que una política así (o quizá
todavía más
clara, firme y más de izquierda) es lo que quería el electorado
de
Izquierda Unida. Quienes aleguen que se trataba de mera
coincidencia nos
deben un argumento a favor de lo que alegan. En cualquier caso,
lo que
resulta a primera vista poco probable es que muchos electores
votaran a
Izquierda Unida en esos años a pesar de su discurso más firme y
claro (que
el de ahora) y se hayan abstenido de votar a Izquierda Unida el
13 de junio
de 1999 a pesar de que ahora el discurso es más tibio,
difuminado e
insulso. Lo probable es lo opuesto: que entonces votaron a IU por
tener ese
discurso de entonces más firme y claro, más de izquierdas, y
que ahora se
han abstenido de votar a IU por tener ésta un discurso más
flojo, más
diluido, más insípido, más apagado, menos alejado del de las
formaciones
políticas al servicio de la oligarquía.
Si todo ello es así, la conclusión que
se impone es que,
verosímilmente, Izquierda Unida perderá todavía más y
fomentará más la
abstención si sigue diluyendo su discurso, si da pasos
ulteriores en ese
proceso de borramiento de diferencias respecto de las fuerzas del
sistema.
Lo probable es que ello no atraiga sino a unos pocos (porque en
general los
pro-sistema ya tienen a quién votar y están acostumbrados a
hacerlo) y en
cambio descontente a más de entre los que tenían depositadas
esperanzas en
Izquierda Unida; esperanzas que se han ido apagando a medida que
Izquierda
Unida ha ido descafeinando su mensaje a los electores.
A cuanto precede hay que añadir una
consideración especial con
relación al tipo de campaña electoral. Izquierda Unida ha
incurrido en el
mismo vicio de la campaña fotogénica que ha puesto de moda la
oligarquía
dominante, representada por el PP, el PSOE etc. Siempre nos
habíamos reído
de las campañas electorales norteamericanas en las que lo que
contaba era
la foto, la cara del candidato. Lamentablemente, Izquierda Unida
ha
aceptado hacer como los demás y llenar de retratos el espacio de
propaganda
electoral. En vez de un retrato facial hubiera podido desplegarse
un cartel
con un motivo de lucha y de protesta. Naturalmente allí donde el
argumento
decisivo es la cara del nº 1 de la lista respectiva (aparte de
lo aberrante
de que Izquierda Unida se sume a esa visión personalista de la
vida
política), hay que concluir que: o bien los electores otorgan
importancia
a ese factor fotogénico (y que los candidatos han sido buenos o
malos según
lo persuasivo que haya sido tal «argumento», o sea lo
electoralmente
rentable de esa exhibición facial); o bien les ha resbalado. Si
lo último,
se ha desperdiciado una ocasión de vehicular un mensaje, porque
lo que se
ha estampado en la retina del viandante ha sido una cara. Si nos
tomáramos
en serio lo de que ha tenido su efecto, habrá que tomar nota
para
seleccionar en función de la claque (y, para otra ocasión,
tomar ese factor
como criterio principal de selección).
En cualquier caso, y con mayor seriedad,
en campañas tan
personalizadas (de lo cual Izquierda Unida habría de huir en el
futuro,
porque la deshonra y no dice nada bueno de ella el prestarse a
esos
concursos fotográficos), habrá que otorgar un peso importante
al factor de
persuasión personal del respectivo número 1 de cada lista.
Dondequiera que
la lista de IU haya salido mal parada, el número 1 debería
dimitir; no
porque sea, sólo por eso, una persona inadecuada, mas sí
porque, como
cabeza de lista, no ha logrado transmitir un mensaje persuasivo.
Si creemos
que la personalidad del cabeza de lista es indiferente, o muy
poco
importante, entonces es inadmisible que se enfatice esa figura
como se
hace, incluso en la propaganda electoral de IU; si, por el
contrario,
creemos que tiene importancia para el resultado cuál sea la
personalidad
del número 1, entonces éste ha de asumir en cada caso su
responsabilidad,
sin merma de que también, y por otras razones, en el futuro se
abandone ese
culto al número 1 (y, por consiguiente, no haya entre el número
1 y el
número 2 más distancia ni diferencia relevante que entre el
número 2 y el
número 3).
Otro factor que habría que considerar,
en concreto, es el mal
resultado en las elecciones europeas, donde el cabeza de lista
--además de
representar a un partido que, si compareciera solo ante los
electores, no
podría seguramente alcanzar presencia institucional ni siquiera
mínima--
exhibió públicamente, en vísperas de la jornada electoral,
ante todos los
telespectadores españoles su pseudo-neutralismo pro-NATO (con
una tajante
declaración de que ni por asomo ponía a Solana en el mismo
plano que a
Milosevic: con relación a éste último --añadió-- rechazo
total). Si muchos
electores habituales de IU no han votado a una candidatura euro-
parlamentaria encabezada por una persona así, ¿no habrá de
sacar ésta la
conclusión de que ha sido ella la rechazada por los electores
(ella y su
mensaje)?
Así pues, podría Izquierda Unida ir
adoptando cinco medidas
prudenciales.
En primer lugar, dimisiones de los
cabezas de lista que hayan obtenido
resultados adversos.
En segundo lugar, volver al discurso de
hace 2, 3 ó 4 años, un
discurso más firme y claro, más resueltamente distanciado del
de las
fuerzas oligárquicas.
En tercer lugar, reiterar ante el
electorado el compromiso de no
concertar pactos de toma y daca, y de no atender a siglas sino
sólo a
programas, decidiendo siempre las bases (no en una consulta por
la forma,
con la boca chica, sino de verdad, asambleariamente, con
auténtica
democracia participativa y decisoria).
En cuarto lugar plantearse en serio la
tarea de poner coto al taifado
que se ha ido instalando subrepticiamente, un tanto en
consonancia con lo
que está sucediendo en general en toda la vida política del
país --donde
las autonomías se están a menudo convirtiendo en satrapías. La
formación
de esos reinos de taifas en IU produce una cacofónica disonancia
que deja
perplejos a no pocos electores. La dirección federal debe
imponer su
autoridad democrática; si no se siente con ánimos o con
títulos de
legitimidad suficientes para ello, ¡que convoque al efecto una
asamblea
extraordinaria, pero con el claro propósito de instaurar una
dirección
federal de veras! (Y, desde luego, ¡no se vaya a empeorar la
cosa, entre
tanto, acrecentando aún más ese tendencia a los reinos de
taifas y
transformando a la dirección federal en un senado confederal de
representación territorial!)
Y en quinto lugar, puestos a empezar a
darle vueltas a la idea de un
replanteamiento del discurso, hacerlo en frío, ponderando bien
todos los
factores y, desde luego, democráticamente, en una asamblea
extraordinaria
de la coalición; recordando oportunamente la libertad de cada
partido,
individuo, colectivo o tendencia de Izquierda Unida a separarse
de la
coalición si, al cambiarse el «discurso», se siente
insatisfecho y añora
el discurso anterior.
Y es que habría fraude en haber captado
adhesiones con un discurso y
luego meter de rondón una nueva política diferente. Si se
cambia, hay que
decirlo a las claras, con toda publicidad y claridad. No con
ambigüedad,
a la chita callando, entre gallos y medianoche, de suerte que no
sepa uno
a qué atenerse. Al pan, pan; y al vino, vino.
____________________
Copyright (C) 1999 Lorenzo Peña
Permitida la reproducción total o
parcial, incluso sin citar la fuente,
con tal de que se haga
con el ánimo de reforzar las corrientes de
izquierda dentro de Izquierda Unida de España
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ESPAñA ROJA. <http://www.eroj.org>
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