Yucatán, es por su arqueología una de las regiones más importantes de América; para algunos concedores, la más importantes a ese respecto.
Más ese su pasado grandioso, cuyos múltiples vestigios materiales llena de pasmo al visitante, no solo se manifiesta en aquellas formas muertas: se traduce también en el alma del maya actual, cuyas virtudes son otra prueba elocuente de la grandiosa cultura que levantó Uxmal, Tulum, Labná y Sayil. La casa de paja del maya yucateco de hoy es, como se ha reconocido a menudo, toda una reconfortable vivienda, en la que la dignidad de la existencia material corre pareja con la de la vida interior; no es ni lejos, la barraca mísera o la choza rudimentaria y destartalada de otros grupos aborígenes de América.
Y si del pretérito arqueológico y de la raza aborigen, pasamos al mestizo (o blanco-mestizo), es decir, al yucateco miembro de la comunidad cultural de tipo occidental, hallamos nuevas particularidades dignas de observarse. Efectivamente, sobre un suelo económicamente paupérrimo (la tierra solo alcanza sólo unos cuantos centímetros y la hidrografía se caracteriza por la ausencia de corrientes superficiales) el blanco-mestizo descubrió y explotó, sin ayuda de técnicas ni de capital extranjeros.
Una planta salvadora, el henequén, cuya savia acre y cuya rigidez, parecen haberse infiltrado un tanto en el alma del yucateco, terco, batallador, y un poco mordaz. Y con esa planta apoyado en el indio, ha hecho la riqueza económica de Yucatán riqueza que ha conocido momentos de relativo esplendor; y ha abierto carreteras y cubierto la llanura peninsular con las paralelas de las vías fírreas, aun más allá de las fronteras del Estado, como tendiendo una mano sincera al resto de la Nación, mano que ésta aún no logra estrechar.
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