HISTORIA DE HONDURAS
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El Conflicto con la Iglesia
En esta ruptura de la convivencia tuvo mucho que ver el conflicto entre la Iglesia y el Estado, algo que quedó patente en Honduras. Liberales como el primer Jefe del Estado de Honduras, Dionisio de Herrera, buscaban establecer un nuevo régimen, según cánones modernos. Esto implicaba que debía ser un Estado laico y no confesional. Opinión distinta era la del Vicario de la fe Católica en Honduras, don Nicolás Irías, para quien la Iglesia tenía que seguir gozando de todos sus antiguos fueros y privilegios.
Hay que hacer notar que tanto la Constitución Federal como la Constitución del Estado de Honduras, aprobada en 1825, excluían la libertad de cultos y proclamaban que el Catolicismo era la religión única y exclusiva del país. Pero otras disposiciones provocaron el rechazo del Vicario y, sobre todo, las tertulias patrióticas, que eran una forma de educación popular impulsada por el gobierno de Herrera y en las que se explicaban a los asistentes los principios constitucionales, las ideas del liberalismo y de la filosofía ilustrada. El Vicario las consideró propaganda propia de herejes y excomulgó al Jefe Herrera. Herrera puso al Vicario fuera de la ley.
Con la victoria de Morazán también el Vicario Irías tomó el camino del exilio. Otro sacerdote, pero este de convicciones y ejecutorias muy liberales, el Presbítero Francisco Antonio Márquez, como Presidente del Congreso del Estado de Honduras fue el encargado de introducir la legislación que refomaba las relaciones con la Iglesia. Se suprimió el diezmo, impuesto que obligatoriamente todo mundo debía pagar a la Iglesia; se afectó los fondos de las cofradías religiosas para destinarlos a la educación; fueron expropiados y pasaron a poder del Estado los bienes inmuebles de las órdenes religiosas; se aprobó la validez del matrimonio civil.
Marquez acometió aún dos pasos muy audaces: impuso que los hijos que, frecuentemente y a pesar de sus votos de castidad tenían los sacerdotes, fueran considerados como hijos legítimos, y promovió una moción para que el sacerdote que lo quisiera pudiera contraer matrimonio civil, según las leyes del Estado de Honduras. Los párrocos de la iglesia de San Miguel de Tegucigalpa y de la Inmaculada de Comayaguela se acogieron a esta ley y se casaron. Pero la feligresía indignada se tomó los templos, decidida a no dejar entrar en ellos a aquellos curas réprobos.
Los racionalistas ilustrados y liberales no midieron bien el arraigo que tenía la religiosidad católica en las conciencias. Ni la acción social que muchas entidades ligadas a la Iglesia llevaban a cabo, como era el caso de las cofradías, que funcionaban como instancias de auxilio mutuo para muy diversas necesidades de la población.
Altos dignatarios como Casaus y Torres o Irías
tampoco quisieron comprender la racionalidad del moderno Estado que se intentaba implantar y se aferraban al antiguo régimen. En el conflicto, la institucionalidad salió perdiendo, porque el pueblo en general no entendió las reformas y los propios reformadores tuvieron que echar marcha atrás.
Las relaciones diplomáticas
Escasa fortuna tuvo la joven república federal en sus relaciones diplomáticas. Incluso con sus vecinas, como México, porque se creía en Guatemala que se había anexado Chiapas de la misma forma ilegal como se había producido la anexión centroamericana; con Colombia, porque la administración española les había asignado a los de Bogotá el archipiélago de San Andrés, enfrente de las costas nicaragüenses.
Perfil de la Iglesia de Reitoca
Cierto que la República Federal firmó tratados de paz y de comercio con Francia, Holanda y los Estados Unidos, pero el reconocimiento de estos importantes países juntos no equivalía, en peso diplomático, al que se esperaba de Inglaterra.
Inglaterra había sido la aliada natural de los patriotas en su lucha contra España. A Bolívar le suministró dinero, armas y soldados. A Centroamérica, una vez independiente, le concedió un préstamo destinado a defensa, educación y, especialmente, a iniciar el proyecto de construcción de un canal interoceánico por Nicaragua.
Los centroamericanos buscaron el pronto reconocimiento de Inglaterra pero las noticias que remitía el embajador Marcial Zebadúa comenzaron a ser inquietantes. El gobierno de su Majestad Británica daba largas al asunto. Su enviado en el istmo, el Cónsul Frederick Chatfield, no tardó en poner las cartas sobre la mesa:
Inglaterra quería seguridades para mantener su posesión, sin cuestionamientos, sobre la Mosquitia, las Islas de la Bahía y Belice. Los centroamericanos se negaron a pagar ese precio.
Chatfield se convirtió en el campeón de la causa británica ante la Federación. Se propuso proteger a los beliceños. Estos habían solicitado que Centroamérica les ampliara el área para cortar madera y ante las negativas recibidas le tocaba al Consul volver a la carga. Desde que en Centroamérica se abolió la esclavitud, en 1824, numerosos esclavos se fugaban de Belice en búsqueda de libertad y Chatfield exigía que fueran devueltos a sus propietarios. Comerciantes ingleses y de otras nacionalidades solicitaban el amparo del agresivo consul para presentar sus reclamos al gobierno federal, por pérdidas sufridas en las guerras civiles.
El préstamo inglés había sido prorrateado entre los Estados de la Federación, de acuerdo con el número de habitantes de cada uno. Chatfield comenzó a demandar las cuotas. Se acercó a los gobiernos estatales proponiéndoles que iniciaran los pagos y que a cambio Inglaterra les concedería ventajas comerciales. La celebración de este tipo de tratados con otras naciones era prerrogativa constitucional del gobierno federal.
Chatfield, claramente, invitaba a los miembros de la Federación para que actuaran por propia cuenta y desconocieran al gobierno común. Al comenzar el segundo mandato de Morazán como Presidente de la Federación, Chatfield ya se había determinado como opositor de la unión federal e instaba al gobierno inglés a que, para proteger sus intereses económicos y territoriales en Centro América, procurara el fracaso de la Federación.
El concepto "revolución" tenía entonces una connotación negativa. Era la desaforada revuelta de las masas, de la canalla de París, de los esclavos haitianos. En Centroamérica la representó Rafael Carrera: muy joven de edad, este mestizo aindiado y analfabeto levantó un imponente ejército de campesinos. Curas bastante fanáticos eran sus asesores. La sociedad criolla tembló.
Testimonios recogidos por el embajador-viajero John L. Stephens describen la presencia de Carrera en ciudad Guatemala. Nunca antes había sucedido, nunca volvería a suceder; la capital de los criollos en manos de los indios. Con el machete en el regazo, se sentaban en las aceras con las piernas recogidas; cuando se aproximaban los señoritos y señoritas citadinos extendían las piernas y enseñaban el machete. A la gente de pro no le quedaba de otra que caminar por el fango de la calle y estropear sus vestimentas. Quienes no respondían a su santo y seña por las noches eran ultimados.
El ejército popular de Carrera entró en Guatemala en 1838. Hacían sonar, en son de triunfo, sus cachos de toro, por lo que se les apodó cachurecos. Enarbolaban banderas rojo y negras, que en Europa era el color de la anarquía. Sus cartelones, que resumían su filosofía política y las causas de su alzamiento, clamaban "!Viva la Religión! !Muerte a los Extranjeros!"
© La Prensa Honduras, C.A.
1999 Derechos Reservados
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