Sarita y Pepe
Desde mi primer día de trabajo Sarita me habló de
tú. Fue la única secretaria que lo hizo,
lo cual le agradecí mucho porque proporcionó una atmósfera agradable en el trabajo. Yo no estaba acostumbrado a ser el jefe de
nadie y me dio gusto que mi primer subordinada, por llamarla de algún modo,
fuera Sarita. De cualquier forma, al
principio me costó trabajo.
-
Eduardo, ¿quieres un café?
-
Ah, buena idea -dije mientras me ponía de pie.
-
Siéntate, yo te lo traigo -sonrió Sarita amablemente-, ¿cómo lo tomas?
-
Negro. Gracias Sarita.
Era una bendición tenerla justo afuera de mi
oficina. Me recordaba sobre la junta de
las once, la llamada que debía devolverle al Licenciado Guerrero, la hora para
tomarme mi medicina para la tos. Además
conocía a todos, no exagero, a todos los empleados de Digi-Tech de Occidente. En
cuestión de dos semanas ya estaba yo saludando a medio mundo en los pasillos.
Los martes y jueves se volvieron de inmediato
tradicionales para comer juntos en la cafetería de la empresa. Platicábamos de tantas cosas. En una ocasión, por ejemplo, Sarita me contó
que tenía un hermano que había nacido exactamente dos años y tres días después
que ella. Eran muy unidos, desde niños
lo habían sido. Un día, cuando Sarita
iba en primero de secundaria, fue atacada por una angustia tremenda, como si
alguien le aplastara el pecho. Presintió
que algo le estaba sucediendo a su hermano.
En efecto, al llegar a la casa descubrió que su hermano se había peleado
con un compañero y había recibido dos golpes en la cara. Esa tarde, mientras Sarita se cepillaba los
dientes descubrió unos moretones ligeros en sus mejillas y unas heridas
pequeñitas en sus nudillos. A partir de
ese momento, supo que había un lazo especial entre ella y su hermano. Sin embargo, por lo que me cuenta, la
conexión era sólo en un sentido porque el hermano nunca sentía nada cuando
Sarita estaba padeciendo algún dolor.
Esa vez quise preguntarle si tenía alguna idea de qué le iba a pasar a
ella cuando su hermano se fuera de luna de miel, pero no me atreví.
Ser nuevo en la ciudad y vivir en un departamento
medio vacío hizo de esas charlas a la hora de la comida mis momentos más preciados
de la semana. Los temas nunca fueron muy
profundos, pero charlar con Sarita era tan ameno que muchas veces se me
enfriaba la comida y daban las cuatro de la tarde sin darme cuenta. Le conté a Sarita sobre mi pasión por la
música clásica y sobre cómo de adolescente jugué con la idea de convertirme en
médico en vez de ingeniero. Ella por su
parte me confesó que siempre había querido estudiar psicología o contabilidad
pero que antes de terminar la secundaria su papá falleció y las circunstancias
familiares y personales cambiaron.
Platicábamos de muchas cosas pero curiosamente nunca se tocó el tema del
amor, aunque yo había escuchado en una ocasión en el baño de hombres que Sarita
tenía un novio con el que llevaba ya tres años.
También la veía hablar por teléfono como en secretito todos los días a
las doce.
Un día me dijo:
-
Deberías conocer a Pepe. Es un
niño muy simpático que está haciendo sus prácticas profesionales en la oficina
de recursos humanos. Es un fanático de
la música clásica como tú.
El jueves siguiente Pepe comió con nosotros. Se trataba de un chavo recién egresado de
psicología, tres años menor que Sarita y nueve menor que yo. Moreno, educado y muy serio. Parecía inteligente y bastante maduro para su
edad.
-
¿Sabe qué ingeniero?
-
Por favor, Pepe, dime Eduardo.
-
Discúlpeme. Discúlpame, me
cuesta mucho trabajo. Tengo un disco de
Itzhak Perlman que me trajo un primo que fue a Alemania. Son puras sonatas de Bach. Está buenísimo y no se puede conseguir aquí
en México. Se lo… te lo voy a grabar.
-
Muchas gracias, Pepe.
En realidad yo había visto ese disco en un Mixup,
pero estaba tan caro y Pepe estaba tan entusiasmado de conocer otro fanático de
Perlman que acepté su acto de piratería.
Dos semanas más tarde, invité a Pepe y Sarita a escuchar el Réquiem de
Mozart en la catedral. Fuimos a cenar
después a un lugarcito pseudo-italiano que sugirió Sarita. La plática fue muy agradable. Aunque Sarita no seguía muy de cerca el mundo
de la música clásica estaba muy interesada y de vez en cuando nos hacía
preguntas muy inteligentes.
Dejé a Pepe en su departamento y seguí en el coche
rumbo a casa de Sarita. Ella apagó el
estéreo y empezó a hablar. Descubrí que
una semana atrás había sido su cumpleaños.
Me sentí el ser más malagradecido del mundo. Por supuesto que no me di cuenta de que había
pasado su cumpleaños porque era ella misma quien se encargaba de anunciarme las
fechas importantes. Estaba por iniciar
una disculpa de siete cuadras cuando comprendí que eso no era lo que afligía a
mi secretaria. Su novio (finalmente me
hablaba de su novio) le llamó por teléfono ese día tan especial, durante sólo
tres minutos y le dijo que tenía mucho trabajo y que celebrarían en otra
ocasión. El festejo no sucedía aún. Sin embargo ese día recibió un arreglo floral
muy bonito y una tarjeta muy especial, de Snoopy, por parte de Pepe. Eso había terminado de destruirla. Cómo era posible que su novio de tantos años
no pusiera atención en esa fecha tan importante y en cambio sí un joven
pretendiente al que nunca le había ella hecho caso. ¿Crees que le gustas a Pepe? No creía, estaba segura. Lo notaba en detallitos tan sencillos como
que cada vez que Sarita salía al banco, Pepe tenía que ir también, o que cuando
ambos estaban esperando el camión Pepe no se iba hasta que pasara el camión de
Sarita. Además, Rosendo González de
recursos humanos se lo había dicho.
Llegamos a casa de Sarita, apagué el coche y comenzó
a quejarse amargamente de su novio. Una
hora y media más tarde se había acabado los kleenex de la guantera y estaba yo
a punto de pasarle la jerguita del coche cuando detuvo el llanto y me preguntó
por qué no tenía yo novia. Suspiré unos
segundos y comencé a narrarle la historia tan triste de mi última relación, que
no tiene caso narrar aquí porque esta es la historia de Sarita y Pepe y no la
de mi relación pasada. Lo único
importante es que le expliqué cómo hice hasta lo imposible por no dejar morir
esa relación, le conté cómo renuncié a mi trabajo anterior a petición de mi
entonces prometida, cómo contraté a un grupo de mariachis para llevarle
serenata en su cumpleaños y ella no estaba en su casa y, finalmente, cómo me
abandonó por un gringo calvo y chaparro de nombre Brian Richards. Sarita me miraba con la misma ternura con que
uno observa a los venaditos recién nacidos.
Con su dedo índice recorrió mi cara y me besó. No supe qué hacer ni qué decir. Acepté el beso con sorpresa y agrado. Nos besamos como veinte minutos, creo. Después se bajó del coche y se metió a su
casa. Temblando prendí el coche y
arranqué. Lo que más me afectaba no era
Sarita, ni el novio (¿o ex novio?), sino el pobre Pepe, tan inocente, echándole
tantas ganas a conquistar a Sarita para que ella se fijara en alguien que
ignoraba cuándo era su cumpleaños.
Al día siguiente Sarita y yo nos saludamos como si
nada hubiera pasado. Secretaria y jefe
en un día rutinario. Antes de comer
descubrí a Pepe platicando con Sarita quien sostenía una caja con chocolates y
decía que no con la cabeza. El joven
pasante entró después a mi oficina, se sentó y me dijo que quería platicar
conmigo. Imaginé que iba a contarme cómo
él estaba enamorado de ella y entonces le dije que estaba muy ocupado, que
sería en otra ocasión. Tres días después
llegó con tres boletos para un recital de guitarra. Sospeché que me invitaba a mí para que Sarita
aceptara ir.
El recital fue horrible: un muchacho greñudo
golpeando su instrumento en un auditorio con pésima acústica. Pepe propuso ir a cenar después pero Sarita
se negó, dijo que estaba muy cansada.
Dejé al muchacho en su departamento y cuando quedábamos sólo Sarita y yo
en el coche, sacó de su bolsa un regalito para mí (un disco de las cuatro
estaciones de Vivaldi) y me pidió que fuéramos a un lugar tranquilo para
platicar.
Entramos en mi departamento, Sarita usó el baño, al
terminar ella entré yo. Cuando salí
descubrí que había puesto un disco de Frank Sinatra (seguramente lo traía en su
bolsa también) y encendido unas velas que yo tenía más para emergencias que
como adornos o instrumentos de seducción.
Se acercó a mí y me besó. Tenía
meses sin tener contacto con una mujer y por eso me resultaba muy difícil
decirle a Sarita que debíamos detenernos.
Sin embargo, me imaginaba lo incómoda que podía volverse la situación en
la oficina si algo salía mal. Le
expliqué mi preocupación por el trabajo, por su novio y por Pepe. A fin de cuentas, Sarita, eres mi
secretaria. Me miró en silencio durante
unos segundos, después dijo muy seriamente: Sólo hay una manera para que dejes
de verme como tu secretaria. Acto
seguido, se hincó, me bajó los pantalones y empezó a hacerme eso que los
hombres siempre queremos que las mujeres nos hagan pero que cuando finalmente
lo hacen nos da asco besarlas de nuevo en la boca. Pepe, el novio y el trabajo dejaron de
importarme.
Dos semanas más tarde me encontré a Pepe cerca del
baño de hombres. Estaba muy triste. Me acerqué y le pregunté si quería
platicar. Fuimos a la cafetería y me
contó que Sarita acababa de informarle que el fin de semana pasado su novio le
había pedido matrimonio y ella había aceptado.
Le dije a Pepe que dudaba que eso fuera cierto. No le expliqué que basaba mi afirmación en el
hecho de que mi secretaria se había acostado conmigo el domingo. A la hora de la salida Sarita apareció en mi
oficina y me dijo que necesitábamos hablar.
Tenía un anillo nuevo en el dedo.
Sarita abandonó el trabajo tres meses después para
irse a vivir con su esposo a La Piedad, Michoacán. Fui invitado a la boda y llegué sin
pareja. En la fiesta descubrí a Pepe, ya
medio borracho, sentado cerca del baño de damas. Me acerqué a saludarlo. El muchacho me abrazó y se soltó llorando.
-
¿Cómo ves Eduardo, que se nos casa Sarita?
-
Así es Pepe, así es.
-
Y la verdad, es que yo me siento muy mal.
-
Es natural, Pepe.
-
Lo que pasa es que... me da mucha pena contigo.
-
Pena... ¿pena de qué?
-
Vamos a hablar de hombre a hombre, Eduardo. ¿Estás de acuerdo?
-
Por supuesto.
-
Bueno. Pues yo sé que tú estabas
enamorado de Sarita. Ella me lo comentó,
me platicó de las flores que le enviaste en su cumpleaños y yo mismo vi unos
chocolates en su escritorio.
-
¿Te dijo eso?
-
Me explicó que, las veces que me dejaron en el depa, le declaraste tu
amor y no te hizo caso, que sólo te quería como amigo.
-
¿Eso te contó Sarita?
-
Pero lo que más me avergüenza es que tú siempre me has considerado un
amigo y que... pues bueno... que mientras tú suspirabas tan platónicamente por
Sarita, yo me estaba acostando con ella.
Uno de los músicos tomó el micrófono y habló. Había llegado el momento de levantar nuestras
copas y brindar por la felicidad de Sarita.