Te ofrezco mi lucha
1.
Lloraba con tanta elegancia. Jamás había visto yo un lamento tan sutil y
genuino. Las lágrimas, con una especie
de ritmo y orden, bajaban hasta su nariz y se mezclaban con los mocos. Invariablemente un kleenex húmedo y arrugado
impedía el paso a la boca, que aunque estaba un poquito abierta, no permitía
adivinar cómo eran la lengua y los dientes.
¿Habrán sido grandes amigos? ¿Novios acaso? Si era su pariente debería ser una prima
lejana, porque yo conocía muy bien a todos los Rodríguez y a todos los
Ayala. No aguanté la curiosidad y cuando
ella se levantó del sillón para dirigirse a la terraza decidí que era momento
de tomar aire fresco.
-
¿De dónde
conocías a Paco? – le pregunté con mucho cuidado y respeto justo cuando sacaba
de su bolsa un pañuelo desechable nuevo.
Eran vecinos, me dijo. Me sorprendí porque durante la preparatoria
yo pasaba como tres o cuatro tardes de la semana en casa de Paco. ¿Cómo era posible que en tanto tiempo de convivir
con él jamás me había dicho que tenía una vecina de nuestra edad y además
bonita? Pocas mujeres he conocido con la
soltura y elegancia con que se veía Lucero aquella noche, vestida toda de negro
y con los ojos hinchados. Las uñas de
sus manos eran cortas y sin pintar, como me gustan. Su rostro carecía de maquillaje. La sentía tan natural, tan transparente.
Después de permanecer en silencio tres minutos
decidí hacer el que hasta la fecha ha sido el acto más arriesgado y
controversial de mi vida: ligarme a una chava en el funeral de uno de mis
mejores amigos.
Le expliqué mi visión de la muerte que por
supuesto está profundamente correlacionada con mi percepción de lo divino, que
en realidad consiste en una idea bastante simple: Dios no existe. Lo que ella me contestó fue increíble. En lugar de tratar de convencerme de que
había un Dios y que más me valía acercarme a él para no terminar ardiendo en el
infierno, me aseguró que ella sabía por lo que yo pasaba. Le revelé que me sentía muy solo y que la
muerte de Paco reforzaba mi falta de fe.
Entonces empecé a llorar, no tan elegantemente como lo había hecho ella
hacía un rato pero sí con la misma honestidad.
Me vio gemir un minuto y después se abrazó a mí y también se soltó
llorando, esta vez derramando el líquido en mi oído, mi cuello y mi
hombro. Nos quedamos juntos diez minutos
y después le pregunté si podíamos desayunar juntos el domingo.
2.
Llegué cinco minutos
antes a la cita y pedí un café. Estaba
leyendo el periódico cuando sentí una palmada en el hombro.
-
Hola
Eugenio, ¿cómo estás?
La mujer refinada vestida de negro había
desaparecido. En cambio, tenía ante mis
ojos a una hippie con una pañoleta en la cabeza, montones de collares en el
cuello, una blusita de manta, una falda extraña y un par de sandalias
gastadas. Apenas bajo ese disfraz se
descubría a la joven del funeral. Me
levanté para saludarla. La besé en un
cachete, me abrazó y después me sobó tres veces la espalda. Esta última acción me hizo pensar en dos
posibilidades: realmente me estimaba, o bien, alguno de sus padres era
psicólogo y le había explicado desde niña la importancia de los abrazos.
Cuando llegó el mesero ella preguntó si el café
y los huevos eran orgánicos. ¿Qué
pensaba? ¿Que había granjas con gallinas
robots? El muchacho estaba más perplejo
que yo y tuvo que ir a preguntarle a su jefe.
Cuando regresó nos aseguró que hasta los cubiertos eran orgánicos. La aspirante a guerrillera me explicó lo
importante que es que las gallinas estén en un ambiente de paz y armonía a la
hora de poner sus huevos. Yo pensaba
“¡qué importa si les ponen música clásica o no, si a fin de cuentas el producto
les sale del culo!”
Aunque su vestimenta no era la misma su plática
era igual de interesante a la conversación que sostuvimos en el velorio. Descubrí que era una de las vecinas de Paco a
las que secretamente él y yo llamábamos “las tetoncitas” en una época y “los
abortos del Ché” en otra. Me contó de su
tesis de maestría que suponía era esencial para el destino de la humanidad ya
que demostraba que sin el apoyo de organismos europeos (“la red”, decía) los
zapatistas no hubieran logrado esa proyección y trascendencia
internacional. Admito que nunca entendí
si esto era bueno o malo para los zapatistas, pero, dado el atuendo de mi
acompañante, supongo que su investigación era una especie de oda a los
encapuchados. Luego yo le platiqué, con
mucha dificultad, de mis estudios de doctorado que no le interesaron.
En un momento en que fue al baño me puse a
pensar en los pros y contras de salir con una mujer como Lucero. Pros: inteligente, bonita, estudiosa,
independiente, se reía de mis chistes y muy probablemente era desinhibida en la
cama. Nuestra vida podría estar llena de
momentos eróticos, cómicos e intelectuales.
Me imaginaba las largas charlas post-coito sobre Dios y la muerte, los
cachondeos mientras hacíamos fila para ver alguna cinta del ciclo de cine
francés. Sin embargo, también tenían su
peso los contras: los espectáculos penosos en los restaurantes exigiendo entrar
a la cocina para ver si al menos uno de los empleados era indígena, las marchas
por el orgullo gay-lésbico, las manifestaciones frente al consulado
norteamericano. Cuando regresó del baño
lo primero que hizo fue invitarme a salir otra vez. Un nuevo pro, pensé: toma la iniciativa. Para cerrar con broche de oro, insistió en
que dividiéramos la cuenta en dos.
3.
Un día quedamos de vernos afuera de un McDonald’s a las seis. Como es mi costumbre, llegué temprano y alcancé a ver cómo unos vándalos destrozaban la cabeza de Ronnie McDonald y pintarrajeaban la publicidad del happy meal. Sé que fui muy inocente al no imaginar que mi nueva amiga era parte de esto. Pero en fin, no se me ocurrió hasta que vi que alguien de ese grupo me saludaba. Conocí brevemente a un greñudo llamado el Chaquetas y a otro cuate con diecisiete perforaciones en su rostro a quien le decían el Toluco. Lucero los despidió de beso, abrazo y tres sobadas de espalda.
Fuimos al cine a ver uno de esos “dramas psicológicos europeos con final abierto y perturbador” en una salita de arte en donde el aire acondicionado se oye más fuerte que el audio del filme. Luego, en un café le mencioné algunas de mis películas favoritas y confesó que no había visto ninguna de ellas. Le pregunté por sus preferidas y como para vengarse me habló de un documental mongol sobre ardillas y de una película etíope llamada “el correteo de las lagartijas”. En ese momento iban ganando los contras, y peor cuando empezó a fumar. Estaba yo pensando en cómo hacer para que esa fuera la última cita sin crear una escena incómoda para ambos cuando me agarró una pierna de una manera tan natural y segura que provocó que la sangre abandonara mi cerebro y asistiera al llamado de la parte central de mi organismo. Se levantó nuevamente al baño (¡cómo orinan las mujeres!) y sin querer rozó mi hombro con sus senos y yo sólo pensé en lo bueno que era Paco para poner apodos.
4.
Una semana más tarde, cuando hablábamos por teléfono, se quejó amargamente de que tenía que asistir a la boda de su primo Teto y su prometida, Maricela. Odiaba, claro, esas ceremonias inútiles cuyo único propósito es reglamentar el machismo y la denigración de la mujer. Le expliqué que una boda podía convertirse en un evento divertido si se iba con la compañía adecuada. Por supuesto, esta fue mi manera sutil de invitarme a la boda y de conocer a los candidatos a suegros.
Llegué a su casa, timbré y esperé frente a la puerta bajo la luz de un farolito rodeado de mosquitos. Los minutos pasaban y nadie me abría. ¿Saben acaso las mujeres lo incómodo que es esperar afuera de su casa varios minutos hasta que se digne a abrirnos su papá, nos mire de arriba a abajo, nos invite a pasar a la casa más de a huevo que de ganas, nos diga que nos sentemos y nos deje como pendejos en una sala durante quince minutos donde lo único que podemos hacer es mirar las pinturas o los recuerditos de Europa o Canadá, después se asome otra vez el viejo y nos ofrezca cerveza o refresco, lo cual no es un gesto de amabilidad sino sólo una vil prueba para ver si tenemos tendencias alcohólicas o si somos unos gorrones y por lo tanto uno tiene que responder que no, que muchas gracias, que no se moleste, que así estamos muy bien, y después nos quedamos otros quince minutos solos como imbéciles quitándole las pelusitas a los cojines del sillón y pensando por qué chingaos no me dijo esta vieja que pasara por ella una hora más tarde? Pero mi situación estaba peor, porque ya llevaba doce minutos en la calle, víctima de los mosquitos, y nadie me abría a pesar de que había timbrado ya tres veces. Finalmente abrió la puerta el papá, ya de traje pero sin corbata. Se sorprendió al verme y me explicó riéndose que el timbre no funcionaba y que para mi fortuna él había salido a bajar unas cosas del coche. Pude notar que le dio gusto que yo no era un gañán como el resto de las amistades de su hija porque hasta me invitó a la cocina a ver el futbol en una televisioncita (este sencillo acto representa el vínculo máximo al que pueden aspirar un joven y un cincuentón cuando todavía la relación del primero con la hija del segundo no es oficial) .
La misa fue en una iglesia media feita del centro y Lucero me sacó de ahí de inmediato, lo cual le agradecí mucho. Nos sentamos en una banca de la plaza a comer elotes y esperar a que se acabara la ceremonia. De la fiesta ya no nos pudimos escapar.
Como no sé bailar imaginé que mi acompañante se la iba a pasar aburrida, pero me tranquilicé cuando me explicó que únicamente mueve el cuerpo si están tocando música cubana o brasileña y que jamás lo haría con ese popurrí de Timbiriche que estábamos soportando. Lo que hicimos para divertirnos fue criticar a todas las personas que bailaban: Oye, ¿esa señora está bailando o cagando de aguilita?, Eres un cochino... mira, ese señor parece Barney el dinosaurio, Nomás que más gordo, más ridículo y más morado, Ve ese cuate cómo baila, Se quedó atrapado en los sesentas como tú comprenderás, ¿Y qué onda con el del bigotito?, Se siente Pedro Infante el güey, Debe estar en busca de su Chorreada, Mira ese señor... es una copia de Monsivais pero en naco, Checa cómo baila mi primo Teto, Me cae que un parapléjico tiene más ritmo. Después de este comentario Lucero se puso seria, me miró con sorpresa y coraje y se fue al baño. Descubrí así la frontera de su sentido del humor. El resto de la fiesta se la pasó callada y yo aburrido, tomando pura pepsi-cola para que no me viera feo su familia.
5.
Otro chasco que la involucró a ella de manera indirecta fue la vez que le mostré unos de los poemas que escribía en mis ratos de ocio. Los leyó, los criticó severamente y finalmente me recomendó que escribiera borracho ya que, según ella, era la forma en que un poeta novato como yo podía comenzar a desinhibirse y sacar ese artista que los que estamos sumergidos en un mundo yuppie y superficial como el mío tenemos bastante escondido. Dos noches después lo intenté: me tomé siete cervezas, caminé hacia el escritorio, me tropecé con una maceta y me di un madrazo en la rodilla y el hombro derechos. Ese día decidí dejar por la paz a la literatura.
6.
Para su cumpleaños consideré diversos regalos y ninguno me convencía. La opción fácil era un libro, pero no me decidía si darle una biografía gorda del Ché Guevara o el manual del perfecto idiota latinoamericano. Preferí obsequiar narrativa, aunque con un ligero toque feminista: Poniatowska. Digo, a fin de cuenta era su cumpleaños, no el mío. También le compré un libro con pinturas de Frida Kahlo.
Nunca me imaginé que su fiesta sería tan en grande. Estaban sus tíos, abuelos, la familia de Paco, otros vecinos y, por supuesto, mucha gente joven. Por la forma en que cada uno estaba vestido podía adivinarse en qué etapa de su vida los había conocido. Le di mi regalo con la incertidumbre de si le gustaría o no. Sacó los libros de la bolsita, los hojeó y después, con una enorme sonrisa me dio las gracias, me abrazó, me dio un beso en el cachete y me sobó tres veces la espalda. Me dio mucho gusto haber escogido tan atinadamente esos regalos. Se veía realmente feliz. Destapé una cerveza y me senté. Al rato llegaron el Chaquetas y el Toluco, quienes le obsequiaron una pulserita de esas de muchos hilitos de colores hechas a base de nudos. Con una sonrisa bien amplia les dio las gracias, los abrazó, los besó en el cachete y, por supuesto, les sobó la espalda. “¿No está divina?”, me dijo.
Cuando anocheció nos quedamos sólo unos cuantos y la plática se volvió muy interesante. Me di cuenta de que aunque estaba compartiendo la mesa con gente que en apariencia era distinta a mí, teníamos muchas cosas en común: la búsqueda de la trascendencia, de la libertad; las ganas de aportar algo a nuestro país, al mundo; la rebeldía, el amor por el amor mismo. Comenzaba a entender a qué se refería ella con su concepto de la tolerancia. A fin de cuentas, aunque yo no compartía muchas de sus ideas, sus metas eran idénticas a las mías: mejorar este pinche mundo. Uno de sus amigos ya algo borracho, le pidió a Lucero que cantara. No sé de dónde alguien sacó una guitarra y se la pasó. La cumpleañera explicó que iba a cantar algo de su propia inspiración que recién había escrito y se llamaba “Te ofrezco mi lucha”. Yo no sabía que cantaba ni que componía. Me dio gusto y emoción. Aclaró su garganta, cerró los ojos, suspiró durante cinco segundos y entonces empezó a lanzar unos como quejiditos horribles... algo entre un lamento de la Llorona y un orgasmo mal logrado. Luego empezó a cantar con una voz idéntica a la de una cantante de esas que adoran los pseudointelectuales que se la viven en las peñas y que creen que Jesusa Rodríguez es graciosa... no recuerdo su nombre, pero está gorda, nunca usa falda y se siente ultrasexy. La canción, parafraseando, decía algo así como:
Te ofrezco mi lucha,
comandante
También mi vida y mi verdad
Nada más pido una cosa a
cambio
Que me permitas soñar...
Soñar con esta libertad.
Después seguían más de esos pujiditos incómodos. Yo observaba las caras de los presentes y para mi sorpresa todos estaban como extasiados, sintiendo que se les estaban abriendo las puertas al arte y a la verdad. Repasé el concepto de tolerancia y decidí que aunque estoy de acuerdo en vivir en una sociedad donde se celebren las diferencias, no tengo por qué estar en un lugar donde me siento incómodo. Salí de la fiesta, me subí en mi coche y como tenía algo de hambre, en el camino a la casa pasé por una Big Mac.
Lino
Evgueni Coria Mendoza
Guadalajara,
Jalisco, México
Octubre
2002