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ARMADURA

Y llegó el terror

Amilcar Cuesta Torres

Estábamos ya muy amañados a nuestra pocilga urbana: al pantanero de los caminos en la periferia barrial, al basurero de nuestro anillo céntrico y al salpique nauseabundo de los charcos de las calles. Una que otra vez nos quejamos del caos del tránsito, de la cleptomanía de los gobernantes, de la ineficiencia de los servicios públicos y el abuso en el cobro de tarifas, de la ineptitud de los políticos, de la inmoralidad pública y en general de los males que aquejan a este enorme tugurio con aires de ciudad. Pero en la tarde del 29 de noviembre de este agonizante año, llegó el terror y nos modificó la rutina con un estallido de muerte en el mismísimo corazón de Quibdó. La explosión le quitó la vida a tres paisanos y ocho más resultaron heridos, cerrando así un mes sangriento de asaltos, secuestros, robos y desastres naturales.

Acostumbrados estábamos a renegar de casi todo, porque casi todo anda mal en este terruño, pero el petardo del barrio el Pandeyuca nos obliga a sumarle una arista más a nuestra desgracia.

La pandemia terrorista nos cogió desprevenidos, como siempre, con una red hospitalaria paupérrima e insuficiente para dar respuesta a una emergencia de mayores proporciones, aquí donde las puertas de las casas se mantienen de par en par, se parquea el vehículo en cualquier sitio, se bebe y se baila a cielo abierto y se regatea el mercado en una gran plaza llamada Alameda Reyes.

El artefacto mortal de la carrera cuarta vino a sacarnos del habitual embeleso y a advertirnos que es obligatorio cambiar nuestras costumbres ciudadanas: en adelante el chisme no debe usarse para dañar al vecino, sino para alertar a las autoridades frente a cualquier paquete sospechoso que ponga en riesgo nuestra vida y la de otras personas; debemos cuidarnos de hablar en presencia de extraños, y sobre todo eliminar esa novelería tan nuestra de correr hacia el sitio de los hechos en vez de huir del peligro.

El rechazo a la barbarie debe ser vigoroso y unánime para decirles a los violentos de todas las pelambres que silencien sus petardos y metrallas, que aquí sólo nos quema el calor humano, que la gran familia chocoana resuelve sus con

flictos a punta de sátiras y glosas, que respeten el ancestro africano y que nos dejen vivir tranquilos en nuestro apacible cagadero.

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