Leyenda de la Calle de la Machincuepa
Al mediodía del 20 de diciembre de 1730, mientras el excelentísimo don Juan Antonio de Vizarrón y Eguirreta, patriarcal de Sevilla y sumiller de cortina de su majestad, era agasajado con un banquete en la Villa de Guadalupe por su nuevo cargo de arzobispo, nuestro personaje, don Mendo de Quiroga y Suárez, marqués de Valle Salado recibía una fatídica carta. Eran las doce menos cuarto y la carta estaba fechada en Madrid, el 27 de septiembre del mismo año. Escrita con mala y temblorosa caligrafía, anunciaba la muerte de su hermano Jacinto.
Con rostro imperturbable, don Mendo de Quiroga escuchó dos veces el contenido de la carga. Después se hizo un silencio frágil, sólo sostenido por la mirada evanescente y acuosa del viejo conde. Y mientras él era un nudo de recuerdos, pretextando una necesidad de leña y el cambio de estribo para el carruaje, las sirvientas y el cochero salían a la calle para esparcir la noticia en la Plaza Mayor. Y de ahí, como todas las noticias que tienen pies y alas, ésta tomó su viento de caracol y caminó para irse por todas las calles, casas y plazuelas de la ciudad. Todos los escuchas eran correos en ese momento:
-¡Que don Mendo ha perdido a un hermano que vivía en Madrid! -¡Que guarde Dios en su regazo al hermano y serene al pobre de don Mendo! -¡Bien merece la calma y más por su edad y enfermedades que lo martirizan! ¡Dios, en su santa misericordia, sabe lo que hace!
Dos eran los sucesos que andaban en boca de la gente que caminaba por las calles y plazas de la ciudad: uno, la fiesta del nuevo arzobispo; otro, una muerte que trae siempre el recuerdo de tierra húmeda, fresca, que es cobijo a perpetuidad. Y mientras un cuerpo yacía en una caja de muerto, otro, el festejado, gozaba de las viandas y vinos que se posaban sobre una de las mesas del santuario guadalupano. Pero dejemos al nuevo arzobispo, parsimoniosamente explicando a un clérigo el cargo que ostentaba:
-Escuchad, el sumiller de cortina es un eclesiástico que sirve a los reyes cuando éstos vana su capilla; el sumiller corre la cortina del camón o tribuna, bendice la mesa y realiza otros actos asistenciales en lo religioso.
¿Y quién era don Mendo de Quiroga y Suárez, marqués de Valle Salado?
Un noble caballero que cargado de enorme fortuna y de grandes recomendaciones reales, allá por el año de 1714 llegó a la capital de la Nueva España. El mismísmo virey, Fernando de Alencastre Noreña y silva, duque de Linares le organizó una fiesta de bienvenida en palacio virreinal. Se le recibió con todos los honores y hubo baile y música hasta bien entrada la noche. Toda la corte estuvo presente y le rindió pleitesía al marqués, faltaba más, si tenerlo en estas tierras era un orgullo para los hijos de España, nacidos en la Madre Patria. Un sarao era también un buen pretexto para lucir prendas, simpatías, sueños y malquerencias entre los miembros de la corte.
Y el tiempo, ése ir y venir de luz y oscuridad que suma días infinitamente, se fue juntando, y también se fueron juntando las enfermedades del marqués de Valle Salado, pero la que más le dolía era la llamada gota. Los dolores se le presentaban sobre todo en las articulaciones de los hinchados dedos “gordos” de los pies, pero no sólo eso; también su salud se había complicado por las alteraciones renales y al ácido úrico que le circulaba por la sangre. ¡Ay, dolor! Nada lo aliviaba. Por más visitas del médico y la extracción de sangre que le practicaban con sanguijuelas que le traían del canal que pasaba por la Alameda, nada. Nada había que pudiera aminorar el malestar que avanzaba y se hacía más intenso. Ni los curanderos le servían a don Mendo, por más ungüentos y masajes sobre las partes inflamadas. Constante era el paso del dolor al enojo; del enojo al dolor, sólo había que ver con quién desquitarse y mandarlo a los mil diablos. don Mendo trataba mal a todo el mundo cuando la enfermedad lo afectaba.
Pero, por bienaventuranza, a veces el dolor es menos y a veces se pierde en el limbo de un rincón de la mente que mitiga o deja en un sopor el sufrimiento. En éstas estaba el marqués la noche del festejo, cuando recibió la terrible noticia, misma que una sirvienta alcanzó a escuchar, se decía que el hermano de don Mendo era un bueno para nada, un sin fortuna y que si los gusanos comieron, no fue mucho porque poco se puede comer de un cuerpo flaco como el de ese desgraciado.
La carta no sólo daba esa noticia, sino algo más...¿Una sobrina? ¿Y qué decía la carta sobre la sobrina? el papel fue deserrollado prontamente por las manos temblorosas del viajo para luego leer:
Esta carta estará en vuestras manos cuando muerto esté, pero mi dolor, lo sabráis hermano mío, es que mi hija, doña Paz Quiroga, que muy bella es y agraciada por la bondad de dios, pueda ser presa, por la gran miseria en la que dejo, de algún truhán, o que en la desesperanza vaya a dar con toda su hermosura a alguna casa de mancebía y su perdición se encuentre allí. Sé hermano mío, que tu bondad no es mucha para con mi persona, pero también estoy enterado que no tenéis descendencia, ni familiar alguno que os cuide en vuestra vejez.
Mi deseo es que vos mandéis por doña Paz, la recojáis y la llevéis a la Nueva España. Ella lleva nuestra sangre y os cuidará como si fuera una hija. Os dejo porque poco puedo seguir escribiendo con esta enfermedad que me consume y me llevará a la tumba, pero no dudéis, cuando muerto esté, de que miraré por vos desde el cielo. Dios en su infinita y eterna misericordia, os recomensará.
En Madrid, febrero 27 del año de Dios de 1730.
D. Jacinto de Quiroga y Juárez
-¿Una sobrina?¡Tengo una sobrina! Manuel, Manuel, ¡dónde está Manuel...! ¡Joder! ¿Cómo que en este momento salió con el herrero! Traigan papel y tienta que quiero mandar correo para que venga mi sobrina – gritó don Mendo con voz cavernosa.
Siete meses después llegaba al puerto de la Vera Cruz doña Paz de Quiroga, su sobrina, quien era todo un portento de belleza. Al bajar del barco, caballeros, mineros, indios y esclavos detuvieron sus faenas para mirar a tan hermosa mujer: altiva, de cabello largo y ensortijado, que le caía más allá de la pequeña cintura; su rostro tenía la frescura de la sangre mora y unos ojos negros, engalanados con largas pestañas, que al mirarlos de cerca, la noche no tenía tanta belleza. Negros eran como el misterio y el orgullo que acompañan a tan bella mujer. Orgullosa era, sí, y además despectiva. ¡Y vaya que lo sabían quienes la conocían! Hay mujeres que sienten que no las merece ni el viento que voluptuoso levanta su cabellera y acaricia su pensamiento que piensa más en ellas.
Al bajar del barco, dicen los que la vieron, no le extendió la mano al capitán quien solícito le ofreció apoyo para que tocara la nueva tierra. Los sirvientes de don Mendo sólo usaron una mula, de las cinco que llevaban, para cargar el escaso equipaje que traía la bella doña Paz. Su carruaje avanzó por los caminos de Vera Cruz y Puebla.
Después de varios días de camino, los ojos de doña Paz se abrieron sorprendidos, al mirar a lo lejos cómo la ciudad e México brillaba con resplandores plateados, un efecto que como a las dos de la tarde despedían los emplomados que cubrían las naves de los muchos templos.
Cada vez que avanzaban, a su paso eran más y más las torres que se alzaban altivas hacia el cielo y que la recibían con el repiqueteo lúgubre de las tres de la tarde; era el recordatorio de la muerte de Jesús en el madero de la cruz. Era la ciudad un concierto excelso de las muchas campanas que doblaban a cada rato y por los muchos motivos o pretextos religiosos. Un oído bien aguzado, como el de las mujeres santiguadas, bien podía decir qué campanas repicaban y el templo al que pertenecían.
Don Mendo de Quiroga, marqués de Valle Salado, salió presuroso para recibir en persona a su sobrina. Èl con una amplia sonrisa, ella con otra, pero fingida. Él llevándola a conocer las habitaciones suntuosas de la casa; ella sorprendida de tanta riqueza. El diciéndole que no iba a dedicarse al cuidado de la casa sino de él; ella, con un mohín oculto, percibiendo los olores y emanaciones de medicinas que despedía el cuerpo de su tío. El presumiendo sus macetones y flores, muchas flores que adornaban patios y pasillos de la casa; ella con un pañuelo impregnado de perfume cubriéndose la nariz, para no oler el cuerpo enfermo del viejo. El feliz con tener a su sobrina, ella resignada de soportar las olfacciones del tío.
Los días pasaban y el ir y venir de empleados y sirvientes por la casa del marqués de Valle Salado, distraía a doña Paz que siempre, inquieta, buscaba salir a la calle en compañía de dos sirvientas solícitas; deseaba conocer la ciudad y a su gente, y a sus caballeros, por supuesto. Los piropos eran un halago para su vanidad y un cosquilleo en su cuerpo.
La casa recibía también a personajes de renombre como a los Oidores de la Real Audiencia y al mismo virrey don Juan Acuña y Bejarano, marqués de Casafuerte quien, dicho sea de paso, admiraba y engalanaba a doña Paz con las mejores palabras y cumplidos. Doña Paz agradecía, pero en privado le decía a lassirvientas que el virrey bien podría alimentar su propio cuerpo con tanta palabrería, para ver si lo llenaba; pues tan seco y pálido lo tenía, que su rostro parecía un pan baxo para los pobres. ¡Decís bien!, acotaban cómplices las sirvientas, antes de llevar el chocolate de las tres de la tarde.
Continuará...
25 de marzo de 2008.
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