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PARTE  DE  COMBATE



 
 

   A nadie le gustaba hacer el patrullaje con el teniente Soria. Todos maldecían la hora en que ese hombre alto, casi blanco y de porte atlético llegó a la guarnición.  El primer día nos cayó muy bien
por lo mismo que era criollo, tomador de pelo, cunda, pero ese primer día nos hizo rampar por los surcos resecos de lo que fuera alguna vez un maizal minado.  No sabíamos si habían sondeado bien el campo, nadie estaba seguro de encontrarse con una vieja mina bajo el pecho, pero Soria nos pateó y gramputeó a su regalado gusto, amenazando con matar al cobarde que desobedeciera la orden.  No respetaba a los reclutas de origen serrano y siempre hablaba que podían ser infiltrados y traidores.  A esos los trataba peor y les encargaba los trabajos más sucios.
 

   -¡Y si me la requintan, ya saben que la mía fue más puta que las de todos ustedes!... ¡Yo sí soy un hijo de puta! -gritaba cuando nos veía murmurar antes de emprender algo desagradable.

   Entonces muchos reían celebrando la descabellada ocurrencia.  Su porte viril vestido de verde se acercaba a alguien a la hora de los ejercicios y bajo el bigote enseñaba los dientes en diabólica
sonrisa.

   -¿Estás cansado? -preguntaba gritando para que todos escuchen.

   -¡No, señor! -respondía el comando con la sangre en la cara, al borde de flaquear e irse contra el piso.

   -¡Muy bien, tigre! ¡Para ti solito: veinte planchas más por no estar cansado!  Y acuérdate de mi viejita... Siempre fue más puta que la tuya.

   El comando aludido completaba las veinte, casi al borde del colapso, ante la mirada sarcástica de Soria.

   -¿Estás cansado, tigre? -volvía a preguntarle, colocando el pie sobre la espalda sudada del recluta para aumentarle el esfuerzo.

   -¡Sí, señor!

   -¿Cómo dijo?

   -¡Que estoy cansado, señor!

   -¿Así que cansado, no?... ¡Cachoso, carajo! ¡Veinte más por estar cansado!... ¡El comando nunca se cansa! -y le arriaba un fuetazo sonoro en las nalgas, volviendo a colocar el botín sobre la
espalda del soldado para dificultar la culminación del ejercicio.

   Eso era poco.  El patrullaje lo hacíamos bajo sus órdenes por toda la cadena de montañas que rodea la guarnición de Luricocha, con la consigna de no llevar prisioneros.  No importaba la altura.  La
cosa era subir hasta donde encontrábamos pastores de puna, chutos de piel oscura que huían con sus ralos rebaños de llamas.  Si Soria notaba algo sospechoso, ordenaba la captura de cualquier caminante que atravesara la cordillera.  Aprendimos que los capturados jamás salían vivos de manos del teniente.  Es diferente cuando se entrena con perros, pero él me enseñó realmente a matar, a regocijarme con la tibieza de la sangre fresca, a gritar como las fieras con el hocico embarrado en sangre.  Casi nadie sabe quién le enseñó a él.  Sólo unos pocos sabemos que no aprendió la crueldad en la escuela de comandos, que nació de su corazón los primeros seis meses en Huanta, destacado en la ciudad donde lo tenía todo sin sufrir la soledad que hoy arrastra.  De todo lo criollo y cunda que fue,  le quedó poco.  Se volvió triste y malgeniado: maldito.  No payaseaba con los subalternos ni se burlaba de los defectos físicos como antes.  Sólo pensaba en matar, en acabar con el enemigo así tuviera que aniquilar a toda la población de la vecindad.  Cada patrullaje era una
orgía de sangre en la cual nos comprometía a todos.  Cuando me contaron que le habían sacado los huevos, no me dio pena, tampoco risa.  Eso era peor que estar muerto, pensé.
 

   Todo comenzó con aquel mocoso que le llevaron temblando de miedo a su oficina de la guarnición.  Era uno de tantos huérfanos que van quedando a lo largo de la guerra sucia, desperdigados por las chacras y los cañaverales de las quebradas.  No preguntó su origen y decidió adoptarlo para que le tuviera el café listo y las botas limpias.  Lo bautizó con el nombre de "Manuel" y rápido cobró gran cariño por el cholito.  Pasaron los meses y nunca perdía la ocasión de llevarlo al cine único que funcionaba en la ciudad.  Hablaba de enviarlo a Lima cuando acabara todo... ¡Cojudo!... Cuando acabara, dijo, como si esto fuera acabar.

   Una tarde en que leía periódicos pasados tendido en el catre de campaña, sintió golpes irreverentes en la puerta de su despacho.  Abrochó la camisa y calzándose la pistola en la cintura, abrió la puerta.  Los hombres de chompas negras traían a Manuel con la nariz rota y sus lagrimones se mezclaban con las gotas de sangre nasal.  Gritó lisuras y quiso pelear, pero los enchompados lo inmovilizaron rápidamente, quitándole el arma de reglamento.  Junto con Manuel, fue llevado en condición de prisionero a la cuadra donde se reunían los oficiales de Inteligencia. Le llamábamos "La Caldera" al tétrico recinto al cual un civil podía entrar, pero nunca salir.

   -Inteligencia ha detectado a un terruco infiltrado en la guarnición.

   Dijo el que estaba al mando de los hombres sin uniforme.

   -¿Y qué tenemos que ver? -preguntó Soria todo insolente

   -Las órdenes por escrito que se reparten a los oficiales, cambios de rutas, contraseñas... ¿Dónde las guarda usted?

   Recordó su archivador, la gaveta del escritorio, un folder de vinílico también y al final del recorrido, el tacho donde arrojaba los papeles arrugados.

   -¿Y quién bota los papeles a la basura? -preguntó otra voz.

   Con los ojos húmedos observó al chiquillo silencioso y solícito que venía criando desde algunos meses. Protestó, perdió el temple que caracterizaba su presencia.  Incrédulo enfrentó al mayor de Inteligencia.

   -Esto es un asco.  Un complot contra mi persona... Tengo espada de honor, hoja limpia de servicios.

   -Usted es un traidor.  Por su culpa han muerto varios de los nuestros.  Por su negligencia...-frío y desafiante lo observaba el mayor.  Todos los gestos de Soria y sus reacciones más simples eran examinados por los otros.

   -Soy inocente. ¿Cómo quieren que lo demuestre?

   -La única forma en que puede salvar la vida, es demostrando que no se deja utilizar sentimentalmente por los comunistas. Todos los datos de desplazamientos de tropas, patrullajes y otros, fueron extraídos de su oficina.  Usted, por tanto, es un traidor.

   -¿Qué quiere que haga? ¿Qué es lo que quieren de mí? -se desespera.

   -Mátelo.

   -¿A una criatura? -volteó a mirarlo con lástima, allí solo, entre tanta gente grande y con las manos diminutas sujetándose el pantalón.

   -Es el enemigo y esto es una guerra: no hay compasión.

   Eso que tanto le enseñan a uno: "No hay compasión".  Corremos siempre gritando consignas todas las mañanas: "¡Con el comunista!... ¡No hay compasión!"... "¡Con el guerrillero!... ¡No hay compasión!" Nos enjugamos la cara en sangre de perro degollado, de chancho y hasta de prisionero gritando fuerte: "¡No hay compasión!" Y eso le ordenaban a Soria ahora.  El hombre maduro, vestido de civil, sonrió retador mirándolo a los ojos bajo la poca luz de la tétrica habitación.  Los muros de adobe que guardaban los gritos de tantos hombres y mujeres torturados parecían querer aplastarlo. Pero no eran los muros solamente los que le daban esa sensación de asfixia, sino también los encapuchados que examinaban cuidadosamente sus reacciones.

   -Que lo haga otro... ¡Yo no!... No me obliguen.  Yo no, por favor.

   El niño lloraba no tanto por la proximidad de la muerte, sino por las torturas que le infligieron para saber de sus contactos con el exterior. La orden de Inteligencia fue determinante, y Soria tuvo que cumplir como le habían enseñado a hacer con los perros: con el cuchillo de comandos.  Los hombres de chompas y pasamontañas negras presenciaron la escena como mudos testigos de la integridad probada del teniente. En las semanas posteriores, ya cuando obraba como un autómata al borde del alcoholismo, pidió su traslado a la guarnición de Luricocha, adonde nadie quiere venir.

   Quería acción.  Quería matar por matar, sin sentir ese remordimiento habitual en todo ser humano y por eso todos sus patrullajes eran sangrientos.  Inculcó en los nuestros el racismo y empezó a trasladar a los subalternos de origen andino.  Nos hizo sentir diferentes al resto y si por mala suerte tenía a un serrano bajo su mando, lo maltrataba y vejaba hasta que el pobre pedía su traslado o desertaba.  Por eso, cuando perdió los huevos algunos celebraron el acontecimiento con sarcasmo y satisfacción.
 
 
 

   Nunca olvidaré esa tarde en que los perdió, cuando llegamos a cercar al camarada Dionisio allá por Huachanga, en una casita de campesinos.  Se defendió como un hombre, solo contra nuestra patrulla; por eso algunos reclutitas se descubrieron para saludar lo que quedaba del cadáver.  Con razón era la cabeza de los terrucos por esos rumbos.  Los de Inteligencia nos habían dateado sobre los pasos de la columna del tal Dionisio y hasta allí lo seguimos, pensando que estaría acompañado de sus guerrilleros.  Nada de eso vimos.  Cuando bajamos hacia el final del desfiladero divisamos el humo que salía de la casita de adobes y, más abajo, lo reconocimos a él acarreando agua de un puquial cercano.  Soria mandó rodear el sitio una vez que estuvo seguro que el emboscado se hallaba solo y sin protección.  Los primeros disparos los haría el teniente, para luego gritarle a todo pulmón que se entregara sin problemas. Ese cuento ya lo conocíamos: luego le daría rienda suelta a sus maldades contra el prisionero desarmado.

   -¡Ríndase carajo, o lo matamos! -gritó.  Como no hubo respuesta, el teniente mandó acribillar la casita y nosotros obedecimos.  Era un abuso.  Las balas de FAL casi destruyen la precaria construcción levantando una barrera de polvo rojizo.  Una vez que cesó el fuego, alguien nos responde desde las sombras de la tarde con tiro nutrido de arma corta.

   -¡Qué cholo para cojudo!  A lo más tiene dos pistolas o varias cacerinas para una.  Está papaya el asunto -dijo Soria sonriendo bajo el bigote, como si disfrutara de lo desigual de la batalla.

   Esperó a que aparentemente se le acabaran las balas y tomándolo como un duelo personal, nos dijo que no avanzáramos porque él se encargaría del terruco.  "Es mío el cholo. ¡Nadie se meta!", dijo.

   Grandísimo cojudo: allí recién se dio cuenta que el camarada Dionisio tenía más balas.  Cuando Soria cayó herido en el muslo y en el brazo, nosotros abrimos fuego obligando al único enemigo a ocultarse.  Reapareció a los pocos segundos quemando su último peine de balas, en un intento de impedir que avanzáramos.  Ante el fuego de los FAL, la casita se despedazaba como si estuviera hecha de galletas.  Entonces el camarada Dionisio optó por morir como hombre, por eso lo admiro.

   Salió de frente hacia nosotros gritando y abrazando algo contra su pecho, mientras que con la otra mano no cesaba de disparar sus últimos cartuchos.  Lo barrimos de una sola ráfaga en las piernas y
el vientre.  Cayó muerto.

   Hasta ahora me parece verlo a Soria cojear todo valentón, machazo y amargo porque un hombre solo le había presentado pelea a toda su patrulla.  Avanzaba rengueando hacia el cadáver para escupirlo y vejarlo como hacía otras veces.

   -¡Terrorista de mierda! ¡Serrano asqueroso! -gritaba el teniente con los ojos desorbitados, arrastrando la pierna bañada en sangre y con una mano tratando de contener la hemorragia del brazo herido.  Recién se daba cuenta el testarudo que, mientras perdía tiempo combatiendo contra un solo hombre, la colunma entera había escapado por el otro lado de la montaña.

    Con la pierna sana dio un puntapié al cadáver para voltearlo. Fue suficiente para que ambos volaran en pedazos por los aires.  El camarada Dionisio tenía bajo su pecho una granada sin espoleta, esperando el momento preciso para lanzarla hacia nosotros.  No le dimos tiempo y lo habíamos matado antes que la lanzara.  Por eso digo yo que el tal Dionisio siguió luchando después de muerto, destrozando al oficial que pagó caro el querer ofender el cuerpo de un valiente.

   El día que vayas de licencia a Ayacucho, búscalo en el hospital al loco Soria para que veas cómo paga sus culpas, porque gracias a un helicóptero llegó hasta allí con vida.  Míralo sin piernas y sin huevos, pregúntale qué se siente estar así.  Si lo ves llorar, es porque seguramente recuerda a tanta gente que hizo sufrir.

   Ahora déjame dormir que mañana me toca patrullaje.
 
 
 
 
 



 
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