SHUSHUPE
Resbaló sobre
la superficie húmeda del tronco que hacía de puente entre
la
trocha y el rocotal. Quiso sujetarse pero las manos
también resbalaron. Crisóstomo cayó pesadamente
en medio de la vegetación que cubría la acequia de aguas
estancadas y uno de sus pies desnudos tocó aquel cuerpo blando,
de escamas gruesas, cuyo contacto le hizo lanzar un alarido de pánico
a la vez que se desesperaba por salir hacia el camino. El machete
había desaparecido entre la hojarasca que formaba un colchón
natural sobre la zanja y, en medio de la maraña de totorillas, ya
se alzaba el cuerpo oscuro de dibujos perfectos en posición de ataque.
Crisóstomo logró
cogerse del puente y salió por fin hacia la pampa recién
quemada, esquivando las raíces ennegrecidas que
obstaculizaban su fuga. Se dejó llevar por la bajada que lo
traía acelerado, como su corazón, hacia el tambo donde
acostumbraban descansar los jornaleros esperando el refrigerio
de las seis.
-Míralo al Crisóstomo, óe...
-comentó Manuel, arrugando el rostro enjuto en gesto burlón.
-Corriendo como endiablado viene ¿no?...
¿Qué habrá hecho con la herramienta? -habló
Sebastián, chascando la lengua contra su bola de coca.
Algunos del grupo creían adivinar
de qué se trataba. "Lo mismo de siempre",
murmuró alguien bajo la penumbra. Meneaban
la cabeza, sonreían. El hombre que se veía pequeño
a lo lejos se acercaba sudoroso calmando el trote, tratando de aparentar
serenidad frente al grupo.
-¿Otra vez, cho ... ?
-Otra vez, pues. Me ha vuelto
a sorprender -se rindió al fin avergonzado por las risas de los
compañeros de faena.
-¿On' tá tu machete?
Seguro que lo has abandonado sobre el sitio de nuevo.
-dijo Manuel mientras afilaba el suyo con una lima oxidada.
La lluvia había empezado a mojar las
quebradas cubiertas de selva y los cafetales de los colonos. Los
jornaleros, con plásticas sobre los hombros, se dirigieron hacía
la cabaña de Manuel para tomar el café de las seis y fuego
retornar cada uno a sus pagos.
-¿Cómo así, pues, te
dejas sorprender? -le preguntó Pancha, la mujer de Manuel, mientras
preparaba el refrigerio entre el olor de la leña y la ceniza.
Los goterones implacables arrancaban a las
calaminas un sonido estremecedor y parejo, comparable con la creciente
súbita del río. Pancha sacó yucas humeantes
de la olla y las ofreció en un plato que fue corriendo de mano en
mano; se rió de los dos perros y del gato que se acurrucaban juntos
bajo la cocina de leña. Sirvió café en anchas
tazas de plástico y volvió a reír.
-Maricones son los hombres -dijo sonriéndole
a Crisóstomo- Pensar que el otro domingo maté una faninga
con la escoba nomás.
-El michi la habrá matado -le respondió
la voz de Sebastián con los carrillos
llenos de yuca cocida. Todos rieron menos Crisóstomo.
Manuel tampoco quiso reír.
-La faninga no es culebra peligrosa, pues.
A ver, quisiera verte con la que lo
asusta a Crisóstomo -dijo a su mujer-. Esas cosas
no son pa' andarse burlando.
Nadies tiene miedo porque quiere.
En la oscuridad el cielo escampaba y los hombres
iban retirándose con las plásticas recogidas y las herramientas
al hombro. Crisóstomo se quedaba a dormir como siempre, junto
a la cocina de la cabaña, mientras Manuel y Pancha subían
al altillo para pasar la noche. El río bramaba furioso arrastrando
rocas en medio de la crecida.
-Mañana vas a tomarte el día
libre, Crisos... -dijo Manuel antes de subir al altillo con su mujer- ...Sólo
quiero que recuperes la herramienta y recojas del rocotal un saco de maduros.
De ahí te vas pa' la otra banda a visitarlo a Vega. Llévale
ese regalo al viejo. Seguro que él te puede ayudar.
Lo miró con lástima
antes de subir. Crisóstomo, herido en su amor propio, quedaba
allí junto a los perros y el gato para compartir el calor de la
cocina y el perfume de las cenizas. Se revolvería toda la
noche tratando de dormir, escuchando sapos y chicharras, sobresaltándose
con los ladridos de los perros que avisan el paso de alguna fiera o de
la carachupa ladrona, rememorando en sueños de pesadilla la imagen
de la shushupe dispuesta a morderlo.
El día despertó con amago de
diluvio. Las cumbres selváticas se hallaban
cubiertas por la densa neblina mañanera y el río
había dejado de crecer,
manteniéndose parejo el caudal de aguas ocres.
Crisóstomo cargaba un saco de rocotos suspendido mediante
la vincha que rodeaba su frente. Había pasado por el puente
de metal a la otra banda de río y cogió la subida que conducía
a la cabaña de Alfredo Vega. El viento se llevaba los nubarrones
negros hacia los cafetales de Tambo Real, donde seguramente iba a
llover.
-Me traes rocoto como pa' un ejército
-le dijo Vega viéndolo llegar, mientras
desgranaba el maíz en posición de cuclillas.
Vivía solo, sin más compañía
que sus perros chuscos, en esa choza que nunca conoció mujer.
Crisóstomo descargó el saco junto a uno de los poyos de argamasa
y piedra que sostenían la vivienda.
-Buenas, don Alfredo... Este rocotito se
lo mandan los Olorte.
-Ven pa' que me ayudes a desgranar.
Así la muerte no te agarra ocioso.
Crisóstomo tomó el tronco donde
picaban la leña para usarlo como asiento. Con manos expertas
empezó a desgranar las mazorcas sobre los sacos vacíos que
don Alfredo Vega había tendido en el piso.
-Dicen que las penas se confiesan mejor desgranando
maíz. Mejor que el cura en su confesionario.... Debería
desgranar maíz y así termina confesándonos
a toditos los de por acá.
-¿Qué cosas dice usted, don
Alfredo? -contestó Crisóstomo con la mirada en las
manos que iban dejando desnudas las corontas.
-¿Mejor por qué no me cuentas
tu pena, Crisos? Así en un ratito acabamos con todo este fruto
de Dios y me entero de tus tristezas. Vamos a ver quién gana...
Sigue desgranando ese poco con las manos, mientras que con la boca me vas
contando de ese demonio que azota tu alma.
-De repente ya le contaron... Es la shushupe,
don Alfredo.
Confesó Crisóstomo sonrojado
ante la mirada inquisidora del dueño de casa. El rostro del
viejo se arrugó en una sonrisa compasiva y sus ojos rasgados lo
observaron con lástima. Cuatro manos competían
desgranando.
-¿No te digo que el maíz
es mejor para confesarse? Seguro que el animalito ese te persigue
adonde vas. No te deja trabajar porque te espantas al verlo.
La sangre se te enfría y el corazón quiere salirse de tu
pecho... No sabes qué hacer, a pesar que tienes el machete en la
mano. Nada te libra de sus ojos. ¿No es así, Crisos?
-Parece usted adivino. Capaz ya le
han contado.
-Soy algo más que adivino, mi amigo.
No necesito del chisme para enterarme de cómo son estas cosas.
Pero dejémonos de hablar de uno. Terminas estito nomás
pa' que luego me acompañes al monte, aprovechando que todavía
es temprano.
El hombre joven abría camino entre
las ramas y lianas que cicatrizaban una trocha olvidada en medio del bosque.
El hombre maduro pisaba sobre sus pasos con la escopeta calzada entre sus
manos venosas y ambos subían la quebrada surcada por manantiales
cubiertos de vegetación. Se agachaban, resbalaban, volvían
a resbalar, pero nuevamente se incorporaban para recuperar el camino.
Crisóstomo golpeaba con fuerza sobre los bejucos rebeldes y a pesar
de que salieron con los cuatro perros del viejo, a ninguno se le veía.
Sólo en contadas ocasiones sentían ladridos en medio del
follaje y el dueño identificaba al animal.
-Ese es mi Coronel. Por su ladrido
sé lo que ha visto... Está acosando al rucupe en su guarida.
Pensará que hemos salido a cazar el pobre. Ojalá no
se deje hacer daño, como l'otra vez.
-¿Y qué le hicieron al Coronel?
-preguntó Crisóstomo con la respiración agitada.
-El rucupe pendejo le clavó los dientes
en el hocico y casi me lo mata al perro. Le iba a suceder lo mismo
que a mi Chino. El pobrecito Chino murió cuando el sajino
le clavó los colmillos en la panza. El perro quería
cortarle la huida al sajino, pero por mi vejez llegué tarde.
Blanquito era el pobre, mi pichicito lindo.
-No se acuerde de cosas tristes, don... -dijo
Crisóstomo sin dejar de machetear.
-Qué me haría sin mis perros.
Ellos conocen los senderos del animal. Por ahí
mismito se meten a seguirlo, agachaditos nomás
pa' dentro. Si es venado o sajino, arman su laberinto en grupo, rodeándolo,
mordiendo aquí y allá, jalando y tirando hasta que yo me
ocupo de darle su bala.
-¿Pa' ónde estamos subiendo,
don Alfredo? -preguntó por fin deteniéndose y
tratando de recobrar la respiración.
-Por curioso y flojo no debería contestarte...
Más arriba, donde la selva se junta con las nubes, hay una meseta
de piedras solamente. Una pampa de piedras con otra vegetación,
donde se refugia el oso y el tigrillo. A veces he encontrado boa
por ahí durmiendo. Seguro serás el segundo hombre que
llega a ese lugar, después de mí. El sol tampoco asoma
en esos sitios, porque hay árboles gigantescos cubiertos de lianas
y de orquídeas como nunca habrás visto en tu vida. Pero sigamos
subiendo para aprovechar el día.
Tras una hora de machetear, vieron de nuevo
el sol en el claro de una cascada que descendía de altos roquedales.
El ruido del agua amortiguaba sus pasos sobre las piedras cubiertas de
musgo. Los hombres sudorosos se miraron con
satisfacción.
-En esas peñas asoma el tigrillo por
una vez. Luego ya no lo verás jamás, porque sabe que
el hombre mata de lejos.
Vega silbó fuerte en varias direcciones.
Del follaje intrincado y sacudiendo las ramas más bajas de la vegetación,
aparecieron sus desnutridos perros con los lomos cubiertos de humedad.
Con las lenguas afuera y respirando agitadamente, contemplaban a su amo.
Dio una palmada y silbó algo inentendible para que los canes obedientes
corrieran por la trocha recién abierta.
-Ahora sí mi amigo... Desde aquí
andaremos solos -sonrió mirando la cara de
incertidumbre de Crisóstomo. Vega se puso
la escopeta a la bandolera y frotándose las manos miró hacia
la parte superior de la cordillera selvática: la parte más
empinada y áspera del camino que aún les faltaba recorrer.
Para subir las manos se prendían como
garfios de toda rama o liana gruesa, así como los pies buscaban
acomodarse en cualquier saliente de los roquedales. Los hombres resbalaban
y volvían a sujetarse de cualquier elemento que facilitara la ascensión.
Bufaban y resoplaban como toros furiosos tratando de vencer los obstáculos
naturales y el machete de Crisóstomo relució en escasas oportunidades.
Luego de ganar la cumbre, Crisóstomo
supo que lo que había detrás de aquella cadena de montañas
donde los colonos sacaban algunas cuadras al monte, no era ninguna pendiente
inclinada como podía suponerse desde abajo. Ante sus ojos
se extendía una meseta de selva tupida rodeada por otras crestas
de cordillera, igualmente cubiertas de espesura. Don Alfredo Vega
miró regocijado la sorpresa que causaba el descubrimiento al colono.
-¿Cuánto tiempo habremos hecho
hasta acá? -preguntó el viejo.
-Más de tres horas.
-Entonces vamos apurándonos... No
vaya a ser que la lluvia nos coja por
confiados.
Descendieron agarrándose de
lianas secas los pocos metros que habían de
diferencia para alcanzar la llanura selvática.
El terreno era seco, pedregoso. Las piedras se deshacían con
sólo tocarlas y la vegetación, compuesta por árboles
diferentes a los que anteriormente conociera, no permitía ver el
sol sino por tenues haces de luz. El follaje no era tan intrincado
como en las tierras más húmedas y por eso el machete fue
de escasa utilidad para avanzar entre los claros. El novato caminaba
por sendas naturales entre troncos fabulosos rodeados de lianas y de neblina,
absorto contemplando las orquídeas que se cultivaban solas en los
troncos podridos por la lluvia. Con los brazos acribillados de picaduras
separaba las lianas colgantes y seguía avanzando sin percatarse
que su acompañante se había rezagado. Vega, desde un
rincón del bosque, trataba de escuchar los pasos de Crisóstomo
mientras encendía un cigarro de tabaco fuerte.
Entonces empezó a silbar tenuemente,
casi sin arrancarle sonidos a su dentadura incompleta, en diferentes tonos
acompasados. Absorbía el humo del tabaco y lo botaba inmediatamente
con energía. Siguió silbando, cambiando paulatinamente de
ritmo, acelerando el compás para luego disminuirlo y convertirlo
en un susurro monótono. De pronto oyó el grito desgarrador
del compañero. Sonrió.
Separando raíces aéreas y bejucos,
llegó hasta el lugar desde donde había
partido el grito. La selva se tornó silenciosa
y ni los pájaros más pequeños se
movieron de sus ramas. Allí vio la figura
de Crisóstomo paralizada y con la
mandíbula trabada en un gesto grotesco de pánico.
El machete yacía a un costado. A su alrededor zigzagueaban cerca
de una docena de shushupes, con su piel oscura de hermosos dibujos de ochos.
La más grande se erguía en posición de ataque, con
las fauces abiertas y enseñando el juego de colmillos venenosos
desde los cuales caía una baba gruesa hasta el piso de piedra volcánica.
El viejo sonrió a prudente distancia, al ver a su amigo paralizado
frente a las víboras.
-No se mueva pa' nada, mi amigo... Sereno,
quietecito nomás... Ni pestañees.
Desde aquella distancia de diez metros,
sobre el claro natural de la meseta, Vega empezó de nuevo a susurrar
algo en lengua yanesha. Crisóstomo trataba de reprimir el
temblor de sus rodillas juntas, en posición de firmes. Vega
silbaba y fumaba llenando la selva de humo amargo. Subió de
pronto el tono de los cánticos guerreros y ante los ojos aterrorizados
de Crisóstomo, las serpientes iban retirándose de una en
una, menos la más grande que conservaba alerta su postura de ataque.
-Quieto, jovencito. Quietecito sino me arruina
toda la operación. No se me vaya a escapar la más treja...
Desenfundó el cuchillo y cortó
una rama verde y larga que crecía con otras entre el manto de rocas
pulverizadas. Botó el tabaco sin dejar de silbar y, paso a
paso, se fue acercando al hombre acechado por la serpiente. La vara
flexible cayó certera sobre la cabeza del reptil, como un látigo.
El segundo golpe fue del todo inútil.
El viejo Alfredo Vega, sin pérdida
de tiempo, abrió de largo a la shushupe muerta y llamó al
muchacho. No quiso acercarse presa aún del miedo.
-¿No ves que ya está muerta,
hom...? ¡Hasta muerta le tienes miedo a la culebra! ¡Ven
de una vez pa' curarte!
Con cautela y luego con rapidez caminó
Crisóstomo hacia donde estaba el viejo acuclillado. La serpiente,
abierta de par en par, enseñaba sus entrañas. Dentro
de ella yacía una ardilla alargada y cubierta de babas espesas.
-La hemos agarrado antes que se echara a
dormir una siesta larga. Todavía la hubiéramos salvado
a la ardilla, si llegábamos antes.
Vega le extendió algo sanguinolento,
de forma alargada, al joven.
-Es su corazón todavía vivito...
Trágatelo, hom... Este es el fin de tus temores. Desde ahora la
shushupe correrá de tu presencia y te dejará pasar sin molestarte...
-le extendió el corazón.
Algo asqueroso que todavía se movía,
crudo y sanguinolento, con una mucosa amarga a su alrededor, se deslizó
lentamente por el paladar de Crisóstomo. Difícil de tragar,
quiso devolverlo o vomitar en arcadas, sacudido por el escalofrío
y las náuseas que se apoderaban de su cuerpo. Pero hubo decisión
de no seguir huyendo de la víbora, más pudo la mirada del
viejo Alfredo Vega que su propio asco. Haciendo un último esfuerzo
para sobreponerse a la náusea y con los ojos lagrimeantes, deglutió
el órgano del ponzoñoso animal.
-Eso es mi amigo. Eso es... Te acordarás
de este viejo para siempre, cada vez
que la veas a la shushupe huir de tu presencia.
Sácate la camisa y déjala por ahí cerquita nomás,
pa' que su pareja se revuelque un rato. Sino puede perseguimos buscando
venganza.
El trueno les recordó que debían
volver a casa. Los páucares chismosos
anunciaron desde sus nidos colgantes que dos hombres
regresaban por donde
vinieron. Antes de ascender a la cresta, Crisóstomo
volteó a mirar el sitio donde quedaba abierto el cuerpo de la víbora.
Pero ya no estaba allí el animal
despanzurrado por el cuchillo del cazador: en su lugar
se hallaba tendido un cuerpo humano, abierto por un tajo que bajaba desde
la barbilla hasta el pubis, exhibiendo sus entrañas bajo el haz
de luz que se filtraba en el claro del bosque. Las hormigas anayo
comenzaban a dar buena cuenta de él. Era sólo un pobre
infeliz con su mismo rostro: el rostro de Crisóstomo.