La conoció una tarde soleada en la
avenida Argentina, cuando él salía de
trabajar. Le gustó de primera impresión.
El también le gustó. Se acercó
cauteloso y preguntó su nombre. Con las
manos en los bolsillos, porque no
sabía dónde ponerlas, miraba a la hembra
tratando de imaginar cómo
enamorarla.
-Sofía -respondió acomodándose
el pelo.
Y ya no supo qué decirle. "Tanta puta,
que ya ni sé hablarle a una hembra
de su casa", pensó. Era mocosa. Sus sayonaras
rojas y su faldita celeste. Ella
intuyó su timidez, su apocamiento, quizás
porque era la primera vez que no lo
mandaban a rodar al preguntar el nombre de una transeúnte.
Lo ayudó.
-¿Y tú?... ¿Cómo
te llamas? -volvió a acomodarse el mechón lacio
que le
caía sobre la frente. Era una actitud para darse
valor, para justificarse de
alguna forma.
-Raúl -mintió.
Conversaron buen rato caminando hacia el
paradero. Cuando una pareja se
conoce y no saben de qué hablar, las tonterías
son lo mejor. A pesar de que
ambos sepan que son tonterías.
-¿Vas para el Callao?
-preguntó Raúl.
-No pensaba irme todavía. ¿Y
tú?
-Bueno, no tengo apuro. ¿Dónde
trabajas?
-Vendo en el kiosko de mi papá. Allá
en El Rescate -mintió señalando
vagamente hacia Lima.
Nadie le había dicho cómo ni
cuando, sólo lo había escuchado entre
amigos, pero se le acercó lo suficiente como para
darle un beso. Ella lo atrajo
tomándolo del cuello y juntaron sus labios. Desde
un microbús les gritaron
groserías. El se ruborizó, pero ella no
les hizo caso. Le volvió a rodear el
cuello y tomó la iniciativa. Miles de cosas pasaron
por su mente; pensó en los
de su grupo del barrio con los que hablaba de cosas sexuales,
de burdeles y
de tragos. Cómo se pondrían cuando les
contara. "Me planeó una costilla",
les diría. Y no le creerían. Se morirían
de envidia.
-Ven -le dijo tomándolo
de la mano. Y la de faldita celeste con sayonaras
rojas lo condujo detrás de uno de los kioskos
cerrados por falta de público.
En el espacio angosto entre la pared de la fábrica
y el tabique de madera del
precario local, dieron rienda suelta a sus besos y caricias.
Sofía abandonó su última resistencia a las manos de
Raúl, como si antes ya se hubieran conocido.
La oscuridad les fue ganando y ya no pensaron en irse hasta
muy entrada la noche. Extrajo su reloj de uno de los bolsillos y consultó
la hora tratando de librarse de la andanada de besos. Los
numeritos fosforescentes brillaban en la oscuridad.
-Caracho, son las nueve.
-¿Y eso qué importa?... ¿Eres
casado acaso?
-No. No tengo a nadie. ¿Por qué?
-Ah, menos mal. ¿Me buscas mañana?
-¿Así como ahora?
-Sí, pues... No le digas a nadie que
me conoces.
Y se despidieron sin hacerse más preguntas. Ella
se fue en dirección contraria, trazando con
el dedo una línea imaginaria sobre la polvorienta
pared de la fábrica. Raúl guardó su reloj en el bolsillo
y se dispuso a detener alguno de los microbuses que
iban al Callao. No podía creer lo que le había
sucedido. Poco le faltó para hacerle el amor. Y sólo eso
faltó. Eso que nunca llegarían a hacer a plenitud.
Volvieron a verse al día siguiente
y luego al otro día. Y convirtióse en
práctica diaria. Salía de la fábrica
luego de recibir el potente chorro del caño
sobre la cabeza; se peinaba frente a un pedazo de espejo
roto y caminaba con
su bolso deportivo al lugar de encuentro. Su madre lo
regañó la primera vez
que apareció a deshora, pero a las siguientes
ya no le dijo nada. Los amigos
gastaron bromas un tiempo por su repentino alejamiento
y por los esquives
que hacía a la cerveza. Los de más confianza
en el barrio se enteraron de "esa
costilla, hermano, que solita me chapó y me planeó
y hasta casi me viola,
hermano", y de la cual sólo sabía que se
llamaba Sofía, porque no le
interesaba el resto de la historia. Un día le
dijo algo más.
-Soy puta...
-¿Cómo?... -la separó
extrañado.
-Te lo digo pa´que no te hagas idea...
Soy mocosa, pero más recorrida que
tú...
Él sonrió y no le dijo nada.
Siguieron besándose como otras veces. Le
pareció una ventaja y no un defecto. Así
las cosas irían más fácil, pensó.
-No quiero hacer contigo lo que hago con otros.
-¿Por qué?
-No lo malogres, pues Raúl... Sólo
esto haremos... Sino déjame.
Le pareció raro. Pero tuvo que acostumbrarse a
exitarse con Sofía y a
solucionar sus urgencias en otro lado. Lo que antes le
había parecido una
aventura, la primera de su vida, se convertiría
así en una tortura. Algo
funcionaba en su interior aunque no quisiera. La reiteración
y la costumbre
generaban sentimientos. Preguntó más.
-¿Quién te maneja?... ¿Quién
te está cafichando?...
-Mi papá... Tiene negocio de cerveza, y cuando
hay gente con plata los hace
quedarse hasta que cierran el local. Allí
entro a trabajar... Pero ya no hagas
preguntas, pues Raúl... A lo mejor se jode todo
y... ya no me vas a querer...
-¿No quieres venir conmigo? -le dijo después
de unos minutos de silencio.
-Te vas a fregar la vida. Eres un chico. Todavía
no tienes vainas, eres limpio...
¿O quieres ser caficho? -preguntó sonriendo
con cierta malicia.
-Sal de esa huevada. Y nos casamos, pues...
-Mi cocho te mata... No serías el primero que le
sacan la mierda...
-¿Y quién te rompió?
-Mi papá...
El mundo se descompuso cuando lo dijo. La abrazó
creyendo que iba a llorar,
pero no lloró. Estaba tranquila, serena, como
si ya estuviera acostumbrada a
su realidad. Luego contaría cómo fue, cómo
le dolió y de la sangre poquita
que manchó su mano. La mamá ya había
muerto hace tiempo. Raúl pensó en
buscar al padre para liberarla del flagelo.
-Eres un cojudo, Raúl... No podrías, no
lo conoces.
-Tú tampoco me conoces... -murmuró luego
de unos instantes.
Caminaron un trecho largo junto al muro de la fábrica
de vidrios. Contó de
sus pocas experiencias en trabajos anteriores, de sus
nuevas tareas, de su
participación en el sindicato y de los malditos
amarillos. El día del paro nacional se trompearon
con los que apoyaban a la directiva de los amarillos. Esa misma
fecha los destituyeron como dirigentes y la asamblea reunida
en la puerta de la fábrica nombró otra
directiva donde él estaba. Ella escuchaba con interés,
sintiéndose segura cogida de su brazo. Él se
sintió admirado.
-No quiero irme a mi casa, Raúl.
-No vayas, pues.
-¿Y dónde me voy a quedar? No es tan fácil...
-Tengo un amigo que me está ofreciendo un cuartito.
Hace tiempo me dijo
que podía disponer de él. Está
en Playa Rímac; es de esteras, pero como yo
lo ayudé a conseguir el terreno... Fue una invasión,
hace tiempo.
Sofía lo tomó con ambas manos del brazo
y él tensó biceps. Caminaron
hacia la Faucett muchas cuadras, no las contaron. Querían
tomar algún micro
de los que van al aeropuerto y que los llevaría
a la ribera del río.
-Te voy a fregar la vida -dijo tristona.
-Los pobres ya tenemos la vida fregada. Así que
no creo que me la friegues
más...
-¿Y tu mamá?... ¿Qué le vas
a decir?... -miraba sus pasos al hablar.
-Ya se enterará a su tiempo. Tengo dos hermanos
que son bolicheros,
son pescadores. Ganan billete, le dan su pensión
a mi viejita. Estará bien.
Pasaron los días y las semanas. El cuartito que
había servido de depósito, fue
convirtiéndose en un espacio habitable. Por las
noches hacía frío; ellos se arropaban,
pero no hacían el amor. En las mañanas, Sofía
se levantaba a sacar agua del barril y preparaba
el desayuno.
-¿Por qué tu amigo te dice Vicente? -preguntó
una mañana.
- Porque es mi verdadero nombre... No hagas preguntas,
chibola.
Pero la felicidad incompleta de que gozaban no prometía
durar mucho. Raúl
iba impacientándose por no hacer el amor con quien
era, de alguna forma, su mujer. Un día la golpeó
y le desgarró la ropa interior.
-¡Soy tu marido, carajo! -gritaba amenazándola
con la mano abierta.
-Ya Raúl... ¡Ya no me pegues! -lloraba mientras
se cubría de los golpes.
La venció. Acabaron haciendo el amor de una forma
precaria. Ella, frígida e
impasible, mirándolo moverse y agitarse. Él,
tratando de disfrutarla.
-No gozaste nada -habló sudoroso, tendido sobre
el catre.
- No puedo gozar. Pero no importa, me gusta que tú
por lo menos goces.
Cariñosa, le frotó la espalda cansada. Gozaba
de los besos y caricias, pero el
acto sexual no hacía sino recordarle las experiencias
sufridas a manos del
padre.
-Quiero que siempre seas cariñoso, Raúl.
Eres el único que me ha
encariñado.
Raúl recordó, fumando, lo que decía
un maestro de obra cuando ambos
conversaban borrachos en una pachamanca de Puente Piedra:
“Voy a ser cojudo... A mis hijas yo sé que se las van a tirar algún
día, así que pa' eso... mejor me las tiro yo... antes que
otro se las tire. Seré huevón para alimentar
culos que otros se han de comer.” Él lo contemplaba aferrando
su vaso de cerveza, viéndolo desfigurarse,
creyendo que fanfarroneaba de borracho. Queriendo
creer que era un ebrio más hablando cosas sin sentido.
-¿En qué piensas, Raúl?
- En nada, chola, en nada... Recordaba cosas nomás.
-¿Entonces?... ¿No estás amargo conmigo?
-Ya no.
El fin se iba acercando. Sofía lo presintió
cuando se encontró cara a cara con
el narizón Meléndez. Estaba comprando en
la paradita cuando levantó la vista
y lo tuvo cerca de su rostro. Su camisa de estampados
huachafos ya desteñidos.
Su peluca lacia y las entradas de calvicie. Su pantalón
a media cadera y sus
zapatos de tacón. Era el mismo.
-Hola chiquilla... -le sonrió con la dentadura
dorada.
-No te conozco, baboso.
-¡Chucha! ¡Qué atrevida la mocosa!...
¿Tan buena es tu nueva vida pa´que te
pongas tan sobrada? -la cogió de la muñeca.
-¡Déjame en paz o llamo a un guardia!
-Tu papi está preguntando por ti... Te extraña.
Logró zafarse y se retiró del mercadito
a paso acelerado. Comprobó que
había comprado lo necesario para un almuerzo.
Se lo llevaría a Raúl en un
portaviandas, y como otros días, él saldría
a comer a la puerta de la fábrica.
Luego regresaría a la ribera caminando para ahorrarse
un pasaje. No contaba con que el narizón Meléndez
la seguía y la esperaría en la calle así demorase
horas.
-¿Para quién es ese combo? -oyó que
le decía una voz a su costado cuando se
dirigía a la fábrica. Volteó y se
encontró con la figura desagradable del
narizón.
-Pues si quieres saberlo, es pa' mi marido... Bórrate
mierda.
-¿Qué cosa? ¿No sabes que tu cocho
te está esperando pa´que atiendas a los
clientes? ¿Qué te has creído, basura?
-intentó lanzarle una bofetada.
-¡Pégame maricón! ¡Pégame
nomás pa' que te la veas con un hombre!
-A ver, pues... Vamos pa' conocerlo.
Y la acompañó durante el largo trecho hablándole
groserías que le recordaban
su pasado. Ella iba llorando y temiendo por la seguridad
de Raúl. El narizón era chavetero,
lo sabía.
-Carajo. Este huevón me está haciendo caminar.
Trae para acá -le arrebató el portaviandas
y lo destapó.
-¡Qué buen menú!... Cau-cau y arroz.
Así que sabías hacer otra cosa
que no sea culear...
-¡Deja eso, asqueroso, que no es para ti! -gritó
en un vano intento de
recuperar el portaviandas. Recibió un bofetón
e impotente tuvo que
contemplarlo engullirse el almuerzo de Raúl, mientras
entraban por la
avenida Argentina.
El marido la esperaba impaciente barruntando que vendría
en un micro. Con
las manos en los bolsillos del sobretodo y conversando
con el guachimán
de la puerta, miraba a toda la gente que bajaba de los
vehículos de transporte.
Nada. Hasta que la vio venir a pie acompañada
del desconocido. Tenía los
ojos hinchados de tanto llorar. El portaviandas en la
mano lucía ligero. Ella
al verlo corrió a su lado.
-Raúl, este hombre me ha venido molestando todo
el camino...
Quiso ponerla a un costado y eso le costó recibir
un potente cabezazo en el
tabique. Sintió el sabor de la sangre antes de
colocarse en guardia. Los ojos
lagrimeantes no dejaban ver el desplazamiento del contrincante.
Por fin le lanzó una patada en los testículos
que no llegó a su destino. El narizón sujetó la pierna
con que había pateado y la jaló. Lo lanzó así
al suelo propinándole una andanada de patadas
en el cuerpo y la cabeza. Sofía lloraba llamando
al guachimán y a los otros obreros que almorzaban en el quiosco
del frente. Los obreros viejos miraban de lejos, y el custodio decía
que no podía abandonar su puesto por líos del personal.
Vino corriendo el negro Navarro con su overol lleno
de grasa y observó al compañero en dificultades.
-¡Arrástrate mierda! -gritaba el matón
y le volvía a dar un puntapié en las
costillas.
Navarro se abrió paso entre los mirones. Su descomunal
estatura ganó camino empujándolos con la mano abierta. Sujetó
al narizón de las solapas de la camisa floreada
y lo condujo casi en vilo hasta la acera contraria. Sofía
levantó a Raúl llorando, secándole con
un pañuelo la sangre de la cara. En la otra
vereda había una nueva gresca. El negro Navarro no daba cuartel
al narizón. Aquellas manotas que doblaban
llaves de acero, se ensañaban con su rostro.
-¡Si es por una puta, huevón!... ¡Si
es puta!... -gritaba tratando de eludir los
golpes sin conseguirlo.
-¡Cállate, cobarde! ¡Cállate!
-no lo dejaba irse. Seguía golpeándolo a pesar de que
sus brazos estaban cansados. Brilló algo en la mano
de Meléndez y el negro Navarro se distanció
con los brazos extendidos.
-Ahora pues, gallinazo, ya estamos parejos... -se
le iba encima pasando la
hoja de una mano a otra. La diestra del moreno recibió
un tajo en la palma,
pero logró asirle la muñeca. Fue la perdición
del agresor. La chaveta cayó a
un costado. Otros obreros jóvenes, que antes no
habían advertido la pelea, se
acercaron recogiendo piedras. Empezaron a llover pedradas
sobre aquel extraño de camisa floreada. Retrocedía
cubriéndose la cara y la cabeza, pero no frenaba la fuerza
de tiros tan certeros.
-Ya van a ver conchasusmadres... ¡Voy a venir con
toda mi gente! -fue lo
último que dijo antes que un proyectil le cerrara
la boca en sangre. Corrió, y
corrieron tras él. Seguían lanzándole
piedras hasta que desapareció en
una barriada.
-¡Estos amarillos no tienen madre! -gritaba Navarro
a los obreros maduros
que habían contemplado la agresión al compañero
sin intervenir. Tenía un
huaipe sujeto en la herida. Los miraba con desprecio
temblando de cólera.
-Es su venganza, carajo. ¿Por lo del paro, no?
Dejan que a un compañero lo
caguen así y no le avisan a nadie, carajo... Tú...
¿por qué no interveniste?...
¿Ah?... Tibio de mierda... ¡Amarillos, carajo!
-gritaba el moreno con
aprobación del resto. Miradas huidizas, cabellos
canosos. No sabían
qué decir. Se fueron retirando.
-Que venga su papá Cruzado a defenderlos. ¡Apristas
de mierda! Vociferó
Navarro tratando de parar la hemorragia con el huaipe
sucio. Volteaban
a mirarlo antes de ingresar al centro de trabajo.
-Anda Vicente, vamos pa'l trabajo. Buscaremos a ese delincuente...
-lo levantaron y condujeron hacia la fábrica.
Su mujer esperaría hasta que el
pito de las cuatro y treinta sonara. Sentada en la puerta, soportaría
la mirada indiscreta del guachimán mientras
una ligera garúa humedecía su figura.
-Si no me la traes, ñato, se acabó la plata...
Te pago bien, dices que eres
maleado, sin embargo te sacan la mierda y vienes sin
la paloma. ¿No?
-No, don Percy. Me han agarrado en mancha toda la indiada.
Si ha sido un
negrazo el que me ha dado. Pero al otro, yo le...
-¡Nada, carajo! No me venga a mí con cuentos...
¿Por qué no sacaste brillo,
pué?... ¿Ah?... ¿Qué pasó?
-Conozco la choza, don Percy. Apenas me recupere,voy.
-Tú sabes: un culo, es un culo... Es dinero que
estoy perdiendo, -se rascó la
cabeza grasosa y buscó la botella de ron para
servirse un vaso más. Sonrió.
-Te dije que te iba a joder la vida, Raúl. Mejor acabamos con esto.
Decía llorando esa noche Sofía a su marido,
mientras trataba de bajarle la hinchazón del ojo con
una pomada. El tabique lo tenía desviado y una fosa nasal estaba
obstruida por la sangre seca.
-¿Quieres regresar?
-Prefiero. Aquí ni buena soy como mujer...
-Soy terco, chola. La próxima no me agarran desprevenido.
-No quiero que haiga próxima. Ese desgraciado usa
chaira... Trabaja para mi
papá.
-Sólo me ha madrugado. Ya no va a suceder.
Ese fin de semana tuvieron una reunión con
la nueva directiva del sindicato.
Navarro, como secretario de defensa, planteó
que se observara la agresión
que había sufrido un compañero. Vicente
estaba con el rostro lleno de heridas
mirando la asamblea. A la salida le propusieron tomar
cervezas.
-Vamos socio, acá nomas donde la China.
-Sólo un par, por favor.
-¡Ya, ya! ...¡No te hagas el difícil!
Estuvieron libando hasta altas horas de la noche. Había
dejado a Sofía en
casa de una de las vecinas de la ribera. Cuando el licor
ya hacía efectos en
sus reflejos, más no en su conciencia, Príncipe,
el secretario de organización,
se le acercó. Pasó el brazo por detrás
de la nuca del compañero y conversó
con él en voz baja.
-Los pobres tenemos derecho a defendernos, hermano...
-¿De qué hablas?
-Sabemos lo de tu mujer. No me expliques. Nada más
quiero que sepas
que estamos contigo para todo lo que se presente. Si
ese huevón quiere
buscarte, respondemos... En un sindicato, meterse con
uno es meterse con
todos...
-Es un lumpen peligroso.
-Y esa gente es mierda. Cualquier día la patronal
les baja billete, y te
meten cuchillo por no negociar una huelga. Salud... -vació
su vaso.
-¿Qué puedo hacer? Ese compadre me agarrará
con su mancha en cualquier momento. Y ustedes no van
a estar cuidándome todo el tiempo. Mi mujer me ha dicho que
sabe dónde vivimos.
-Entonces hay que adelantarnos. Creo que tenemos algunos
camaradas en El
Rescate... ¿A quién tenemos en El Rescate,
gringo? -preguntó a Navarro.
-Varios... Hay gente nuestra... -respondió.
-Prefiero arreglármelas solo. Tengo dos hermanos
que son bolicheros,
maleadazos también. Hace tiempo que no los busco.
De todos modos, gracias
por el apoyo... -dijo retirándose entre las protestas
de sus compañeros.
-¿Dónde está mi hijita, carajo?...
Todo por culpa tuya, narizón de miércoles.
-Le quedan dos, patrón...
-¡Cállate la boca, huelecacas!... Todavía
tienes...
-Voy a traérsela don Percy, pero creo que merezco
un trato mejor. Pórtese
bien...
-Trae acá el culito y tendrás de nuevo tu
ganancia diaria.
Sonreía su rostro moreno, achinado, obeso. Se burlaba
de los cardenales que
adornaban la cara de Meléndez.
-Sus hijas, don Percy... Sus hijas
son...
-Mis hijas, cabrón, valen billete... Más
de lo que tú vales. Serás chavetero,
mechador, ratero. Pero si yo quiero, carajo, te chumbeo.
¡Te agujereo, carajo!
-se levantó el gordo dando un manotazo sobre la
mesa, haciendo temblar la
botella y los vasos.
-Ya está zampado, don Percy... -Meléndez
ve con temor la mano rechoncha
sobre la cacha del revólver. De pronto el dueño
del precario lugar se
derrumba en la silla llorando, gimiendo sobre su
brazo que le sirve de
almohada en la mesa.
Esa noche durmió poco. Entre el techo de
esteras podía observar algunas
estrellas lejanas. El ruido de los aviones lo molestaba
retumbándole en la
cabeza adolorida. Había soñado un recuerdo
nítido de adolescencia. Vio a su
hermano mayor cuando vino de su larga estadía
en Chimbote. Regresaba
tatuado como una culebra, con el rostro y el cuello morenos
por el sol, y
algunos cortes en el cuerpo.
-Para ser bolichero, hay que ser muy bravo, Vicente -le
decía. Anclas y sirenas
adornaban todos sus espacios y en el antebrazo izquierdo
lucía algunos cortes
deformes.
-Coge tu chaira con la izquierda pa' que no te jodan la
diestra. Con la otra
agarra tu casaca y envuélvetela en el brazo...
Con esa te cubres de los cortes...
Y muévete, chiquío. No dejes de moverte...
-enseñaba su técnica, mientras él
lo contemplaba absorto de admiración.
Despertó. Sofía quiso tranquilizarlo acariciándole
la cabeza para que siguiera
durmiendo. La rechazó y se levantó poniéndose
los pantalones. Los numeritos
fosforescentes del reloj daban las cuatro de la mañana.
Púsose la camisa y sacó una caja de
leche que servía de baúl. Buscó entre las pocas y
desordenadas cosas que almacenaban allí ambos. Encontró
por fin aquel pedazo de sierra grande, dos dedos de
ancho, de un largo de veinte centímetros. El
ingeniero requintó a veinte madres cuando él partió
la sierra.
-¡Ya jodiste la sierra, bestia!... ¿Por qué
no te fijas lo que haces? -gritó
levantando los brazos.
-No me di cuenta, ingeniero... -qué gran pendejo,
te guardaste la sierra partida en el bolsillo del
overol.
Sacó agua del barril metálico y preparó
café con las últimas cucharadas de un
tarro casi vacío. Su mujer no quiso hacer preguntas
cuando lo vio salir más
temprano que de costumbre. Iba hacia el taller del viejito
que abría desde las
cinco de la madrugada. Allí hacían de todo,
desde parchar llantas hasta
componer una lavadora. Atendía un italiano de
setenta abriles que cuando lo vio llegar, saludó cortesmente.
-¿Qué desea, joven?
-Quiero pedirle prestado su esmeril, tío... pa'
afilar mi cuchillo, nomás.
-Ahí está el esmeril -indicó con
ademán de desgano. Siguió con su trabajo
sobre una mesa de torno sucia y recargada de fierros
más viejos que él. La única bombilla
alumbraba débilmente la maltrecha factoría.
-Ay muchachos, muchachos... -suspiró- Siempre metiéndose
en cojudeces...
-¿Qué pasa tío? -dejó de esmerilar.
-No me digas que es para la fruta. Pero... cada quien
con lo suyo. Yo no hago
preguntas. Trae para acá eso... Te voy a enseñar
-y diciendo, se puso a afilar
dándole el angulo perfecto para que la piedra
del esmeril formase el filo
deseado.
-Gracias, tío... -creyó que estaba terminado.
-Espérese, carajo... Yo también he sido
joven.
Sacó otra piedra de asentar filos que descansaba
sobre un rectángulo de madera. Minutos después le
entregó la sierra transformada en arma. Podía afeitarse con
aquella hoja.
-Ojalá no sea para tu mal. No me debes nada. Cojudos,
carajo... -continuó
con sus labores.
El día transcurrió sin novedad. Casi vuela
una caldera por falta de petróleo o
de enfriamiento; no supo bien, porque son cosas del ingeniero.
Estaba nervioso a la hora que tocó el pito
de refrigerio. Su mujer vino de manera normal trayendo
el portaviandas y le acompañó a almorzar como otros días.
A la
salida él trató de no conversar con nadie.
No quería que lo acompañaran.
Caminó hasta la Faucett y avanzó a paso
lento hacia el puente de Reynoso.
Presentía el peligro acechando a la vuelta de
cualquier esquina.
El camino lo hizo tranquilo, sin inconvenientes. Con el
pelo húmedo, llevaba
su maletín deportivo conteniendo el overol, toalla
y jabón. La chaveta
iba en el bolsillo trasero del pantalón. Miró
el avión pasar por encima de las
casas y suspiró imaginando que podía escapar
en él de su realidad. Cruzó el puente y luego
la pampa. Allí estaba la casa de esteras y barro junto con otras
similares. Y más allá, la silueta siniestra
que tanto esperaba encontrar en algún recodo
del camino. El narizón Meléndez esperaba impaciente,
cambiando de pose con los brazos cruzados. Parecía
interminable el camino entre los dos. Las rodillas
le temblaron, pero logró controlarlas.
-Vengo a llevarme a la hijita de papá... -dijo
cachoso, palmeándose el pecho.
-¿Y si no quiero?
-Te saco tus tripas al sol. Facilito nomá...
-¿Sí?... ¡Qué miedo!
-No estoy jugando, baboso. Así que mejor no te
hagas problemas.
La chaveta descansaba en un huaipe limpio en el bolsillo
trasero, pero
parecía tan lejana de sus manos que por un momento
creyóse incapaz de tocarla. Recordaba
con dificultad la imagen de su hermano. No podía
aferrarse a ella: se le evaporaba en una confusión
de nervios.
-Ta' bien, pues... -atinó a decir.
-¿No vas a joder entonces? -descruzó los
brazos y avanzó-. Así es
mejor, cholo... Por las puras te pones difícil.
-No te confundas, no es tan fácil.
-¿Qué?... ¿Quieres problemas?...
¿Ah?... ¿Quieres problemas?
Echó mano de su chaveta en la parte delantera del
pantalón a media cadera.
Su peluca lacia caía sobre los hombros; las campanas
del pantalón y su nariz
se sacudieron en una finta agresiva.
-Que sea mano a mano -se escuchó decir Vicente
desde algún lugar de su
miedo.
-¡Mano a mano!... -lo remedó afeminando la
voz-. ...Huevón. Ni siquiera tienes padrinos. Mejor arráncate
de aquí y no te la juegues.
-No necesito padrinos. Es entre tú y yo.
Sofía contemplaba el intercambio de palabras con
la boca temblorosa y los ojos rojos del llanto reprimido.
Los transeúntes y los chiquillos de la pampa no
habían advertido nada aún. Brilló la hoja del narizón.
La mano por delante
haciendo fintas y los pies cambiando pasos como los de
un boxeador. Raúl
sacó el pedazo de sierra afilado por mano experta.
No tenía nada para cubrirse. Sofía le
tiró una toalla húmeda que colgaba del cordel. Se abrió
dos pasos y la enrolló toscamente en el brazo
izquierdo.
-¡Entra pues cabrón! -le gritó el
narizón abriendo la guardia, invitándolo a
lanzarse en una estocada. No hizo caso de la provocación.
Siguió moviéndose
en círculo alrededor de su contrario. La gente
empezó a llegar. Primero los
chiquillos, luego los mayores, se amontonaban a una distancia
prudente para
observar el duelo.
Meléndez decidió romper ese círculo
danzante que se dibujaba en torno a él.
Se lanzó en una combinación de estocadas.
Raúl sangró por una herida
abierta a todo lo largo de la frente. Había bloqueado
una mayor a la altura del
abdómen. Recibió otra en el hombro y volvió
a bloquear con el brazo
envuelto en la toalla una estocada al vientre. Un nuevo
corte a lo largo del
brazo lo hizo sangrar. La gente, antes impasible, comenzaba
a gritar para
detener el reguero de sangre.
-¡Hay que llamar a la policía!...
-¡Pa´su diablo!... ¡Cómo sangra!
Dos vecinas aferraban a Sofía para que no intervenga.
La gente pedía que lo
dejara en paz. Pero el narizón Meléndez
estaba cegado por la cólera.
-Vas a morir, mierda. ¡Sal de en medio pa´llevarme
a la puta! -gritó con la
boca llena de saliva. Raúl cae sobre una rodilla.
Meléndez retrocede para
hablar.
-Nadie se meta, carajo... Nadie, o lo corto... -enseñaba
el metal a los curiosos.
-Déjelo a ese pobre hombre, si ya ha caído
-le dijo un viejo.
-¡Déjalo ya! ¡Abusivo, desgraciado!
-gritó una señora vecina de Sofía.
-¿Quién lo va a defender?... ¿ah?...
¿Quién? Que se me ponga delante... ¿nadie?
Vociferaba el delincuente mientras Raúl lucía
derrotado tratando de
incorporarse sin conseguirlo. Caído sobre la rodilla
izquierda, se desangraba.
La camisa era una mancha compacta de sangre fresca, al
igual que la toalla. A
Sofía la habían conducido a una bodega
para que no se arriesgara.
-Ahora le voy a dar vuelta... ¡Yo!... -se golpeaba
el pecho-. Párate imbécil.
Muere como hombre por lo menos... -se acercaba al caído.
Lo rodeaba a
distancia volteando a mirar a la gente.
-¡Llamen a la policía! -gritaba una anciana
tapándose el rostro.
-¿Dónde hay policía? ¡Busquen!
-pedían las señoras.
Raúl aprieta un puño bajo su pantorrilla,
mientras que con el otro le enseña la
chaveta al enemigo. Hace el intento de incorporarse
y le lanza un puñado de
tierra muerta a los ojos. Era su oportunidad. Meléndez
retrocede con las
manos en la cara; luego, blandiendo la hoja ataca ciegamente.
Recibe uno,
dos, tres estoques en la parte abdominal. Un último
giro de Raúl le pasa a
todo lo largo del abdómen. Fue suficiente para
que los intestinos asomaran
sangrantes como un colgajo grotesco. Meléndez
empieza a morir. Trata
de sujetarse el estómago, pero sus interiores
se desbordan.
-Mis tripas, carajo... ¡Hijo e' puta!... Por un
culo... -cae.
-Llamen taxi... -mandan chiquillos hacia la Faucett.
Un mulato viejo se hace cargo del
sobreviviente. El resto de la gente opta por no ayudar y miran
el desarrollo de los hechos. El hombre de color lo carga sin importarle
mancharse de sangre. Llega una carcocha por la pista
de tierra.
-¡Me va a ensuciar el asiento! -protesta el chofer.
-¡Ayuda a tu prójimo, miserable! -le grita
una mujer obesa.
-¡Piedra, piedra! ¡Piedra con él si
no ayuda! -cogen los chiquillos guijarros amenazando al
taxi. Suben al herido en el asiento trasero y adelante sube Sofía
con el moreno.
-Al hospital San Juan de Dios -indica.
Un avión se eleva sobre el distrito de La Legua
surcando el atardecer,
mientras que el auto antiguo toma su rumbo por la pista
de tierra hacia la
avenida. Raúl suspira tembloroso. Siente frío.
Sonríe a la vida tratando de
aferrarse a un mundo que comienza a darle vueltas antes
de desmayarse.
-¿Por qué está así? -pregunta
el guardia del hospital.
-Lo han asaltado... Entre varios lo han asaltado... -responde
el negro
canoso.
-¿Nombre? -pregunta otro que tiene el registro
en la mano.
-Raúl -murmura Sofía.
-Vicente... Vicente Rojas... -corrige el acompañante
mirándola serio.
-¿Es su esposa? -la encara el guardia.
-Es su vecina. Está nerviosa... -responde por ella
el moreno.
Y él recordaría como la conoció.
“Todo empezó como pendejada” se diría.
“Me planeó una costilla, hermano” le contaría
a los amigos. “Me chapó,
hermano, hasta me sacó plan para el día
siguiente. Chiquilla nomás, mano.” No
quiero irme a mi casa, Raúl. Y tú le dirías:
Tengo un cuartito en Playa Rímac.
“Nadie sabe quién mató al narizón
Meléndez. Nadie sabe dónde se fue su
jerma, señor. Yo hago esto porque a mí
también me ayudaron alguna vez.
Pero ella dijo que pueden aparecer nuevos narizones Meléndez.
Y por eso se
fue a casa de su papá, creo señor”.