" ...Parece en verdad que
a la mujer
le faltase el sentido
de la justicia. El
fallo de la mujer peca
de debilidad o
peca de dureza.
La mujer es dema-
siado indulgente o demasiado
severa.
Y, generalmente,
tiene como el gato,
una traviesa inclinación
por la crueldad."
(J.C. Mariátegui; Cartas de Italia, p. 181)
Normalmente la cueva era cálida por las fogatas que prendían en su interior con algunos troncos secos que recogían a lo largo de las jornadas. Pero esa noche el frío no dejaba dormir a nadie, y a los centinelas les era indiferente ser relevados o no. A César una vez le contaron que el frío realmente comienza cuando uno se da cuenta que ninguna vestimenta es capaz de combatirlo. Y esa noche sintió que su poncho era un estorbo inútil, que le daba lo mismo tener puesta o no su casaca de cuero gastada por el uso. Pedro insistía en sacar la última gota de zumo amargo a su bola de coca, porque sabía que después del escupitajo final no tendría nada para el carrillo. Demetrio andaba como una fiera enjaulada tratando de espantar el hielo, caminando sobre sus pasos y haciendo flexiones para desentumecer las piernas agarrotadas en cuatro horas de guardia. El frío y el hambre eran una mala combinación que cada uno tenía que combatir por cuenta propia en las últimas horas que le quedaban a la noche.
-¡Carajo! -balbuceó Demetrio con la boca temblorosa.
-Peor sería si estuvieras tú de guardia -respondió Pedro señalando la salida de la cueva.
-Peor sería, pues...
-Traten de dormir pensando en otra cosa -dijo César sin reparar que había dicho una burrada.
Lo peor era dormir. La muerte por congelamiento comenzaba con un sueño agradable, alucinante y maravilloso. Cuya vino casi corriendo. Resoplaba a través del pasamontañas y traía al descubierto su arma.
-Abriga esa arma, Cuya.... ¿Cómo la traes así? -habló fuerte Pedro.
-Ya casi amanece, comandante.
Cogió una bufanda y envolvió la metralleta como si fuera un niño. La depositó junto a unos bultos sobre los cuales pensaba dormir aunque sea diez minutos. Quitóse el pasamontañas.
-No te duermas, Cuya. Pásale la voz a Julio de que ya nos vamos. El resto revisan su arma y se preparan para ir a Chucay.
Julio era duro. Podía soportar días sin dormir una hora y en la comida mostraba igual austeridad que en el sueño. Por eso los observaba sonriente, como burlándose, desde la entrada de la caverna. Los dientes incompletos bajo el sombrero esmirriado hacían más expresiva su sonrisa burlona.
-Lo que pasa es que Julio es hijo de brujo. Por eso es que no le hace nada el frío.
-Pastor de puna, pues... No niñito de universidá... -respondió sin dejar de sonreír.
-Déjense de joder, carajo. Aquí nadie es mejor que nadie. Violento tenemos que salir para Chucay. Apúrense -zanjó Pedro como otras veces que había impuesto su autoridad en líos menores.
Con los bultos en la espalda y las armas variopintas en la mano, la columna empezó el descenso hacia el camino de herradura, casi invisible, que recibía los primeros resplandores del amanecer. Avanzaban con paso corto y medido para no rodar. Los cactos parecían personas desgarbadas que elevaban sus brazos al sol naciente.
-Chispas... -susurró César al perder el equilibrio, vencido por el peso de la mochila y de la rudimentaria escopeta que cargaba. Julio lo aferró de un brazo evitando una tragedia. Rodaron algunas piedras.
-Felizmente la represión anda lejos. De sinó, el descuido de este compañero nos costaría el pescuezo... -habló el comandante.
-Guagua, guagüito -se burló Julio soltándole el brazo.
-Ya te quiero ver, carajo, en Lima. Ahí seguro yo te voy a sujetar...
-En esta nueva sociedad no hay diferencias. Mejor acaben su pleito. Pero para otra vez ya no lo agarres, Julio. A ver si aprende a andar en los cerros -habló Pedro.
Llegaron a ver Chucay después
de casi tres horas de mal camino. Era domingo y la gente lucía flores
en el sombrero en un ambiente de feria. La columna no fue vista por nadie,
excepto por un gavilán que sobrevolaba la
pequeña plazuela de techos rojos. Las casitas
eran un atentado mayúsculo contra la simetría y podía
notarse que sus constructores no usaron la plomada
ni el nivel. Era sólo un caserío
en medio de lomas verdes. Cuya había sido obrero de construcción
y notaba a lo lejos las imperfecciones de las paredes y los techos.
-Carajo... ¿Quién sería su maestro de obra? Habría que darle vuelta a ese bestia...
La columna se introdujo por unos escasos montes ribereños que rodeaban la carretera de ripio. Las hojas humedecidas por el rocío empaparon sus ropas al pasar. Algunas torcazas salieron espantadas en vuelo veloz y desde lejos fueron advertidos por unos niños que jugaban en el fango.
-Atatau, esos changos van a alertar ahora... -se alarmó Julio.
-Déjalos, pues. Mejor es que sepan -dijo el comandante.
En Chucay ya se había corrido la voz de que los compañeros andaban cerca, pero la gente se espantó cuando supieron que los tenían a las puertas del pueblo. Los que no tenían que temer, aguardaron en posición solemne en la plazuela. Otros recogían sus bultos para huir, aunque no sabían hacia dónde. La columna entró con los rostros cubiertos por pasamontañas de colores y sólo Pedro exhibía su metralleta a vista y paciencia de la gente. Los hombres con sombrero negro y las mujeres con sombreros lúcumas y blancos, lo vieron tomar posesión de uno de los poyos de piedra a modo de tribuna. El resto se distribuyó en las esquinas. Habló en quechua.
-Compañeros... No hay por qué
tenernos miedo, porque no venimos a matar
a la gente por las puras, ni a robar. Somos
del pueblo como ustedes y sufrimos la pobreza igual que ustedes.
Nuestra lucha armada arde victoriosa contra los que nos oprimen.
Nosotros no castigamos más que a los soplones y traidores, compañeros.
Sólo queremos recibir de su bondad algunos alimentos para continuar
nuestro camino haciendo la revolución, haciendo la guerra popular
del campo a la ciudad, compañeros...
Esgrimía el dedo en alto y con la zurda sujetaba firmemente su arma. De pronto Demetrio se acercó al orador y le entregó un papelito alcanzado por mano misteriosa. El pedazo decía concisamente: "Ejecutar a Rosa Escudero por colaborar con los sinchis." Y firmaba "Nancy", el nombre que significaba órdenes indiscutibles en la zona. El público esperaba pacientemente que el encapuchado terminase de leer para que siga hablando. El sol de las once no permitía elevar la vista al cielo.
-Pero, compañeros, los soplones se venden a quienes matan a su hijos y violan a sus hijas. Y aquí, compañeros, tenemos el nombre de uno de esos demonios. La justicia del pueblo no se hace esperar, así que hoy día habrá escarmiento...
-Escarmiento... -comentó una mujer asustada.
-Escarmiento... -murmuró un campesino a otro. La voz corría de boca en boca. Era una palabra temida en el valle. El gavilán chilló sobre sus cabezas como un mal presagio.
-¡Viva la lucha armada, compañeros!
-¡Viva! -corearon los que simpatizaban abiertamente con la causa. Otros guardaban silencio en público, porque sabían que los sinchis arrancaban verdades hasta a las piedras del camino.
-¡Causachum presidente Gonzalo!
-¡Causachum!
-¡Huaiñuchum soplones!
-¡Huaiñuchum!
Una corriente de pavor invadió el espinazo de César al recordar cuántos eran la última vez que estuvieron en Chucay. Eran más de cincuenta, y ahora no sumaban ni diez. El resto de la columna había dejado sus huesos en diferentes encuentros con los uniformados o en algún despeñadero de la jalca. Cuya y Demetrio traían codo con codo a una mujer de casi treinta años. Venía sin sombrero y con las trenzas sueltas. Lloraba y gemía en quechua tratando de arrojarse al piso. La blusa llevaba una pechera bordada por mano experta y su pollera era de color ladrillo.
- ¡Perdón, papacitos, por mis hijitas, papay!
-¿Has ayudado a los sinchis? ¡Contesta! -gritó Pedro sin bajar del poyo.
La gente miraba en silencio con rostros inexpresivos. Julio transportaba una mesa con las dos manos, con el fusil terciado a la espalda. César ya conocía el proceso, así que extrajo de su morral, sin apuro, una bandera roja y la fue desenvolviendo con delicadeza. Brilló la hoz y el martillo de papel lustre. La pondría sobre la mesa a modo de mantel y el tribunal estaba instalado.
- ¡Yo lo hice por mis guaguas, papacitos, perdóname!
-¿Cuántos eran? ¡Habla!
-Sólo les vendí comida, papay. Con su plata me pagaron. Doce nomás eran, papay...
-¡Has hecho negocio con los sinchis y pagarás caro tu traición! ¡Ya dijimos que moriría quien dé comida, ni agua, a los sinchis! ¿Verdad?
-Verdad, papacito, pero me obligaron...
El poyo sirvió de asiento al orador delante de la mesa embanderada. Sólo Pedro la juzgaría, y consultaría con la columna en caso de haber dudas. La mujer lloraba con la cara en el suelo y la población observaba a respetable distancia de la mesa.
-¿Endenantes no le dije a la Rosa Escudero?... “Vas a tener problemas con los compañeros”, le dije. Pero terca, como mula, atendiendo a los sinches por un poco de plata... -comentó un arriero casi cerca de César.
-Vuelta le van a dar a la Rosa..
-Escarmiento, pues... -conversaba la gente en voz baja.
El gavilán emprendió el vuelo hacia las cumbres.
-¡Rosa Escudero!... ¡Se te acusa de haber ayudado a los enemigos del pueblo! ...¿Tienes algo qué decir ante tus vecinos?
-Por necesidá nomás lo hey hecho, papay... A nadies he robado, por mis tres hijitas, papá... Viuda soy, señor.
-Sabías que estaba prohibido.
-Me pagaron. Ellos pagando, señor. Veinte soles me han dado.
-Peor todavía. Ni tan siquiera te obligaron. Te vendiste ¿No?
Pedro no quería precipitarse en la sentencia. Sus compañeros lo observaban a la distancia mientras caminaban entre la población escasa de Chucay. El último escarmiento fue rápido, recordó Demetrio. Se trataba de un guía de cordillera que había ayudado a una patrulla de sinchis. Más tardaron en colocar la bandera sobre la mesa que Pedro en ordenar la ejecución. Pero ahora hacía preguntas. Tres niñas lloraban a escasos metros de la mesa.
-Yo pregunto al pueblo de Chucay... ¿Alguna vez los sinchis trajeron algo bueno a estas tierras?
-Manan... -dijeron algunas gargantas débiles.
-¿Alguna vez los cachacos hicieron el bien en Chucay?
-¡Manan! -sonó un grito unánime.
Todavía los campesinos conservaban frescos en su memoria los gritos de siete jóvenes que no querían autoinculparse de ser terroristas. Gritos de muerte les arrancaron.
Cuya recogía fruta y tubérculos donados por los habitantes con algo de disimulo. A una señal de Pedro la columna dispersa se congregó frente a la mesa.
-¿De una vez? -preguntó Julio pasándose el índice por el cuello.
-No, no. Acérquense para poder hablar...
Los pasamontañas rezumaban de sudor. El grupo deliberaba ante la masa ensombrerada que esperaba el desenlace del suceso. El silencio colmaba la plaza.
-No podemos perder simpatía matando a una madre de tres guaguas que ha querido ganarse unos chivilines -habló en castellano.
-Di'una vez, comando... Si nu'hay escarmiento, nadies nos va a respetar. Entonces hemos bajado por las puras...
Julio era siempre el más proclive
a las ejecuciones. Sabía desentrañar el
cinismo indígena y captaba la mentira a la vuelta
de una sonrisa. Por eso insistía en que se matara a la colaboradora
ocasional de los sinchis.
-Estoy con Pedro. Mejor le damos látigo y nos vamos -habló César. Demetrio y Cuya no querían opinar, pero siempre que lo hacían era para respaldar a su comandante.
-Así nos evitamos consultar a la masa, que capaz se van a chupar de opinar. No nos conviene quedar mal con Chucay. ¿Ustedes no opinan?
-Látigo -sugirió Cuya.
-Látigo y hacerle la peluca pa' que la señalen -dijo Demetrio.
El grupo volvió a dispersarse entre la magra multitud. La decisión había sido tomada y los hombres que se hallaban sentados o arrimados adoptaron una posición adecuada. Algunos se sacaron el sombrero previendo una condena a muerte. Las hijas de Rosa Escudero se habían quedado ya sin lágrimas y gemían entre mocos y suspiros.
-Compañeros de Chucay... Este tribunal
ha llegado a una conclusión... ¡El
castigo será suave por ahora!... ¡No mataremos
a esta mujer y se le castiga esta vez con látigo y corte de pelo,
para que todos sus paisanos de ahora en adelante la señalen como
traidora a la causa del pueblo!
La gente aplaudió como habían
aprendido a aplaudir desde que conocían a
los "compañeros", como les llamaban familiarmente.
Julio desenrrolló el látigo de su cintura y Demetrio desenvainó
el cuchillo de camal con que en otros tiempos se ganaba la vida en el rastro
de Huancayo. La mano del comandante ya avanzaba hacia la blusa de
pechera bordada para arrancarla, cuando sonó un disparo de revólver
en la placita de Chucay.
Una mujer se abrió paso a empellones entre los espectadores. Era casi una muchacha vestida a la usanza campesina, con flores en el sombrero blanco que indicaban su soltería. Cuando se destocó frente a la bandera roja, los guerrilleros se dieron cuenta de quién era. Pedro bajó el cañón de su metralleta resoplando de tranquilidad. Era la camarada Nancy. Eso significaba para la columna, sumisión a los mandatos superiores, obediencia sin discusión a las directivas. Sólo Pedro y César la conocían. El resto habían escuchado hablar de ella, simplemente.
-Cuándo no, el corazón blando de los compañeros... -dijo en buen castellano- ... ¿Qué se les ha dicho?
-Ya está hecho el juicio, camarada. Sólo falta aplicar el castigo.
-Se ha dicho ejecución de soplones y colaboradores, ¿no? Pero el corazón blando de los hombres. Además, no se ha consultado a la masa. Es un proceso de espaldas al pueblo de Chucay. Desde ahora yo asumo las responsabilidades, camarada. -habló en voz baja y en castellano para que nadie se diera cuenta de la fricción que había surgido.
-Orden superior, no se discute -dijo resignado el comandante.
-¡Pueblo de Chucay! -gritó en tono agitativo Nancy-. ¡Ustedes son hermanos de los campesinos muertos en Churcampa, en Luricocha, en San José de Secce, por los mismos uniformes que visten los amigos de Rosa Escudero!
-No son mis amigos, mamay... No seas así, mamacita linda, preciosa...
-Ahora ruegas porque estás cercana al castigo. Pero alimentaste a quienes matan gente pobre como tú. ¡No se dejen engañar por las lágrimas de una traidora! ¿Sabe alguien, acaso, lo que habló esta mujer con los sinchis? ¿Saben si ellos le pagaron algo más por tirarle dedo a su vecino?
La camarada Nancy hablaba a gritos y con el rostro descubierto. El gavilán regresaba de las alturas con vuelo lento sobre la plaza.
-A nadies he acusado, virgencita linda, no me hagas sufrir...
-Timoteo Rodríguez... ¿Quiénes mataron a tus hijos? ¿Quiénes te han condenado a mendigar hasta el día de tu muerte? -los rostros voltearon hacia el interpelado, un hombre demasiado bajo de estatura que andaba siempre de negro.
-Los sinches, pues, mamá -respondió con voz ronca.
-¿Y quiénes violaron a tu hija, Escolástica Huamaní? ¿Por quién vas a ser abuela de la vergüenza?
-Sinchis, pues. Quién no sabe... -contestó una mujer que frisaba los cincuenta años, ya sin dentadura.
-Genaro Janampa, tú eres hombre de buena memoria. ¿Quién mató a tu anciano padre por tan sólo ser sordo?
-Ahí fueron ellos, pues... Le dijeron alto, y él siguió andando.
-¡Ellos también usan pasamontañas!... ¡Negras son sus cabezas! ¡Pero todos conocen el uniforme! -siguió hablando al pueblo... Y todo esto sucedió antes que le dieras de comer a esos perros... Todos estos crímenes tú los conocías, Rosa Escudero, porque sucedieron en tu pueblo. ¡Podemos pasarnos toda la tarde recordando!
César sintió un nudo en las entrañas. El hambre había dejado de acosarlo y ahora los gases se ocupaban de invadir sus interiores. La acusada había juntado las manos en actitud de rezar y contemplaba a través de las lágrimas a su acusadora.
-Pido al pueblo de Chucay que vote por la muerte de esta soplona y traidora que se ha vendido a los extraños. ¡Que la manera de votar sea sacándose el sombrero! -dijo por último con los brazos en alto.
Rosa Escudero tenía el rostro sobre la tierra y las súplicas seguían brotando de sus labios embarrados. Los primeros en descubrirse fueron los más jóvenes, simpatizantes abiertos de los "compañeros". Otros les siguieron y nadie podría asegurar si fue por inercia o por convencimiento. Julio se encargó, con el puñal de Demetrio, de darle muerte. Las pocas municiones eran para el enemigo.